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Ensayo

La ficción del Killer Lector

Ricardo Piglia y Ernesto 'Che' Guevara: el guerrillero lector hecho a la medida de un escritor sudamericano que ignora al Guevara represor, para oponerle uno más bien apócrifo.

Fayetteville

En el documental 327 cuadernos, de Andrés Di Tella, realizado poco antes de la muerte de Ricardo Piglia, hay varios minutos dedicados a Ernesto "Che" Guevara sin que se justifique mucho. Cabe pensar entonces que la generación del autor de Los diarios de Emilio Renzi parece haber estado muy marcada por el icono urbano del killer de La Cabaña, al punto que Piglia traspasa la a veces difusa frontera entre política y literatura para dedicarle un ensayo en su libro El último lector (Anagrama, Barcelona, 2005).

En ese ensayo titulado "Ernesto Guevara, rastros de lectura", Piglia, demasiado atento a ciertos detalles, describe a Guevara como el personaje de una ficción privada, digamos, que se debate entre el acto de leer y la acción política, es decir, en la nunca explícita oposición entre lectura y toma de decisiones, o entre lectura y praxis. Siempre es otro el que nos narra, dice Renzi en los Diarios, pero ahora quiere el ensayista Piglia que pongamos atención a ese Guevara lector de Jack London mientras algo sucede justo ahí afuera, en otro lugar distinto de la biblioteca. Eso que sucede afuera es la muerte, la posibilidad de morir con dignidad, solo que vistas a trasluz desde una realidad desenfocada por la lectura.

Es la adolescencia de Guevara, podría decirse. El hombre que lee es un hombre asustado por la muerte. El testimonio más próximo a la leyenda de Guevara como Killer Lector después de enero de 1959 lo aporta una de sus víctimas, el empresario cubano Antonio Navarro. En su autobiografía Tocayo (Javier Vergara Editor, Madrid, 1986) recuerda que tras una reunión para intentar que el nuevo gobierno no interviniera la textilera Ariguanabo, cuando ya van a despedirse, Guevara le pregunta a Navarro si ha leído El proceso de Kafka. Navarro le responde que no, como es lógico —pocos en el trópico se leen un libro como ese (¿no era lo que pensaba Luz y Caballero tras encontrarse con Goethe?), además hasta 1959 puede decirse que La Habana era lo más distante que existía de un escenario kafkiano, aunque después dejó a Kafka y a Ionesco, Hamsun, Beckett, Breton y a todos los otros surrealistas y absurdos chiquitos—. "Léaselo y entenderá todo", le dice Guevara. 

Habría que comenzar por ahí, por Kafka, y es de suponer que Piglia lo sabría. Cuba comenzó su definitivo corrimiento hacia un rojo burocrático, satélite de extraños inviernos. He ahí la señal de cuánto habían interiorizado Los Tres Terribles (Fidel, Raúl y Guevara) la urgencia del laberinto. Habría que comenzar a releer la tragedia cubana a partir de ese "léaselo", pero hasta ahí Piglia no llegó.

Los cubanos tuvimos a un sudamericano entre los que hicieron la revolución, ¡y era un argentino que leía! (valga la redundancia). De un Fidel Castro lector nos quedan apenas los testimonios de García Márquez, que sale bien parado, oh, sorpresa, en los diarios de Renzi. Del otro Castro, el general ilegible lo mismo en discursos que en lineamientos, no nos quedan testimonios de alguna alfabetización fuera de esporádicas intervenciones adulonas de Eusebio Leal o Yusuam Palacios. Terror sintáctico, ese es el nivel al que millones de cubanos han estado sometidos en la última década.

Si alguien desea aproximarse a lo que ha sido la tragicomedia de Cuba, podría empezar por esa construcción ficcional del perfecto Killer HBO: el guerrillero lector hecho a la medida de un escritor sudamericano que ignora al Guevara de lo real, el represor, para oponer uno más bien apócrifo, el Mandelstam tropical que cita a Cervantes en una carta a sus padres. ¿Cómo conjugar entonces la idea de la "selectiva y fría máquina de matar" con la construcción de la biblioteca?

