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Narrativa

Un loco sí puede

'Miré la mirada de mi hermana hacia Leticia, la de Leticia hacia mi hermana. Se estaban mirando, justamente, como podrían hacerlo entre sí dos guillotinas': un fragmento de novela.

Ciudad de México

Era de tarde cuando me fui de las Chinches Perdidas, Leticia me fue a buscar en su automóvil. Lloviznaba y esto hacía que me abrumara aún más. En las Chinches Perdidas más del 85% de los habitantes, calculo, son negros y mulatos. Pero mi familia es racista, es raro que trate a derechas a un negro, salvo fuerza mayor (ya dije que mi mamá puteaba hasta con los negros; una fuerza mayor). Yo sí, aunque desde niño me prohibieran andar mucho rato con los negritos y mulaticos, yo lo hacía disimuladamente. ¿No sería muy difícil escoger los amigos solo entre los blanquitos, los menos? Los negros, si no la cagan a la entrada, la cagan a la salida, decían mi padre, mi madre, mi hermana (quien, ya ven, igualmente le ha sacado su plata a los negros, en las cunetas, las sabanas, los platanales). Como un lema. También hay negros racistas, que le tienen un odio de arrancacuello a los blancos; pero yo, tanto antes del trancazo con bota de albañil que me dio papá, como después, en esos momentos en que tenía la mente cristalina, siempre pensé que los negros eran racistas y canallas porque antes los blancos lo habían sido con ellos. Es un vaivén. Pasé la mañana despidiéndome de mis amigos y conocidos negros y blancos. A la hora de almorzar, o de, más bien, hacer ese amago de almuerzo diario, apenas pude. Fue cuando la tristeza me cayó en enjambre. Sentí mareos. ¿Estaba triste por abandonar las Chinches Perdidas o estaba triste porque me iba hacia otra casa, otro lugar? Eran dos apreciaciones distintas. No podía entenderlo y mi mamá me dijo a esta cabrona hora del almuerzo tienes más que nunca la cara de loco, me cago en tu madre. Mi hermana dijo como seis veces menos mal que se va este comemierda, que esa otra comemierda se lo lleva. Mi padre estaba trabajando, o bebiendo por ahí: cojones, qué lotería, una boca menos, había gritado —gritado, no dicho—, una o dos noches antes, cuando les soplé todo el cuento de que al fin me iría para casa de Leticia y cada detalle de los detalles que me había dado ella. Y a seguidas volvió a gritar mi padre: cojones, porque yo me estaba muriendo de miedo por si después que le dieran la salida de esa clínica volvía para aquí a comer, a joder con sus culilleos de cabeza y a estar fugándose de la casa para ir al Parque dice que a ver el Instituto. Y mi hermana: lo que yo no entiendo es por qué los carros atropellan a la gente cuerda y, que yo sepa, ni un loco se deja agarrar por un carro, la vida tiene cada cosa que ni Dios sabe. Leticia me había sacado de la clínica tres días antes, el primero fuimos a comprar ropas y zapatos para mí, los otros dos para que contara en mi casa que me iba y me despidiera. Ella llegará sobre las seis de la tarde.

Después de la fuga del almuerzo o del almuerzo en fuga, recorro de nuevo, como en la mañana, la Chinches Perdidas, y, bajo la llovizna, me despido de los que creo me faltaban y me vuelvo a despedir de otros a los que ya les había dicho adiós en la mañana; sentí, más que deseos, como una especie de obligación de despedirme dos veces de estas mismas personas. Las calles son fangales, en los charcos, engordados por la llovizna, los renacuajos están gozando, como esas personas que se bañan en la poza del río. Las casas de madera y las de yagua destilan, melancólicas, la llovizna; pero las que más duelen en la vista, o en los sentimientos será, son las casas de yaguas empapadas; dan la impresión de que la vida, o el mundo, o ambos, no ambicionan nada.

