Cuando salgo, entran. Se ponen a mirar por la ventana. Antes de irme preparo las sillas. Las luces se quedan encendidas. Les dejo el espacio preparado para la vigilia. Agentes: visitan, juegan. El cuarto se torna hilo de sus enredaderas. Se mueven entre voluminosos dados, el juego, pienso, hago, pienso. Mi cuerpo está lleno de llagas. Mi padre y mi madre están muertos. Prisionera en una obra de prisioneros, mezclo los bombillos rojo y rosa, trituro los cristales, Juan el Evangelista es el jefe de los lobos luminosos. Por la tarde voy a un lugar tranquilo, rezo al Bendito Sea. Los libros no miran ni huelen las llagas. En la casa de estudio hay una fuente de agua. Magia, Religión y yo, sentadas, enfocamos con los prismáticos la pared blanca. Los Jimaguas, escurriéndose, dibujan las paredes mientras los Caldeos estudian el lenguaje de los mudos. El dibujo brinca, brinca. Extraños bagazos manipulando el mundo de las llagas. En la pared, un dibujo es percatado por los prismáticos. En la piel por las extrañas algarabías de la conciencia. Jubilosos pasos del camino perdido del excluso. Ahora los Jimaguas, ahora los Caldeos jugando ping-pong. Aceptado, pong. Rechazada, ping. Entendido, pong. Insistido, ping. Reiterada, pong. Exclusivo, ping. Excluida, ping pong. La biblioteca cierra. Regreso. La casa tiene las luces encendidas. No se han ido. El juego de la Mujer sin Sombra empieza: un día se convirtió en Ella. Quería restablecer el orden. Limpiar con llagas y sufridas manos la cocina. Doblaba las medias, las colocaba en el mueble, en la gaveta destinada a las medias. La casa era el lugar donde respiraban telas, vendas, toallas, las blancas sábanas que cubrían las llagas. Ella se convirtió en su sombra. En esos días, las obsesiones la acechaban. Preparaba el cuarto blanco. Tranquilidad solemne. Paseándose entre diálogos, inventaba reacciones a sus dos personajes, los Jimaguas. Ensayaba las respuestas sin llegar a conclusiones para así multiplicar las escenas. En el juego de las damas disputaba, en una, la Belleza, en la otra, el Rencor. Las amaba. El rechazo de las dos le hacía sentir victoriosa. Ir y venir en el tiempo sin acordarse de la purulencia. A veces, leyendo un libro en que la protagonista arriesgaba su reino por amor paraba y fumaba un cigarrillo. Se imaginaba a Ella en la tal y más cual situación. El libro la enredaba en un nuevo capítulo de aventuras. La nostalgia del recuerdo de la Amada, hacían que las lágrimas fluyeran como un río —alcohol. Las lágrimas, el fin de la aventura. Entonces dormía hasta que en la madrugada una pesadilla de vestimentas blancas sin brazos, pero con piernas, sin boca y ojos, pero con nariz, la despertaba. Tomaba una pastilla, dos, tres hasta que la tos la ahogaba. Se acordaba de las llagas. Abría el refrigerador y cogía un pedazo de pan y encontraba la tuerca del último antibiótico en el pan tieso. Anhelaba un nuevo encuentro, otro ardid para entretener el tiempo. Volviendo a releer el capítulo de la Reina y la Torre, percibió a los Jimaguas. Se acercaban con la cúpula del bautisterio florentino en las manos a darle la extremaunción. Se acercaban a su lecho de enferma. Como a Lord Darnley, la Reina de Esmeraldas acariciaba su frente. No se marchaba de su lado, sino en caso de oficios de gobierno. Imaginó la fiebre de Lord Darnley y comenzó a delirar hasta que la Reina besó sus labios y le dijo que la amaba. Miró sus ojos verdes y cerró los ojos. El grito a las tres de la mañana. La picazón, despierta. El viento entra por la ventana. Las llagas, los ojos, las llagas en los ojos. El viento mueve las lanzas. Las llagas esgrimen bisturíes. La noche me despierta. No tengo ojos. Los Jimaguas me sacaron los ojos para que no viera la cruenta lucha entre los tenedores y las llagas. Ojos Jimaguas, la mañana llega. Levantarse con las sábanas estrujadas. Prender la luz. Ver el libro que me cerró los ojos. Mirar el piso, ver los muebles en el mismo lugar. Sentir mi propia respiración, la misma de anoche. No ha cambiado. Los mismos pasos del prisionero en vela. Respiro, pero no es el mismo aire. Los ruidos, los ruidos siempre. Un animal en agonía. Oigo los quejidos pegada a la ventana. Pongo la oreja contra la almohada, me quedo sorda al tiempo. Así me quedo.
Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Volver (Betania, Madrid, 2012) y Amor fatal (Betania, Madrid, 2016).