Busco la escuela donde aprendí a leer y a escribir. Con una emoción que creo no ser fingida, salgo de casa de mi madre rumbo a la Carretera de Sagua, nombre de la avenida adornada por copeyes que nace en la estación de trenes de Santa Clara y va hacia Sagua, la ciudad de la costa norte donde nacieran el pintor Wifredo Lam, el médico Joaquín Albarrán, el académico Roberto González Echevarría, y otros muchos cubanos eminentes.
En alguna parte he leído que los aborígenes insulares fabricaban pelotas de los copeyes para jugar, que con sus hojas escribían mensajes los mambises. Carlos Manuel de Céspedes, en su refugio de la Sierra Maestra, dicen, las utilizaba como papel cuando enseñaba a leer y escribir a niños campesinos.
Están tiznados, supongo que por el humo despiadado de camiones y tractores de paso, las hojas ovadas de estos copeyes que no me atrevo a tocar, aunque ahora se ven transitar más carretones de caballos que ómnibus o coches por la avenida que ellos decoran.
A la armonía de la lentitud de la tarde parecen unirse los pasos de caballos fatigados y de transeúntes que miran hacia una lejanía que no sé dónde situar. De tanta nieve y nubarrones soportados durante mis años de exilio prefiero caminar ahora bajo el sol. Bebo constantemente agua congelada como si fuera a mitigar así, por el rocío artificial de la botella, el sudor pegajoso tan diferente al que me agobia en el Mediterráneo.
Muchas veces en Europa, al despertarme aturdido de una siesta estival, me he tocado el cuerpo para comprobar, por la manera en que siente mi piel el calor, que no estoy en Cuba. Que el sueño ha sido un sueño, y que ya estoy del otro lado de ese calor mojado que hasta te hace saltar lágrimas si cierras los párpados mirando a la luz.
En medio del sopor del mediodía, en el portal de la escuela, está sentado en un taburete un hombre que supongo es el guardián. La puerta permanece abierta de par en par a pesar de que es la época de las vacaciones escolares de verano. La construcción de la escuela es austera, pero de cierta elegancia: un tejado con un tejaroz en picada a manera de ancho portal sostenido por dos vigas metálicas en lugar de columnas. Otro señor más viejo y mulato, sin camisa y con un musculoso cuerpo sudado, se asoma a la puerta al escucharme preguntarle algo al guardián que a manera de respuesta dice en alta voz lo que ha pensado al verme:
—Usted viene de afuera, ¿no?
Le explico por qué estoy allí. No creo que me escuche porque examina, supongo, mi ropa, o alguna palabra mal acentuada. Quizás algún gesto de esos que al parecer me traicionan desde que he regresado. Le pido entrar y hacer algunas fotos. Un perro echado a sus pies lanza varios ladridos y huele mis sandalias, antes de mover el rabo, atenuando con ese gesto mi inquietud.
El deterioro de las paredes es evidente pero lo atribuyo más bien al paso del tiempo que al descuido, como si desde mi ausencia todo se hubiera caído a pedazos en vez de quedarse intacto. Huele a polvo y a muebles agrietados. La música de herraduras sobre el asfalto manchado de kerosene se diluye más allá de la puerta, a medida que me adentro en la escuela. Recorro las aulas. Camino entre pupitres. Más bien, el lugar de los supuestos pupitres donde me sentaba, y que ahora han sido remplazados por mesas y sillas.
Es curioso, me digo, que vayan apareciendo ante mí, por contraste, las imágenes de las escuelas de mis hijos Ariane y Joaquim en París, y no la de mi tía Mercedes que supongo ahí, en el centro del patio de recreo, con el vestido de flores y la merienda en sus manos transparentes. Su peinado impecable y aquella sonrisa amplia como la tapia que divide en dos la luz y el azul del cielo. Mercedes, mi madre de adopción cuando mis padres fueron encarcelados. Muerta de una lenta diabetes en el verano de 1993, mi tía. Su muerte fue la despedida de la Isla, el adiós que esperaba para irme a recorrer el mundo sin remordimientos.
Al salir hacia el portal, de regreso del patio vacío, me paro a tratar de conversar con el guardián. Es entonces cuando me percato de que el otro, brilloso de sudor desnudo, y que no ha pronunciado palabra alguna, me ha seguido de sombra por la escuela, y ahora se recuesta con desgano al marco de la puerta, justo detrás del taburete del guardián y junto al perro.
Trato de entablar un diálogo con el guardián tal vez porque no sé de qué manera despedirme. Él me pregunta por Francia y yo, como si no lo escuchara, trato de comentarle mi conmoción al recordar mis años infantiles en ese lugar, y la esperanza de mostrar la escuela un día a mis hijos.
Se vuelve un instante hacia su silencioso compañero de guardia. Ambos sonríen mirando otra vez a ese lugar para mí desconocido adonde se van las miradas de decenas de personas que veo deambular, o con quienes deseo conversar desde que llegué a Cuba.
El guardián acaricia al perro que no deja de mover el rabo como si fuera su manera de sonreír también, o de mirar hacia el mismo sitio que sus amos.
En un pasaje de su novela La ignorancia, Milan Kundera cuenta cómo su heroína Irena, una checa exilada en París, organiza una cena con sus antiguos amigos al regresar de visita a Praga tras la caída del Muro de Berlín. Para la ocasión Irena ha traído 12 botellas de vino tinto de Burdeos. Cuando trata de hacer un brindis con sus amigos en honor al rencuentro, estos le confiesan que, como es costumbre allí, preferirían festejar con cervezas. Las 12 botellas quedan casi intactas alrededor de la mesa de invitados.
No recuerdo qué respondí sobre Francia al guardián, pero sí puedo afirmar que no hubo ninguna reacción de su parte al intentar transmitirle mi sentimentalismo por el instantáneo tiempo recobrado. Al despedirme tampoco aprecié cambios en el otro portero de torso desnudo, y solo estoy seguro de algún que otro entusiasta ladrido de adiós del perro.
De regreso a La Habana, y pocos días antes del homenaje a Virgilio Piñera en el teatro Trianónpor sus 100 años, J.A me llamó por teléfono para invitarnos a G. y a mí a una fiesta en su casa. Me aclaró que él cumplía 50 años. Me aseguró también que a la fiesta irían Antón Arrufat y otros escritores, y que era una buena ocasión para que yo los conociera. Le comenté que estábamos libres ese día y que, incluso, nos quedaba aún una botella de vino francés.
—Déjate de comer mierda haciéndote el francés, y compra con tus euros unas botellas de ron, dale, chico…
La fiesta en El Cerro fue muy agradable. Hasta hubo torta con velas encendidas y un colectivo canto de "Happy Birthday" al homenajeado. Aunque G. y yo, por ejemplo, encontramos muy grasosas las frituras de malanga, y de beber tantos mojitos nos vimos obligados a pedir un taxi para volver a nuestro apartamento alquilado.
La botella de vino de Burdeos, si no me falla la memoria, se la dejé de regalo en Santa Clara a un muchacho profesor de francés, que me vendió, a un buen precio, una caja de auténticos tabacos Cohiba.
Armando Valdés Zamora nació en La Habana, en 1964. Ha publicado la novela Las vacaciones de Hegel (2000) y los volúmenes de poesía Libertad del silencio (1996) e Imaginarias de un velero sugerido (2010). Este fragmento pertenece a su nueva novela: La siesta de los dioses (Bokeh, Leiden, 2017).
Abilio Estévez reseña esta novela.