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Narrativa

Aquí lo que hay es que irse

'Mami golpea el colador contra el fregadero para sacar la borra. Miro entre mis rodillas la puerta del closet, las fotos de revistas rusas que pegó Lupe antes de irse'

La Habana

Una no sabe con quién vivió por ocho años, hasta que te dicen:

—Vete.

(De la casa común, con el hijo común, los dos gatos y la computadora.)

Mi madre lee varias veces el email en la pantalla. Está a punto de iniciar una frase. "Si tú hubieras…" —pienso.

—Si tú hubieras consultado a un abogado...

—Consulté a varios, mami.

—Antes estaba él, pero ahora…Tener la casa vacía, no entiendo. Hacerle eso a un niño, a su niño…

—Es un hijo de puta —digo solo para ganar tiempo, y es que mi propia voz suena como algo tan lejano, tan abstracto. Pego la frente al borde de una persiana. Miro los edificios desteñidos, feos como decretos, dicen que dijo el Ángel Escobar.

De pronto se me ocurre que alguien podría reemplazarme. Vivir esto por mí. Y yo entretanto esperaría en otra parte.

Mami parece sopesar aún lo de hijo de puta. Por fin hace un ademán entre la aceptación y la duda.

—Al menos ya no dependes de él para el permiso de salida del niño. Pronto llegarán los papeles…

Por el modo en que la miro, entiende que las palabras aquí no delimitan nada, ni afectos, ni destino. Pero sus ojos insisten: sí, claro que existen seguros contra lo irrevocable. Por eso los que se van hacen en silencio los trámites, se despiden de unos pocos (los que no intentan alterar esos hechos anunciados en las líneas de la mano, el iris de los ojos, las sentencias del horóscopo).

—Voy a hacer café… —sale y cierra la puerta.

Me dejo caer en el piso.

Si consiguiera escapar de aquí por algún túnel. Tu futuro no es fácil de ver… —me dijo un espiritista hace años—. Se mueve, gira… Es como una hoja arrastrada por el viento… Mami golpea el colador contra el fregadero para sacar la borra. Miro entre mis rodillas la puerta del closet, las fotos de revistas rusas que pegó Lupe antes de irse. Desteñidas por el sol, como los edificios. Miro mis muslos y bajo la piel, ríos violáceos (relámpagos rosados, los llama Yasser). ¿Se podrían tapar las várices con un tatuaje? Un diseño tribal, una telaraña. El olor del café se filtra por la ranura, bajo la puerta. Podría mojar esas fotos tan viejas, arrancarlas con un paño. Poner paisajes abiertos, que se pueda seguir, que la vista no pare. Y donde haya edificios (monobloques-decretos) poner más y más espacio.

 

 

Kabir se levanta, se dirige al baño con toda la laxitud posible.

—Odio la escuela más que a nada en este mundo —suelta antes de cerrar la puerta.

—Anoche se murió una muchacha —dice mami desde la cocina—. La que vivía en el segundo piso, en la esquina… Tan joven y de un infarto. ¿Quién se lo hubiera esperado?

Es que esta ficción parece tan seria. Hasta real —se me ocurre— mucho más cuando duele.

—Mamá, la muela...

Se asoma con el cepillo en la mano, un halo de espuma en la boca abierta. Veo una sima oscura a la derecha, al final.

Pienso en el papelito del turno del dentista, cada vez con más fechas aglutinadas: un día no tenían papel para esterilizar, al otro no había agua, al otro se acabó la amalgama.

—Después te llevo una duralgina, pero ahora apúrate.

Lo miro alejarse a lo largo de la acera. Llega al peldaño, se vuelve, hace un adiós con todo el brazo. Yo agito la mano contra los filos de dos persianas.

Busco la duralgina, bajo. Me pregunto cómo sería llegar al lugar que antes podía ver desde mi ventana, cuando no estaban estos edificios, esta escuela, y yo inventaba un destino más allá de esos árboles: una casa azul emergida de la niebla. En la puerta, sonriente, me esperaría mi padre.

Kabir se acerca a la puerta del aula. (Qué extraño luce aquí. Retraído, mustio. Asustado. Parece otro niño.) Se pone la píldora contra la lengua, bebe un sorbo del pomo. Alrededor de la muela le unto una pomada amarga. La he probado yo misma: adormece la boca y la neuralgia.

Vero, vamos a hacer esta novela entre los tres: tú, Eligio, yo… vamos a describir lo que hacemos cada día, durante un mes. Anotar lo que tocamos, lo que olemos, antes de que cambie… Eligio no responde, sentado en el malecón, mira a los pescadores lanzar al mar su carnada. Levantan el nailon: nada. Sobre el mar flotan latas, maderos, ofrendas... Los que nacen aquí y en este tiempo, solo pueden venir a pedir vida —dice Eligio mirando el agua que entra y sale entre salientes de roca y desperdicios— y que todo cambie, pues todo se ha puesto estático… Sí, algo se petrifica cuando paso sobre la concha el pincel viscoso. Pero este se desliza sobre el cilindro de bambú porque los vendedores aumentan el acetato con agua. Escribir cada día, Vero, Eligio, como esos textos que hoy nos impactan. Crónicas de una ciudad, un país ya muerto.

