No toco el teléfono.
¿Romper la ventana?
Hace frío afuera.
Tendría que ayudarlo.
¿Y si me ataca?
Voy por la luz verde,
esa que ve las pulgas caminando.
En las puntas del techo
las telarañas guardan a sus momias.
Música para esa extraña cosa
afincada a la pared del cuarto.
Parece que respirara,
acurrucada o acurrucado.
Ojos apagados,
parecen moribundos cocuyos
emitiendo señales.
Ahí tirado, inerte.
Me acercaría.
Ahora veo algo,
una cabeza con la boca bien abierta.
Dejarlo, irme, irme a dormir.
Quizás deba matarlo.
Abreviar la agonía de eso
que nombre no tiene.
Ahora soy yo la que me tambaleo.
No sé para dónde coger.
Afuera eso,
y yo, aquí, dentro.
Las raíces, las ramas,
los palos, la madera, los clavos,
los dragones, las tuercas,
los árboles secos,
un círculo,
la luna alumbra.
Ya puedo caminar entre las piedras,
puedo hasta quitarme los zapatos,
sentir el ardor de esta tierra sucia,
áspera, dispuesta a herirme.
La noche se apresura.
Aún ahí
la boca abierta del tamaño de la noche.
Y sí, lo beso,
y sí, me aprieto contra eso,
respiro por él,
me fundo con la cosa,
con la nada,
con un cuerpo diferente
que puede ser un animal
y no lo es,
un cuerpo celestial
atrapado en la ventana.
Tengo que raspar la tierra
que es dura en invierno,
levantar a las piedras,
hacer una cama con hojas heladas,
tender eso que tiene otro contorno.
Devuelvo la mueca
al palacio de las miniaturas,
las piedrecitas la acogerán.
Se abre la puerta,
no la empujo.
Soy ahora la mesa de coral
entrelazada a los vidrios y a las latas.
Una casa de espejos.
Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Dos mujeres (Betania y Centro Cultural Cubano de Nueva York, Madrid, 2011) y Volver (Betania, Madrid, 2012).