Ahora son las seis de la tarde en Duisburgo y Roshita Güther mira desde su ventana a varios niños que juegan en la plaza. Casi está oscureciendo y por eso, lamentablemente, sus ojos azuloscuros no pueden exhibir todo su brillo. Ella está sola en la tarde de otoño y sus pies pequeños calientan unas pantuflas lilas y sus senos están quemando el sostén. Ella está sola y mira cómo juegan los niños en la plaza. Y quizá no lleve sostén y sus senos estén quemando la bata de casa. La bata de casa arde mientras Roshita Güther mira a la plaza y siente un parpadeo en el boquete de su sexo. La bata de casa es también lila y la tetera pita anunciando que el té ya se halla listo. Es un otoño muy frío y por tanto hay un frío intenso ahora en el crepúsculo. Del techo pende una lámpara de luz fría pero Roshita Güther advierte que la luz va enrojeciendo; enrojeciendo como ese calor que enrojece las entradas de su vagina, y el rojo punzó se le abre hasta el pecho como un estilete que fuera tasajeando en su entreseno. Roshita Güther está sola y los pies le arden; incendian la alfombra. Ella piensa que no debería estar sola. Ni su alma. Ni sus nalgas. Ni sus senos. Solos. Pero Roshita Güther está sola de nuevo en este atardecer tan frío de otoño. Y mira hacia la pequeña plaza donde juegan los niños. Hacia la pequeña plaza donde estaban jugando los niños.
Y comienza a llorar.
México, DF, septiembre de 1998