Con gran elocuencia,
entonando himnos,
en cruzadas,
preparando las cajas con sus lamentaciones,
multitudes corren entre hordas de humo,
de olor a azufre.
Meditando,
desnudos,
al encuentro,
exaltando al abismo.
Al grito todos,
a las hachas.
Los edificios donde las operaciones
se llevan a cabo se despejan.
Las intenciones comienzan a respirar.
Vuelven pálido
el terreno.
El cuerpo voló sobre el asfalto
petrificándose,
fue a dar contra dos maniquíes.
Con el velo que hacen las oraciones,
las bandas de sagradas palabras
los han puesto a limpiar las escaleras.
A otros amarran,
el gendarme enciende la montaña mágica
a toda fuerza,
a más velocidad,
hasta que las sogas revientan
lanzando cuerpos
en tenedores de metal.
Si no los colocan en botes,
se les arroja
sin remos
Agotados en el mar, gritan,
pero nadie los oye.
Llegaron a otra ciudad,
pero nadie salió de sus casas.
Grises,
a las reses les tiemblan los labios.
En el parque los tiran,
allí los reúnen,
a comer hierba en cuatro.
A otros ordenan subirse a los árboles,
arrancar las ramas,
fabricar un pico que picotee el árbol.
A ninguno le cupo la cabeza en el hueco
de los pájaros.
Caminando repetidas veredas,
huyendo de un hombre en uniforme,
paseaba en el apartamento neoyorquino.
Al fin, allí vi los esqueletos descansando.
¿Dónde estaba yo?
En qué pedazo de manso infierno
esperaba que dijeran otra vez
te toca a ti.
Caminé hacia el tren en que iba.
Tuve que mirar sus ojos grandes,
más grandes cuando más nos acercaban.
Le pregunté mientras la desnudaba,
¿qué piensas?
Le corté el pelo yo.
Se encuentran entre los muebles abandonados
de una oficina, entre cajas con periódicos.
No hay techo y contemplan la noche entre los libros.
Miran la luna entrar en su guarida.
Las nubes componen rostros perdidos que les hablan.
Ballena de humo filtró su cabeza en esta ruina.
La niña con su maleta invisible.
La otra niña coloca la gorra en su cabeza.
Se encaraman en trenes que por ellas llegan.
Mientras más siento el peligro,
las cercas y los guardas;
mientras más trabajo picando piedras,
más quiero vivir.
Las plantas, erectas, deducen el sol,
tocan la piel, besan la piel, comen la piel.
Mientras más una muerte anónima se aproxima
y es seguro salir hacia la nada,
más firme este deseo de reivindicación.
Mientras huelo las hordas,
más inmune este anhelo.
¿Para quién escribirás
en la pequeña jaula destinada
a guardar lo que no uso?
¿Dónde firmarás si no han dejado espacio?
Te has vuelto caja,
cerilla.
Te llevo a ti color gris en el camino al tren.
Están recogiendo desperdicios,
llenando los bolsillos de celofán.
Si recuerdas la sala de tu casa dormirás mejor.
Hablamos de naranjas.
Vi tu piel desprenderse,
mi aliento corroer tus labios.
Nos sacudimos entre los hambrientos,
nos olvidamos de ellos.
El blanco espacio de tus ojos afirmaba
que era posible tanto amor.
Hordas desesperadas, pájaros,
picos deshechos.
¿Qué dices? No esperas morir y te señalan.
Tener ropa o piel era estar muerto.
¿Qué dices? Te ponen en una fila
sin decir: ahora.
Hace frío.
He cargado las piedras.
Me he escondido. No hay nadie.
Sé que la hora se acerca.
En esta ciudad los hombres parecen de sal,
Todo el tiempo es noche.
Cuenta de esta noche donde solo noctámbulos se hallan.
En cuclillas contemplas la luna.
Al borde, la ciudad cuida de mantener el orden.
Atrás quedó el ruido del tren.
Ya no me acuerdo de tu voz.
La toalla en la casa abandonada.
El papel, la ceniza de un cigarro,
las paredes se caen.
El primer hombre tiene un uniforme
y desorientado
se ausculta entre líneas y piel.
Los chirridos, los recuerdos.
Nadie indica
que un grupo ha de encontrarse.
He registrado la ciudad.
Todos en su sitio, sin moverse.
La noche escupe miedo y todos oyen.
Cada planta arrancada es el otro,
cada ultraje repercute en esta cama
donde un hombre y una mujer durmieron.
Los árboles de aquel campo en que nos dejaron
repiten en mi cuarto: memoria viva.
Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Volver (Betania, Madrid, 2012) y Amor fatal (Betania, Madrid, 2016).