Teresa
En la noche tomé par de autobuses para llegar a los muelles. Allí, como tantas veces, me meto por un callejón entre dos almacenes inmensos, que solo laboran de día. El mar aplana, o a mí me aplana. Verlo, sentirlo ronronear en la oscuridad. Le entro por este callejón, sucio como las propias aguas de la zona, porque hay soledad. Y eso busco. Si me fuera al Malecón me toparía con tongas de pasantes, mujeres, hombres, parejas, novios, prostitutas, borrachines, barullo, luces que para nada me interesan cuando estoy como entonces.
Medité un buen rato. Sentía un pánico tremendo por lo que había ocurrido entre Irene, mi buena amiga —y mujer noble— y yo.
Ya antes de, por fin, el desenlace, me sentía igual de mal, como si ya hubiese ocurrido. Porque sin dudas sucedería. Y aquello que podemos dar por seguro, si bien todavía no ha sido realidad, tal parece que sí: es un efecto semejante. De euforia o languidez, alegría o tristeza, etcétera, según el caso.
Desde los muelles tomé dos autobuses y viajé en dirección contraria.
Teresa esta vez se sorprendió como nunca antes por un arribo imprevisto de mi parte en la noche.
Pero cuando miré el reloj cucú que tiene en la sala, comprendí que llevaba razón. Eran casi las dos y treinta de la madrugada.
Desde la ventana del cuarto en que duerme Teresa, se puede ver, allá abajo, buena porción de la ciudad. Recordé una novela que había leído hacía poco: "todas las ciudades, vistas desde arriba, alumbradas en la noche, se ven hermosas. Y cuántos misterios, cuántas leyendas, cuántos amores uno presupone que hay allá abajo, entre las luces". Si bien esto se refería a la vista desde un avión.
Siempre he realizado el sexo, bien como un deber o bien por necesidad; nunca por deseos. Teresa es muy agresiva en el acoplamiento. Ahora así ha sido; luego de besarnos hasta el ardor en los labios. Ella penetrada debajo de mí, de pronto, como otras veces, se ha escabullido y trepado con sus nalgas apoyadas en la base de mis muslos; mi pene hasta el fondo. La dejo hacer. Cuando ella toma esta postura, yo, con la cabeza en la almohada, doblada para tener mejor ángulo de visión, la contemplo hasta que eyaculo. Nada más que eso hago. Esta vez no. Estamos rígidos mi pene y yo.
No eyaculo.
Huelo a Irene. "Hueles a otra mujer, no a mí", ha repetido Teresa después de su orgasmo tercero o cuarto, cuando aún mi miembro se mantenía rígido, pero ausente.
Se sienta en la mecedora a un lado de la cama y solloza.
Entonces repasé en la memoria y en efecto: no me había bañado. Había llegado a mi casa y luego de saludar a mis padres y a la señora que los cuida, comí con suma rapidez y salí. Di unas vueltas por el parque cercano, ya de noche, y luego hacia los muelles.
Me voy, le anuncié a Teresa.
Irene
[No soporto a los niños. Los detesto. No me entienden. No nos entendemos. Sucede como con los perros: por más avispados que sean, finalmente el diálogo, la acción, la interactuación quedan inconclusos. Es desesperante].
Cuando Irene y el esposo determinaron tener un hijo, él perdió la erección. Se sugestionó, demasiado su afán por fecundarla. Dictaminó el psiquiatra la primera vez. Y las siguientes. Descarte de alguna causa "orgánica" por otros doctores. Psicoterapia. Higiene mental. Pastillas. Sin resultados.
Cuando ella me miró de la manera relatada, aquella tarde en que se quejó del calor, llevaba, contados, ochenta y dos días sin sexo. Cuando la poseí allí en la oficina, noventa y nueve.
Sin embargo, se sabe de mujeres que han estado años sin ejecutar el sexo. Decenios aun. Y las monjas. Hay pruebas como ladrillos de que las monjas tal y tal, con nombres y apellidos, nunca han tenido sexo.
En cierta prensa, en libros varios, también con nombres y apellidos, monjas a quienes las novicias con frecuencia y subrepticiamente, han descubierto masturbándose.
El ánimo sexual se puede reducir a la masturbación; de modo que quede extirpado, como el apéndice digamos, el contacto sexual. Aseveran ciertos especialistas. Aparece en varios libros.
He leído no hace mucho, en la revista Las Selecciones, sobre una mujer que, aun con deseos exasperantes, no tuvo sexo durante once años —el tiempo que permaneció en la cárcel el marido— no obstante proporcionársele la oportunidad con varios hombres. Mas, no le preguntaron si se masturbó.
El esposo de Irene me propuso cambiarme de trabajo. De manera que ella y yo no permaneciéramos prácticamente todo el día solos en una oficina de cuatro por seis metros. Para evitar que la cercanía nos llevara a encendernos y aparearnos, y probablemente nos descubriesen y el escándalo. La moral de ella sepultada. Y sobre todo la de él, lo cual significaría la destrucción de ambos.
Está apenada Irene el primer día. Yo también. Ya dentro, ambos nos sentamos en el borde de la cama, uno junto al otro. Miramos al piso. Luego nos pasamos la vista ella para mí, yo para ella. Ella, con ese tono de voz semejante a los hilillos de agua que caen en la fuente, me pide que baje un poco la salida del acondicionador de aire. Lo hago y regreso a sentarme en el mismo sitio. Hay que hacerlo, para eso vinimos, murmuro con la vista en el piso. Ella me dice que se va a desarropar en el baño.
Regresa y ya estoy desnudo bajo la colcha. Mi ropa en el piso.
Vino envuelta en una toalla azul cielo, ancha, larga.
Es que no puedo dejar de pensar en él, balbucea mirando en dirección al techo. Ambos estamos bocarriba, próximos pero sin rozarnos; bajo la colcha. Tampoco yo, Irene, tampoco yo, murmuro.
—Pero es por el bien de todos, Irene.... aun del hijo o los hijos de ustedes que están por venir, piénsalo...
—Oh, pero cómo, cómo lo haremos...
Félix Luis Viera nació en El Condado, Santa Clara, en 1945. Su más reciente libro de poemas es La patria es una naranja (Alexandra Library, Miami, 2013). Sus novelas publicadas más recientes son la versión definitiva de Un ciervo herido (Verbum, Madrid, 2015) y Un loco sí puede (Verbum, Madrid, 2017). Este fragmento pertenece a la novela Irene y Teresa, que próximamente publicará NeoClub Ediciones.