Decía sentirse a veces así, enfantasmada, no que se sintiera fantasma, era una manera de decir cómo se sentía, desangelada, chapoteando en la maldición indolora que empedraba su camino solo ante un horizonte tan excesivo que cabía en él un sol de agosto, su único útil era un silbato, pero el sortilegio no funcionaba sin sus grandes espejuelos negros, aun muy usados, flojas las patas, hacía sonar su silbato únicamente cuando no había extraños a la vista, sus amigos compadecían a la loca que entonces parecía desatarse un momento para enseguida volver a caer de espalda en su propio callado intestino, que la hacía sentirse enfantasmada mientras el último silbatazo se perdía a lo lejos por el laberinto de edificios, gracias a los espejuelos negros, el silbato salía como atravesando en la noche un vacío inacabable y acogedor, y la enfantasmada ensordecía y ningún ruido podía entrar en su cráneo, por algo lo había cultivado en el caos creciente, sobre dunas de polvo ancestral, de casa en casa, su bastante calavera flotaba en los ambientes más desdibujados, en azoteas calcinadas a mediodía, en las escaleras donde ocurría la subtrama rinconera de las familias, en los patios abandonados y los jardines hinchados de maleza.
Ernesto Santana nació en Puerto Padre, en 1958. Ha publicado varios libros de cuentos y las novelas Ave y nada (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, La Habana, 2002) y El carnaval y los muertos (Premio Franz Kafka, Agite/Fra, Praga, 2010).