1934. Las ventanillas del tranvía abiertas, humo de tabaco,
traqueteo los rieles,
queda atrás la ciudad,
chirridos entre las voces,
afuera, dentro, entreveradas:
estos se comen letras de las
palabras, él imita las oraciones
a la manera de la gente del
país, una l desplaza una r
(Juan recibió una calta del
extranjero) dobla curvando
el espinazo el cuerpo
amarillo del tranvía: ya
enfila hacia el primer
reparto de la ruta,
arrabales, un laurel,
muros bajos encalados,
setos bordeando una
uniformidad de casas
(buganvilia) unas violetas
otras anaranjadas, agosto
y rosaledas envejecidas.
Porta camisa de mangas
cortas a rayas, le falta el
botón del cuello, el hecho
en sí es intolerable, en
cuanto se entere pondrá
el grito en el cielo: la brisa
sacude el periódico abierto
de par en par que sostiene
con las dos manos a la
altura de los ojos, lee y
en su cabeza a veces
traduce a una lengua
etrusca, a medias suya,
enrolla el periódico (El
Mundo o El País de ayer)
lo guarda en el bolsillo
del saco de dril: se abre
el nudo doble (de moda)
de la corbata, se despereza,
sacude el cordón que obliga
a detener el tranvía a dos
cuadras, su esquina, subir
la cuesta, abrir la verja:
todos muertos salvo un
hermano diez años mayor,
pelirrojo, en Tel Aviv,
recuerda que lo cargaba
en hombros vadeando
el río que atravesaba
la aldea, ahí al menos
estaban a resguardo
de ser perseguidos (de
momento) le enseñó de
paso a pescar con vara
y anzuelo, leer polaco,
comer con cuchara, no
recuerda mayor emoción
que cuando le explicó la
vida de las abejas
(pactaron no consumir
nunca miel, robar el
fruto de la laboriosidad
de las colmenas).
Momento de trascendencia
imparcial (universal) para
él, origen de otras ideas,
socialismo, comunismo,
pensar en los demás sin
dejar de respetar la
propiedad privada
(anatema) se vaya
Marx a hacer puñetas.
Se detiene. Desciende
dos escalones, se
despiden, arranca el
tranvía rumbo al reparto
contiguo, de Santos
Suárez a La Víbora,
camino del Cerro: lo
espera la madre de
brazos cruzados (1943,
Varsovia) padre y madre
incinerados al atardecer
qué día de la semana,
mes y hora. Saca el fajo
de llaves, abre el portalón,
el cerrojo suelta orín, sube
de dos en dos la escalera:
mete la llave de arriba
siempre lista para cumplir
su función, guarda el
llavero de oro, luego les
sacaban con tenazas los
dientes de oro que
acumulaban en montículos
que llegarían al cielo en
un par de décadas. Nadie
lo recibe, deja un pan negro
sobre la mesa del comedor,
se quita el saco lo cuelga
del perchero a la entrada,
coge por el pasillo camino
de su dormitorio, se quita
y cuelga la camisa, se
afeita con navaja barbera,
brocha tras enfundarse a
la cintura una toalla que
proteja sus buenos
pantalones de salpicaduras:
se rasura cantando a voz
en cuello qué en qué idioma
está pasado el azogue del
botiquín. Una falla. Asoman
los primeros insectos, acto
seguido alimañas, y luego
el padre, a la madre de un
tirón le arrancan la peluca,
rasgan su vestido largo
de lana negra, baja estatura,
tanto que no han de violar
(no merece la pena) tan
poco espacio: poca
abundancia. Carne de
una sola pieza sin una
sola protuberancia por
delante, por detrás, carne
agria: impétigo en las
axilas, un forúnculo en
el cuello a mano izquierda
por donde penetra la bala.
José Kozer nació en La Habana, en 1940. Autor de una extensa obra poética, recibió en 2013 el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Este poema pertenece a un libro inédito.