A Rogelio Fabio Hurtado,
nuestro miglior fabro.
I
Dejo atrás Línea,
alumbrada y desierta
como un escenario vacío en la madrugada
y camino, L abajo,
hacia el malecón.
Imposible sentarse hoy en el muro.
Las olas desatan
su danza de abanicos
contra los arrecifes
y en la curva
las luces de un Ford de los 50
resbalan sobre el limo del muro
y clavan sus uñas
en la piel erizada de la noche.
Nada en la turbulenta oscuridad:
ni una luz, ni una silueta
de barco, ni una estrella.
Hoy nadie intentará la fuga
de la Isla de la Libertad.
II
Desde la medianoche, entre olores
a querosén, café, creyón de labios,
van llegando uno a uno.
Torpes, tambaleantes,
arrastran por la acera
los jirones sangrantes de sus vidas
y barren con sus pies
el aserrín que cubre el piso
de la Terminal de Ómnibus de La Habana.
El joven de familia revolucionaria,
aún fiel al hippismo
y a la melena de los años sesenta.
El frustrado estadista, vendedor
del Granma, que improvisa discursos
ante una multitud burlona.
La actriz paranoica,
untada de cremas y colorete.
El exfuncionario "tronado" en el 70.
La jinetera.
El furibundo adicto a la dexedrina…
Como atraídos
por la melodía de una flauta encantada
llegan de todos los rincones de la ciudad,
sucios y nerviosos, con los ojos saltones,
restos lamentables de un derrotado ejército.
Ante ellos
me es imposible evitar
un recelo ancestral
y despierta en mi envidia
la familiaridad con que, noche
tras noche, él los trata.
Como aquella madrugada
en la funeraria de Calzada y K
—sin cigarros para después del café—
en que se acercó a una mendiga
para pedirle la caridad de una colilla.
A la luz trémula del fósforo
que abrió una rendija en la oscuridad
su rostro y el de ella
adquirieron una expresión
maravillosamente hermanada,
como pintados por el mismo pincel.
III
La cola del café es larga
y avanza con la lentitud de un entierro de pueblo.
A unos pasos de mí,
una gorda sostiene entre sus brazos
un litro de leche,
como un bebé recién nacido.
Más allá,
dos maricones conversan
con un señor entrado en años,
actor de teatro.
Una muchacha ojerosa,
envuelta en varios metros de tela,
pide fósforos.
Muchos años atrás,
a principios de la revolución,
él estuvo en la Unidad de San Julián,
en las Tropas Coheteriles Antiaéreas,
me cuenta
mientras fumamos de sus cigarros
y bebemos
una y otra taza
de un café tibio y claro.
Luego me habla
de cuando estuvo ingresado
en una sala de dementes
("en las frescas noches de marzo,
Rosario me paseaba
entre los pabellones pintados de amarillo")
o de sus tiempos de estudiante
en el Instituto de la Víbora,
cuando su timidez de Cáncer
no le dejaba echarse novia.
"Después vino Aida", me dice,
"trastornándolo todo con sus imperfecciones",
Y mientras me cuenta
de las noches que pasaban juntos
—sin dinero para una posada—
en las azoteas del Vedado
o de la tarde
que se metieron a pasar la lluvia en Regla
en casa de un viejo pescador
que parecía estarlos esperando
desde siempre
y les cantó canciones cuyas letras
solo él y Aida conocían,
mientras me cuenta
como en una avalancha todo esto,
van cobrando sus ojos,
tras los gruesos cristales
de sus espejuelos,
un brillo feroz, esquizofrénico,
casi místico.
Y ese brillo se mantiene ante mí
todo lo que resta de la madrugada,
mucho después de que nos despedimos,
en I y Calzada,
y lo veo alejarse
—ebrio de cafeína, poesía y estrellas—
con su agendad verde
y el tomo de Quasimodo
bajo el brazo.
IV
Primero, despabilados y sin prisa,
pasaban los obreros del turno de las siete
hacia la parada de la 74.
Saludaban, al montar en la guagua,
al chofer
y le brindaban café
en los pomitos ambarinos
que abultaban los bolsillos
de sus pantalones.