Poco antes de las seis de la tarde me senté en el taburete medio desfondado, el trono de papá, afuera, junto a la puerta, a esperar. Había cometido un error: despedirme de tanta gente en las Chinches Perdidas era divulgar en todo el barrio —de boca a oreja se lo irían pasando unos a los otros, hasta el sinfín—, que me iba. Vendrían a buscarme en un automóvil, una amiga que me llevará a vivir a su casa, había dicho a los que les di el adiós. De modo que una buena cantidad de público daba vueltas de una a otra esquina de la cuadra donde estaba mi casa; esperando el espectáculo. Nada... creo que ya antes de que mi padre me diera el botazo en el pecho cuando le molestó que yo me estuviera haciendo una paja en voz alta en el cuarto de yaguas, yo cometía estas memeces. Creo. Junto al taburete tengo dos sacos con mis cosas: unos libros de la escuela que todavía conservo, otros que me fui consiguiendo y tratan de mi antigua vehemencia: ciencias, y unas ropitas que creo todavía me funcionarán, si bien allá en casa de Leticia Suárez del Villar Fernández Calienes está la mucha y buena ropa y zapatos que compramos anteayer. Ahora ando con los mismos conatos de vestimentas de siempre —en nada distintos a los que me arroparon en la escuela Primaria, la Primaria Superior y durante el casi año en el Instituto; en este mi pena era mayor porque iban alumnitos que se vestían bonito y cambiaban a diario por lo menos de camisa— y con los tenis de hace tanto, que tienen la goma rota donde hacen contacto con los dedos gordos. Cuando yo sea científico uno de los primeros problemas que resolveré será este de los tenis, que al no mucho tiempo de usarlos se rompen por la punta: la goma que tienen por esa zona no resiste la presión de los dedos gordos. Le había dicho a mi papá, recuerdo, cuando yo era niño, creo que de unos ocho o nueve años. El día que tú seas científico, a mis cojones les nacen claveles, me contestó. No estaba borracho, pero así me dijo y acto seguido me dio un rasponazo, raudo, con la mano abierta a todo lo largo de la cabeza. Lo recuerdo perfectamente, ahora estoy de mente límpida sentado en el trono de mi papá junto a la puerta esperando a Leticia: luego que me dio el rasponazo me quejé de que él nunca jugaba conmigo a la pelota, a las canicas, a las carreras. Se te ocurren cada cosas del carajo, dijo él, para jugar están los otros muchachos, ¿cómo coño yo voy a estar jugando contigo? Papá, yo sé de muchos padres aquí en las Chinches Perdidas que juegan a diferentes juegos con sus hijos, y me da envidia. Pues que no te dé envidia, no seas sonámbulo: esos padres que juegan a esto y a lo otro con los hijos lo que hacen es amariconarlos, es cosa de maricones estar jugando con los hijos, a los hijos hay que tratarlos como a hombres, ¿no entiendes?

Leticia llegó justo a las seis. ¿Cómo no se me ocurrió decirte que me esperaras en la entrada de este barrio?, se quejó cuando ya íbamos rumbo a su casa. (¿Cómo sería posible esperarla en la entrada de las Chinches Perdidas: ¿quién, antes, me habría ayudado con la carga?, pensé, pero no se lo dije, porque parecía muy encabronada.) ¿Sería porque las ruedas del carro llevaban más fango que ruedas en sí y las puertas estaban chisgueteadas de ese fango negro, como petróleo podrido, que se viene en las Chinches Perdidas cuando llueve? ¿Sería por la cantidad de gente que se puso en una y otra banda de la calle, sobre las aceras inventadas con empujones de tierra, a mirar, igual que se mira una película, cómo yo ponía mis sacos en el maletero y me subía al carro? ¿Sería porque sus zapatos también se habían zambullido de fango cuando se bajó para abrir el maletero y, entre sus zapatos y mis tenis, enlodaron el piso del carro? No, fue por esa mirada que me dio tu hermana y la que me vi obligada a darle, respondió después de unos minutos, cuando yo ya creía que no había atendido a mis preguntas.

Cuando me puse en pie para ir hacia el carro miré a mi mamá —quien, al igual que mi hermana, se había parado junto a la puerta—, a ver qué hacía o decía, pues de cualquier modo era una despedida entre hijo y madre: dale, acaba de irte pa'l carajo, me dijo y dio media vuelta y se metió en la casa. Mi hermana comentó como para mí, pero mirando hacia Leticia, que se bajaba del carro: miren eso… es joven, como de mi misma edad… y oye… para que lo sepas, loquito y pico, esa es puta igual que yo aunque con otro sistema… ¿eh?... porque aunque al revés, la mujer que mantiene a un macho es puta de raza lo mismo que las mantenidas, por mucha decencia, carro y dinero que tenga… ¿me entiendes? Es que a veces las miradas se sienten, me dice Leticia después de otro rato de silencio, cuando ya casi estamos llegando al Parque Central. Cuando yo había puesto mis bártulos en el maletero y nos encaminábamos hacia la parte delantera del carro, vi que Leticia, de pronto, volvió sus ojos hacia la puerta, donde se hallaba mi hermana. Miré la mirada de mi hermana hacia Leticia, la de Leticia hacia mi hermana. Se estaban mirando, justamente, como podrían hacerlo entre sí dos guillotinas.


Félix Luis Viera nació en El Condado, Santa Clara, en 1945. Su más reciente libro de poemas es La patria es una naranja (Alexandra Library, Miami, 2013). Sus novela más recientemente publicadas son El corazón del Rey (Innovación Editorial Lagares, México, 2010) y la versión definitiva de Un ciervo herido (Verbum, Madrid, 2015). Este fragmento es el octavo capítulo de su novela Un loco sí puede (Verbum, Madrid, 2017).

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