Qué puede contarse desde un cuarto sin más vista que esta perpendicular hacia otros edificios idénticos: bloques de cemento olvidados bajo un sol atroz. Se ve que Lucía se fue de Cuba y no ha vuelto ni de visita, tal como prometió.

Salgo al patio, pongo el acetato al sol.

Tal vez debería acomodar el closet, necesito tanto el espacio. Amontono en el piso libros, papeles, revistas con páginas recortadas. Sputnik, Films Soviéticos. Las dejé cuando por huir de esta casa me fui a vivir con amigos, con parejas. Mi hermana, que huyó de lo mismo pero llegó más lejos, hizo collages contra el closet, los huecos del comején. Vuelco en el piso la caja de fotos. Caras que apenas reconozco: yo niña, yo muchacha mirando las olas levantarse en el malecón, hacer bolas de espuma que el flashazo congeló en el aire. Yo, Kabir, su padre (separado del paisaje del fondo). Las fotos en el tiempo mutan —como las líneas en la palma de la mano—, registran los cambios. Las de los muertos se ven más y más ingrávidas. La vecina fallecida verá asomarse al cristal del féretro tantas caras extrañas. "Al menos no nos tocó a nosotros" —piensan amigos, parientes al inclinarse. Mientras, dentro de otra caja, sus fotos ya están cambiando. ¿Habrá alguien mirándolas? Ella de niña en los cumpleaños, en los brazos de la madre, el padre, de su primer novio. Todos le aseguraban que el futuro es un país garantizado. Incluso sólido.

 

 

Silbo a mis gatos. Tengo ese cansancio de los días en que camino demasiado. Una gravedad que duele, un peso, sobre todo de pensamientos. Bright sube corriendo los escalones. Se frota el lomo con mis piernas antes de deslizarse por la puerta. Pity parece fuera del radio adonde llega mi voz.

El acetato alcanzó al fin cierto espesor. Consistencia. Me siento, tomo el pincel, lo hago girar dentro del engrudo blanco. Vero, fue así que se me ocurrió lo de la novela: miraba esta foto de la Habana que ha estado cambiando desde la primera vez que la vi: edificios desteñidos y rotos frente al malecón… Adolescentes lanzándose del muro. Y pensé: tengo que escribir de esto antes de que se pierda… Pero, ¿y la novela que quiero escribir yo, la que ya empecé en mi pasaporte del 93? Después de la página de la foto (el pelo corto, la boca entreabierta. Esa expresión de demandante, y de certeza). Y me vi en New York. Encontrarme con mi padre no era una abstracción, era casi un acto. Cuando dejé atrás el edificio, las rejas imponentes, ahí, en el malecón, las olas saltaban contra el muro. Busqué el cuño: application received US INTERESTS SECTION (eufemismo en relieve de visa denegada) y anoté: sé que llegar a otro lugar tampoco me salva de los rituales, de las necesidades, de la miseria biológica. Pero el hombre insiste en partir, dejar, llegar. Volver a irse. El hombre es un animal migratorio.

Crecí oyendo a mi madre: tú hubieras nacido en Estados Unidos, yo estaba embarazada de ti cuando intentamos irnos por Camarioca. A los tres años tuve el primer pasaporte. Pero fue a los 14, cuando el Mariel, que miré asustada al fotógrafo. ¿Por el parpadeo del flash, o por la cita con la distancia y el tiempo? Mis hermanas llegaban con cosas de las casas abandonadas (entraban por las ventanas rotas, tantas casas marcadas con explosiones de huevo en la pared). Yo lloraba porque no quería irme, mami repetía: Aquí no va a quedar nadie, Vero, ¿no ves que todo el mundo se va?

Fue ese día que dejé de imaginarme en Cuba. Y si me descubro, de pronto, como ayer, en el parque de la Avenida del Puerto, esperando la guagua para Alamar, me asusto de ese efecto hipnótico, el poder que transmuta hasta los sitios, porque antes no existía esa parada ni yo iba de la mano con Yasse murmurando: tengo que empezar la novela con Lucy y Eligio, mientras Kabir asegura:

—Cuando tenga 20 años voy a recorrer el mundo.

Tiene diez. A los seis me contó que por su aula habían pasado preguntando: Cuando seas grande, ¿qué te gustaría ser? Y no llegaron a su mesa, pero él estaba listo para responder: ¿Yo? quiero ser Libre…

 


Verónica Vega nació en La Habana en 1965. Es autora de la novela Aquí lo que hay es que irse, traducida al francés como Partir, un point c’est tout (Christian Bourgois, París, 2010). Este fragmento pertenece a esa novela.

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