No importa tanto. Toda cita salida del Guevara malo es expurgada, como mismo Piglia expurga de sus diarios cualquier relación con la barricada. Los demasiados libros, tanta idea inteligente sobre la escritura, Tólstoi, Faulkner, Pavese y demás, tanta toma de distancia de los montoneros y demás malas yerbas de la sangrienta lucha urbana en el Cono Sur, son territorios de Renzi, no de Piglia. Para este quedaba la vencida retórica del cóctel mólotov, como cuando para desligarse de la revista Los Cuentos echa mano al argumento de que toda lucha en el campo cultural debía estar marcada por el enfrentamiento al "enemigo principal de nuestro país: el imperialismo norteamericano".

Es decir, al Piglia del año 1975, antes de descubrir lo bien que pagaban los cursos de literatura en las universidades del Norte, no le interesaban las revistas como vehículos de cultura. No era posible despolitizar una revista para convertirla en un órgano cultural, pues la política debía ser el centro del trabajo intelectual. Treinta años después de su ruptura con Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, Piglia ha tenido tiempo para descubrir en Guevara un caso de "identidad purificada": el guerrillero tiene el poder de aislarse del mundo y hacerse inmune al dolor ajeno. Que se lo digan a los cubanos.

El mito guevariano ha sido edificado desde diferentes ángulos, pero faltaba esta pincelada. De vez en cuando la propaganda interna cubana nos fatigaba con la mención de las cualidades literarias del "Che" Guevara. Alguna antología de narrativa abrió sus páginas con los Pasajes de la guerra revolucionaria: Guevara había sido reclamado para el panteón de las nuevas ficciones.

Pero en el fondo su costado Jack London quedaba opacado por la magnitud del hombre de acción. Y no se hizo la revolución para entronizar a los lectores. Un comandante desafía, mata y hasta imagina la aparición de un hombre nuevo (¿qué iba a leer ese ser magno?), pero la idea de una sensibilidad letrada entre tanto macho alfa se aproxima demasiado a ese grupo elitista que había que mantener a raya, los intelectuales, tan lejos siempre del olor a pólvora. El sueño de un hombre de acción es poder transformar la realidad, traer a la vida real El proceso de Kafka. Es matar e irse por la tarde, no a la escuela de natación, sino a la oficina, donde esperan Sartre y Simone de Beauvoir.

Así, no fueron pocos los himnos y las odas que se sucedieron tras los sucesos de La Higuera, y hasta un cuento de Julio Cortázar lo imagina en el fragor del combate recordando el movimiento inicial del cuarteto La caza, de Mozart. Faltaba el dato del Killer Lector, y hacia allí se dirige el Piglia decodificador de operatorias de lectura. Resulta que Guevara, poco antes de morir habló con la maestra Julia Cortés y le corrigió una frase escrita en la pizarra de aquella escuelita. "Yo sé leer", había escrito alguien, probablemente un niño. Pero faltaba el acento.

¿Por qué en Cuba nadie puso atención a esta anécdota? ¿Es apócrifa? ¿De dónde la obtiene Piglia? De hecho los militares bolivianos la niegan, según Jon Lee Anderson en su biografía de Guevara, pero sin mucha necesidad de corroborarla le sirve a Piglia para elaborar su propia versión del redentor de los oprimidos: ha nacido la ficción del Killer Lector, ¿y cómo se puede desenmascarar una ficción? Piglia se ha inventado un Guevara tan portátil como un llavero o un pulóver con su imagen, viaja de una ficción a otra, es ya personaje de una novela esbozada.

En los Diarios de Renzi se nos deja saber que la literatura argentina estaba lastrada por un desfase de cinco años en relación con Europa. Pero, en cambio, no leemos en ellos ningún lamento porque la revolución no llegó a la Argentina para conjurar ese vacío. Uno se pregunta si aquella ballena blanca que nada en el sótano de una casa en el Princeton de El camino de Ida no es en realidad el fantasmático monstruo de Guevara que pide otra vez ser narrado, pero ahora en clave de novela policial. No matter. Try again. Fail again. Fail better.

La verdad es siempre una ficción contada por otro, nos dice Renzi. Ese otro es ahora Ricardo Piglia, cuya idea de un Guevara redimido por la lectura es retomada por Juan Villoro a propósito de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa. Según Villoro, el "yo sé leer" con el acento que quiso poner Guevara es lo que necesita México para superar "la impunidad, el oprobio y la injusticia".

Entonces comprobamos que la ficción del Killer Lector no solo ha echado a andar, sino que ya tiene quien la escriba.

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