Hizo el primer retrato creíble, feroz y detallado de los dictadores de América Latina, sacó del olvido y la penumbra el poder y la magia de las culturas indígenas y, para hacer ese trabajo, inventó una prosa certera y poética. Se llamaba Miguel Ángel Asturias (1899-1974) y por allá, por sus tierras, que también son estas, le preparan una fiesta a lo largo de todo el año 2017 para celebrar los 50 años de su Premio Nobel.
A los latinoamericanos del oficialismo les gustan mucho las fechas redondas y les molestan los días lunes, las medianoches y las fechas impares. Así es que no importa que obras como El señor Presidente o Week-end en Guatemala se hayan quedado a veces un poco fuera de la memoria y de las agendas de los ministros de Cultura o de los programas de estudios. El asunto es que ahora, con ese medio siglo en el aire, hay que traer con urgencia a la realidad la figura de uno de los autores que contribuyeron de manera decisiva a darle carácter a la literatura de la lengua española.
La burocracia comenzará, ha comenzado ya, a remendar los sitios públicos que llevan su nombre y remozarán las plazas o bibliotecas que lo recuerdan en su país, una tierra que amó tanto. Pero lo que se necesita es, al modo de ver de los especialistas, críticos y educadores, que se reediten con juicios críticos sus obras más importantes y que se convoquen jornadas para examinar la trascendencia de su trabajo y el calado real de su influencia en lo que se llamó el Boom latinoamericano.
Lo que hace falta es analizar hasta donde llegó, hasta donde llega hoy día, la fuerza de la magia que envuelve su narrativa, la poesía que desborda sus párrafos y la delicadeza que consiguió para darle espesura lírica a la realidad que contaba y para hacerle llegar el bisturí hasta el alma de los dictadores con la seguridad de que los dolores de la herida no saldrían de los verdugos, sus seguidores y sus cómplices.
Ahora que los dictadores de aquella región y los que aspiran a serlo han cambiado de signo y tienen escondidos en los escaparates los tricornios y los tibores de oro, los asuntos tratados por el guatemalteco que firmó Hombres de maíz y Mulata de tal han quedado en la lejanía relativa de la Historia. Eso sí, lo que tiene vigencia, explosividad y remisiones actuales y permanente es su prosa, su estilo, sus descubrimientos, la aventura que vivió en solitario sobre el teclado de una máquina de escribir cuando todo lo que ahora resulta natural era un misterio o podía convertirse en un terreno peligroso para el que se atreviera.
Para muchos viejos lectores de Asturias, este experto en incertidumbres, exilios y agonías es, sobre todas las cosas, un poeta empeñado en contar historias, un intelectual preparado y con talento para la novela y el teatro que siempre llega a la página en blanco con su visión de versador por delante, con todas las armas de la lucidez y la razón contenidas y controladas por la música de las cuerdas de su guitarra.
Augusto Monterroso quiere hablar de Asturias como un poeta especial cuando dice que su colega "nos deslumbra con la recreación de historias de dioses, animales y hombres que se complacían en inventar a su vez el mundo en una renovada brecha por explicarlo, por asirlo, por trascenderlo y gozarlo".
Este año, una buena manera de celebrar el premio de Asturias puede ser repasar el libro que escribió con Pablo Neruda, Comiendo en Hungría, o volver sobre los poemas de Sien de alondra o Alto es el Sur para dar con versos como éstos: "Eternidad de pétalos de rosa,/ silencio azul de álamo que aroma,/ manjar de sombra con calor de esposa,/ fruto prohibido que en el polen yerra,/ tejiendo está con alas de paloma,/ el vestido de novia de la Tierra".
Este texto apareció originalmente en El Mundo. Se reproduce con autorización del autor.