La celda
Desde que bajaba la última cuadra de acuerdo con la dirección indicada —es también la
última cuadra de la calle—, me sentí peor que cuando había leído el anuncio en el periódico
(una renta mensual tan bajita, sin duda, era el aviso de que se trataba de un apocalipsis; si
bien la casera me pidió un avalista —claro, lo fue Mario Trejo— con la escritura "muy
actualizada y de buen valer" tal si me fuera a rentar el Palacio de Buckingham). Bueno...
Decía que esta cuadra es una pendiente; aguda, como diseñada antaño con odio para
quienes luego vivirían aquí. Miré hacia atrás, al remate de la loma, en el inicio de la
cuadra... tendría que subirla quizás a diario y ya caminar cuesta arriba me desangra
suficientemente. Un timbre que nadie parecía oír pero que yo, al pulsar el botón, lo
escuchaba sonar fuerte allá dentro. Mejor, pensé, me voy, yo no podría despacharme esta
loma día a día. Esos momentos en la vida en que uno necesita, y quiere, y no quiere,
avanzar en algo. Mas, para que no quedara por mí, sino a la cuenta del Destino, tomé una
piedrita y la soné contra la puerta de metal. Se escucharon pasos al otro lado, como de
alguien que cojeara. La ochentiañera utiliza una muleta para apoyar la banda derecha de su
cuerpo. Sin embargo, bajó las escaleras de metal renegrido y costroso —con el plano más
inclinado que una escalera ordinaria—, a más velocidad que yo (como si no llevara una
muleta, sino más bien tres piernas, y no pesara, calculo, unos 80 kilogramos ni hubiese
nacido más de 80 años atrás). Me preguntó si me había enterado de la renta por el periódico
y se quejó de lo caro que hoy día cobran los anuncios los periódicos. Lo he leído más de
una vez: tantos seres humanos sienten miedo con cierto toque de autocompasión cuando se
ven bajando hasta el fondo, o hasta lo que para ellos significa el fondo. Una de las causas
de la depresión mortal debe ser la autolástima: cuando esta comienza a cuajar, hasta los que
no son depresivos bracean en ese pantano. Mientras yo me daba cuenta de que estaba a
punto de rentar una celda, me preguntaba si era eso lo que merecía después de tanto
guerrear en la vida o por la vida o contra la vida, depende de cómo se quiera ver, y
contestarme lo que ya sabemos: en la vida nadie tiene lo que se merece, sino lo que tiene.
Ruth Tagle
La colonia Narvarte, por lapsos, resulta no más que una imagen. Deriva en un escenario
humano solo cuando, precisamente, se ve a algún humano andar o se escuchan los sonidos
que estos producen. Y cuando hace viento, o llueve, o algo así. Uno va por sus calles y
exaspera esa percepción de que nos hemos metido en una pintura. La transparencia, en los
días de sol, acrece, no sin cierta dulzura. Quien no esté acostumbrado a tanta soledad
habitada, podría sentir una crispación, como si Dios, o cualquier lejanía, le enviaran un
aviso.
En las madrugadas, las patrullas de la Policía hacen sus rondines y se tiene la impresión de
que están en la puerta de al lado: el sonido, casi íntegro, viaja a la velocidad de una
exhalación.
Ruth Tagle como que se asirena cuando la toman los espasmos orgásmicos. En la cuadra de
la colonia Narvarte donde ella vive solo hay una casa sin al menos un jardincillo en el
umbral: la suya (donde habité tres meses y fracción). Será por eso que, de súbito, me ha
anunciado que allí en la entrada —solo una plancha de cemento—, sembrará una higuera.
Ruth Tagle fue bailarina de folclore. Luego maestra de baile. Antes de estos devaneos
estudió Letras. Hoy es investigadora en la Secretaría de Educación Pública. Sus faltas de
ortografía por cuartilla superan el follaje de cualquier árbol que presuma de rey. Gana
21.000 pesos mensuales; tres veces y un tercio lo que un policía.
Briosa, Ruth luce como un jockey en una carrera inacabable; su silla de montar es el
miembro viril. No se detiene, no detiene al miembro aun cuando ya cruzó la meta. La miro,
con el culo vuelto hacia mí y en franco movimiento, y me resulta muy parecida a una
estatua movible; una cremosa, eurítmica estatua de mujer, movible. Ella hasta ahora se me
da como una excepción de las mujeres mexicanas que he conocido: su voz es chirriante. Y
suele anunciar a volumen excesivo: ¡Me estoy viniendo!
Coincido con las másteres mexicanas de la culinaria: para que el guiso quede como para
chuparse las entretelas, ahí tenemos las "yerbas de olor"; mixtura no solo olorosa: cuaja
además en un sabor en donde no se sabe cuál el punto de lo exótico, cuál el nativo. Algo
semejante —calculo— a la mezcla de los bosques más lejanos y esa tenue acidez de la flor
de los agaves. Los interiores de la vagina de Ruth Tagle huelen, saben a yerbas de olor.
En la madrugada, las patrullas de la Policía van recorriendo las calles lentamente mientras
ejercen un silbato, tal un acordeón lánguido, que se oye a más de 200 metros; debemos
suponer que para avisarles a los ladrones que "ahí viene la Policía".
Los policías, a distancia y por sorpresa, no tienen por qué entender la expresión "¡Me estoy
viniendo!". Ellos solo escuchan un grito aterrador en la noche.
El silbato de la patrulla. Y en las cortinas el parpadeo de sus luces tricolor.
Félix Luis Viera nació en Santa Clara, en 1945. Sus últimas novelas publicadas son Traicioneras (Alexandria Library, Miami, 2017), Un loco sí puede (Verbum, Madrid, 2017) y La sangre del tequila (Alexandria Library, Miami, 2019). Este fragmento pertenece a esta última.