Después pasaban mujeres,
oficinistas, maestras, empleadas
de los servicios públicos,
que apuraban el paso
y tiraban malhumoradas de sus hijos
camino del círculo infantil.
Sobre el monumento a José Miguel Gómez
de la Avenida de los Presidentes
despuntaba ya el día
y un coro de pájaros invisibles
presagiaba los violines
de la ciudad dormida.
Pero ellos no se fijaban en el alba
que envolvía
con una aureola dorada el monumento.
Ni siquiera en la pareja
que se besaba a deshora
en un banco de madera,
Pasaban no más, sin detenerse,
y tú me hablabas de tu turbadora amiga
la Testigo de Jehová.
V
Hasta la sala de tu casa,
junto al Café Colón, llegaba el estruendo
de los camiones al pasar el crucero.
Desde allí, hundido
en la gastada mecedora, podía mirar la calle
y espiar a la muchacha
que en el balcón de enfrente
tejía sus trenzas
mientras tarareaba la canción
que un radio invisible
lanzaba a la calzada.
Seca, malhumorada, Pancha
me saca de mi ensimismamiento:
"Ya le avisé. Viene enseguida",
Y se aleja otra vez
por el oscuro pasillo.
Debe ser ella, sin embargo,
quien recoge las florecillas silvestres
y las coloca,
cada dos o tres días,
en el vaso de cristal
junto al retrato.
"Flores sencillas", pienso, "como
el vestidito que llevaba puesto".
Al morir, a causa de un tumor
como mi tía Fabiola, tenía solo 21 años.
Se llamaba Miriam
y era hermana de la boba
que en el cuarto contiguo
golpea con ensañamiento
las teclas
de un piano.
VI
Cuando algunos de tus amigos
—pálidos y debiluchos
por la falta de sol,
encerrados como hongos
en sus bibliotecas—
te insistían por entonces
en que no valía la pena
hacer "vida de calle"
—La Habana ya no es ciudad
para poetas, decían—
tú tratabas en vano de convencerlos
hablándoles de las bondades de la luz solar,
de la necesidad primordial de comunión,
de la esencia social de actos tales
como la palabra, el culto, el amor...
Pero ellos estaban demasiado apegados
a sus neurosis sin ventilación
y al húmedo olor de sus alcobas
para escuchar tus razones.
Jamás podrían comprender
que media hora de conversación
con una loca
podía ser más reveladora
que todas las noches de lectura.
que bien valía una noche con Aida
en alguna escalera pestilente de la ciudad
cualquier desasosiego.
VII
Ella no elige noches para entrar
como dice Padilla.
Pero seguíamos abriéndole cada noche las puertas,
después de vagar por la ciudad horas enteras,
a esa perpleja visitante,
a esa extranjera.
VIII
Echado sobre mi Smith-Corona
como sobre los pupitres de pino
de la escuela,
trato de imaginarte
—desvelado por el café y la dexedrina—
en el pequeño comedor de tu casa
donde a esta hora
has de estar escribiendo.
En chancletas, abierta la camisa
de tu piyama a rayas, suspirando
tras repetir el nombre
que te llena el cerebro de aleteos
y derrumba
todos los diques de tu alma.
Están solos, tus recuerdos y tú,
en esta noche oscura
que no ahuyentan las luces.
Tu Remington, descascarada y vieja,
se ha callado
y en una esquina de la mesa,
sobre una lata de galletas,
humea el cigarro
que acabas de encender
y has olvidado.
Están solos en la noche tus recuerdos y tú,
pero los sapos croan afuera felicísimos
y un radio
(que nadie oye ya)
da la hora en el cuarto de tu tío Ricardo
y repite por enésima vez
la misma noticia
sobre los últimos combates
de las tropas cubanas
en la provincia angolana de Cabinda.
La Habana, 1978
Benigno Dou nació en Caracas, en 1955. Residió en Cuba de 1967 a 1980, donde estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad de La Habana. Ha publicado dos libros de poemas, Palabras encantadas y Frente al espejo purificador; una novela, Luna rota, y el libro de cuentos Caribe perverso.