El anciano recupera la extraviada salud de
extremaunción, al paso
escuchando casi en voz
baja ciertas ligerezas
sinfónicas de Haydn,
oráculos de comunes
lugares mirando a la
tarde series de televisión
donde a la larga, lo cual
le parece importante, en
términos generales
triunfan los buenos,
triunfa la necesidad
de bienestar del anciano:
se pone de medio lado,
a la izquierda, y porque
le peta, peda (justo
otra necesidad). A su
aire. Corrobora mirando
por la ventana el orden
preciso que todo lo guía
en la naturaleza, se
extasía al ver pasar
las bandadas de
garzas que regresan
a pernoctar de norte
a sur, en diagonal
temporalidad. Se
yergue, monte
tibetano, y como no
está hecho al frío,
a las alturas de las
cúpulas del mundo,
forma parte de la
sangha en una
casa situada
(fácil de localizar
en los mapas de
Google) en una
zona de clima
templado, punto
intermedio que
como todo lo
intermedio equilibra
(intercediendo) la
salud.
Se va recuperando, ya se echa a andar con relativa
soltura, pie firme, pie que
fuera ungido, la vista al
frente, porte, compostura,
enfila del cuarto de baño
con la lumbrera y la
pérgola de flores
artificiales, hojas de
acebo de caucho,
chefleras de plástico,
a la cocina tras quedarse
un buen rato mirando
restallar la luz en la
claraboya, refucilos,
ruido de pedrisco,
ráfagas de viento, la
indolencia que hace
meses lo mina se
disipa, la luz endereza
su mirada a las
bandadas de loros
estrepitosos, altos
cielos menos alejados,
lo ponen nervioso: unas
cercetas adormecidas
en la laguna artificial
del vecindario, las
mismas que equilibran
de luz las aguas, las
lámparas adormecidas
de su cuarto de dormir,
seis de la tarde a la
mano: verano. El agua
cabrillea, boyas y nasas,
peces confundidos entre
sus propias escamas, el
mundo reverbera donde
todo termina, el anciano
no ceja, se da media
vuelta, se pone de pie,
no quiere saber nada
de nada, precisiones
oscuras que a ojos
vistas estipulan el
sentido evidente de
leyes inalienables o
algo así como la ley
de leyes que proviene
de una confabulación
de dioses: rigores
naturales (irremediables):
esquiva todo cuanto pueda
debilitarlo, la vejez está
en buena medida
dedicada a proteger
carcasa y defunción,
el clavo ardiendo a
que agarrarse.
A este paso vivirá. Un año más (o menos). La
duración no está en
sus manos ni reñida
con la durabilidad,
todo lo hace a pulso,
fuerza de voluntad:
tampoco, opina,
excederse. En
cuestiones de
disciplina. Contentarse
leyendo. "De la
experiencia" de
Montaigne, reír a
regañadientes con
Ferdydurke, la mala
colema (expresión que
ya nadie recuerda) de
Gombrowicz. A Trakl
a Sebald a Lorenzo
García Vega recordar
leyendo poemas de
Alessandra Molina,
lavarse la casa (no
dejar nada a medias)
realizar una a una sus
abluciones de la tarde
antes de volver a
Haydn (¿mañana,
de mañana?). Sinfonía
94. Rostro y achacoso
cuerpo libres de olor a
vejez, terrosidad, lo
percudido, el exceso
de materia que aún le
queda, torpezas de la
sustancia caso de
llegar la hora, por Dios,
de presentarse y no pasar
vergüenza, comparecer
con la catadura que
corresponde ante
quien corresponde,
de corresponder:
su palimpsesto de
dolencias, lajas
superpuestas donde
unas alimañas aparecen,
se escabullen, antes del
inaudible estruendo de
la boca del anciano,
sopor y farfolla, brotes
de cornezuelo entre los
dientes, y ver alzar los
pulgones del jardín el
vuelo y volverse cocuyos,
una linterna, una lámpara,
otra segregación terrosa
de luz opaca en la pupila
alejándose (boato) de
un vislumbre a la vista.
José Kozer nació en La Habana, en 1940. Autor de una extensa obra poética, recibió en 2013 el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Este poema pertenece a un libro inédito.