El viejo sepulturero, aunque les roba cosas a los difuntos cuando cree que vale la pena, no es como el joven sepulturero, capaz de coger un viejo pañuelo, una camisa, un par de zapatos, cualquier cosa, en nombre de una supervivencia mezquina. Roberto, el viejo enterrador, llama Robertico a su ayudante, con cierto afecto, pero carece ya del ánimo suficiente para pedirle un mínimo de pudor porque él mismo no se considera pudoroso. Así, cuando por capricho de mi padre me entierran con dos monedas sobre los párpados, Robertico es capaz de exhumarme al poco rato para quitármelas y luego, después de una violenta discusión, Roberto se las quita a él y vuelve a ponérmelas sobre los párpados.
Sin embargo, para mi sorpresa y tan como si nada, al día siguiente el mismo Roberto viola mi reclusión y me despoja de las monedas. En verdad, eso resulta para mí una suerte de alivio, pero después pasa el tiempo y me olvido de todo y a los dos años viene Robertico, quien, en vez de poner lo que queda de mí en el osario, como debiera hacer, se lleva mi cabeza y se la vende a un chiflado que colecciona cráneos de todo tipo y que, finalmente, decide quedarse con las calaveras de una vaca, de un carnero, de dos perros, de un gato, de varias ratas y de una caguama, pero excluye la mía. Por alguna razón, pone mi cráneo en el rincón más alejado del patio, entre la hierba. Desde entonces tengo la dicha de la lluvia, aunque no me abandona el temor de que quizás esto pueda cambiar en cualquier momento.
Ernesto Santana nació en Puerto Padre, en 1958. Ha publicado varios libros de cuentos y las novelas Ave y nada (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 2002) y El carnaval y los muertos (Premio Franz Kafka, Agite/Fra, Praga, 2010).