Orestes era un niño limpio y lánguido.
Su madre cada mañana lo cogía de la mano,
le enseñaba los buques,
le besaba los labios.
Orestes era una niña de ojos serenos
y una sonrisa.
Impecable eran sus gestos,
siempre sentado al frente,
yo en el fondo.
Ese día su asiento vacío.
Un día normal en la oficina,
Los empleados mantenían silencio.
Tenían la vista fija en los mosaicos del piso,
en los bombillos del techo,
en las ventanas selladas.
Susurrando alguien me dijo:
Orestes mató a su madre.
Después de varios días de ausencia
y de no contestar el teléfono,
la compañía envió a un empleado
a su apartamento.
Vivía en una zona tranquila y residencial.
Tocó a la puerta, nadie contestó.
Insistió varias veces sin resultado,
llamó a la policía.
En la sala, en el piso,
en medio de un charco de sangre,
una forma ya sin vida.
Orestes era un crisol de limpio.
Oía Bach, era puntual.
Uno de esos empleados
a los cuales incrementan anualmente
el máximo, un gran porvenir,
un trabajo tan bien renumerado,
con tantos beneficios, así y todo,
Orestes asesinó a su madre a martillazos.
La enfermedad
había avanzado
a remotas regiones del cerebro.
No soportó los cuidados
ni el orden que su madre ostentaba.
Un orden compulsivo
que él mismo padecía.
Quizás hubo veladas acusaciones,
o pequeñas diatribas.
Quién sabe si un gesto, una expresión,
una palabra, hizo que el martillo arremetiera
una y otra vez contra el rostro
de la autora de sus días.
Herida de muerte,
su progenitora,
trató de defenderse.
La sangre escapaba de su cuerpo.
Corría arruinando la alfombra
que había costado tanto.
Orestes fue a la cocina,
abrió una de las gavetas
y encontró
un cuchillo afilado.
La sangre saturó la habitación.
Ahí estaban los dos.
No hubo resistencia.
Los asistentes ambulatorios
colocaron el cuerpo de la madre
en una bolsa verde oscuro de nylon.
Se oyó el trajín en la escalera.
A Orestes lo esposaron,
y lo sacaron del apartamento.
No duró mucho.
Terminó sus días
en una celda solitaria.
Su hermana y hermano,
sus parientes,
no quisieron saber
nada más de él.
El juez lo pronunció
incapacitado para el juicio.
Cuando murió
pesaba setenta y tres libras.
Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Volver (Betania, Madrid, 2012) y Amor fatal (Betania, Madrid, 2016).