Estoy en la azotea mirando hacia las escaleras y los techos de abajo. Atalayando desde la azotea. El edificio es un laberinto, cortado en planos cubistas, desconchados, viejos, expuestos. El entorno y los hombres se parecen como dos gotas de agua sucia.
Estoy en la primera planta, asomándome a la ventana a ver si alcanzo a tragarme un pedazo de cielo, a ver si consigo verme ( imaginarme) cómo fui arriba, minutos antes, con la cara pegada a la ventana, cortada en aristas cubistas.
Subo las escaleras. Las bajo. Las subo otra vez. Observo desde mi flanco, protegida por las murallas precarias. Veo la vida ajena desde adentro, las cortinas que se suben, se abren, se cierran, la ropa que se seca a tender, que se seca en el cuartico pequeño porque no hay espacio afuera, oigo el jadeo de las cañerías como un corazón angustiado. Todo zumba, bulle, fermenta, dentro de las paredes. Olor humano: olor a col, a carne podrida, descompuesta. Oigo unos gritos y un llanto bajito y una cuchara que se lleva a la boca como un medicamento.
Un gato, panza arriba, duerme sobre el techo de zinc. Y una vieja, que no tiene ni perro que le ladre, le arroja un cubo de agua caliente para que se desolle, para que no duerma en esa ofensiva paz redonda, aquí, donde todos llevamos tajos y cicatrices.
Salgo al pasillo. Hace sol. El tejado de zinc está parchado con unas vigas de madera por donde a veces corren los niños. Miro los edificios desde afuera: una cortina verde muestra un pedazo de hombre, en otro departamento hay un letrero con un anuncio de laboratorios y exámenes médicos. (¿Esta enfermedad no es mortal?) Algunas plantas, ropas de niños, ropa de hombres, ropas de muertos, puestas a secar como peces en salmuera.
Todavía estoy en la azotea pero más tarde estaré en el avión y miraré todo esto desde arriba y veré la insignificancia de estas vidas y esfuerzos y lloraré por mi madre y por mí misma y por todos los que no son arrancados de la tierra.
Ya estoy en el avión y veo cómo los edificios se convierten en frágiles estructuras, en ataúdes, en celdillas; las casas, los autos, son partículas ridículas; vistas desde arriba, las vacas son menos que insectos, los insectos, como los hombres, desaparecen y toda vida humana termina en un punto muerto.
Estoy en el avión y nadie sabe que soy un terrorista, que llevo una bomba en el pecho, que la detonaré en unos minutos. El que pagó el pasaje a crédito, el que lo pagó al contado, al que se lo mandó su familia partiéndose el lomo part time, full time, el que viaja en primera clase, el que va en la última de turista, no saben que el avión también es una realidad transitoria, momentánea, y que en unos minutos, estaremos cayendo a pedazos sobre el Empire Estate.
Ya soy la vieja. Nunca tomaré un avión.
En el rectángulo de la escalera, recostada a la ventana, con la cara cortada a cuchilla, arrojo el cubo de agua hirviendo al gato que duerme sobre el tejado, para que se desolle.
Damaris Calderón Campos nació en La Habana, en 1967. Entre sus libros de poesía publicados: Las pulsaciones de la derrota (Ediciones LOM, Santiago de Chile, 2013), La soñante (Efory Atocha Ediciones, Madrid, 2014) y Entresijo (Bokeh, Leiden, 2017), al cual pertenece este poema.