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Narrativa

The Cuban Dream

'Ni dándole candela la hija iba a soltar el único hombre que había conseguido en casi diez años. Solo que en su casa no viviría ningún oriental; si quería estar con su hija tenía que buscar casa. Era la guerra, pensó Juan Remigio.'

La Habana

Piensa Benigno, el guantanamero, encaramado encima de una mata de naranjas agrias, que su suerte pudo ser otra, mientras mira a la mujer que se desnuda dentro del baño de una casa. De algún otro apartamento le llega el juego de pelota transmitido a través de la televisión nacional, entre los equipos de Industriales y Santiago de Cuba; supone que los Industriales han anotado ya alguna carrera, porque en las casas la gente grita Industriales campeón. La mujer ensaya ante el espejo todas las formas de endurecer las nalgas, levantar sus senos enormes, colgantes y meter el vientre, para al final desinflarse con un suspiro. Benigno le calcula cuatro décadas rancias de ganas acumuladas, de fantasías sin realizar, loca por atender a un hombre, hacerlo feliz. Y ese hombre pudiera ser él, que lleva tres años en La Habana durmiendo en un cuartito de solar con baño colectivo, haciendo cola de vez en cuando en un comedor comunitario para rogarle a los dependientes que lo dejen comer entre los viejos apestosos y desahuciados. Si hubiera tenido al menos una muda de ropa decente con qué presentarse en la casa de una mujer habanera, y cuatro pesos en el bolsillo para invitarla a salir, hacerle un regalo y ayudarla con los gastos de la casa, piensa, viendo a la mujer cerrar los ojos y pasarse los dedos enjabonados entre las piernas.

Soñaba comprarse un bicitaxi, una de las mejores inversiones que se podía hacer en La Habana; de veinticinco pesos para arriba cada cliente nacional, y si un día la suerte le pone delante un extranjero perdido en La Habana Vieja, ahí está él para servirlo. Así habían levantado cabeza muchos orientales en La Habana. Se imagina en el bicitaxi pedaleando calle Reina arriba, calle Reina abajo, viendo la acera llena de mujeres cargadas con jabas pesadas de comida que tendrán que cocinar para ellas solas. Tantas mujeres solas en La Habana, sin dinero para pagar un bicitaxi que las lleve a las puertas de sus casas con sus jabas. Hasta el día en que él se detenía frente a una de ellas con un chirrido de gomas y una sonrisa: la llevo. Era el momento en que su vida podía empezar a cambiar. Ese pensamiento le hacía feliz mientras vendía pilas de agua, chancletas de baño y aromatizante, en un portal frente a la Plaza de Cuatro Caminos. Y palo de jala-jala. Porque la mayoría de sus clientes eran mujeres; cada vez que se le acercaba una, le decía tengo palo de jala-jala, con voz cómplice. Siempre cabía la posibilidad de que esa mujer estuviera sola y desperada por conseguir un hombre.

Fue mientras le ofrecía jala-jala a una señora que se le ocurrió comprarse un frasco de perfume y echarle un pedacito del palo: si funcionaba para mujeres hambrientas de hombre, funcionaría para un guantanamero hambriento de hembra habanera con casa. La señora estaba felizmente casada hacía más de treinta años y tenía dos nietos; solo necesitaba un poco de aromatizante para el baño. Estaba cobrándole cuando alguien gritó policía. Levantó la cabeza y vio acercarse el uniforme. Un segundo le bastó para imaginarse esposado, metido dentro del vagón oscuro de un tren que lo descargaría en Guantánamo. Vio la última escena mientras volaba por encima de un mendigo sin piernas y pasaba entre carros y guaguas, sin respirar. Después tuvo tiempo de pensar en toda la mercancía que dejó, que no pudo vender lo suficiente ni para cubrir la inversión, que encima de todo se le quedaron los palos de jala-jala. Terminó un poco más jodido que al principio, un poco más lejos del bicitaxi y de la hembra habanera con casa. Mira a la mujer secarse y mojar los dedos en perfume de un frasco para untarse el cuerpo. Para dormir sola, piensa. Sola como él, que apenas ella salga del baño, se irá a su cuarto de solar. Venir casi todas las noches a espiar a esta mujer mientras se baña, es prácticamente su única salida nocturna.

La mujer inclina el cuerpo para meter una pierna en el blúmer y se apoya en la pared para meter la otra. Así, con una pierna en el aire, la barriga llena de pliegues y los senos colgando, levanta la vista de frente a la ventana y por primera vez en quince días ve a Benigno, el guantanamero, y mete un grito. El grito debió perderse en la bulla de los habaneros, que estaban ganando, pero Santiago de Cuba había empatado el juego, tenía hombres en primera y tercera base con un solo out, y la capital estaba silenciada.

El tema musical con que termina la telenovela le anuncia a Juan Remigio, el bayamés, que es la hora de despedirse. Zenaida tiene que decirle a su madre, mami Juan Remigio se va, para que la señora diga un buenas noches mezquino, sin despegar los ojos de la pantalla ni las nalgas de la butaca. Entonces Zenaida lo acompaña hasta la puerta, a darle un beso y acariciarle el brazo. Tratan de no mirarse a los ojos para no pensar que llevan más de seis meses así. La madre se había puesto contenta cuando supo que la hija había conseguido novio. A la madre le gustaba la palabra novio aunque la hija tuviera cuarenta y seis años. Hasta que supo que el novio era de Bayamo. Sabía que las personas de las otras provincias eran muy amables y serviciales. Mientras estaban en quedarse en sus provincias. Pero ya que su hija se había enamorado de un bayamés, no iba a oponerse. No habría podido oponerse. Ni dándole candela la hija iba a soltar el único hombre que había conseguido en casi diez años. Solo que en su casa no viviría ningún oriental; si quería estar con su hija tenía que buscar casa. Era la guerra, pensó Juan Remigio. Siempre había sido así, los orientales habían comenzado la revolución y la habían llevado a Occidente, hasta la capital. Primero Maceo con Máximo Gómez, cuando la Guerra de Independencia; después Camilo y el Che Guevara habían invadido Occidente dirigiendo a los orientales. El líder del país es de Oriente. Los habaneros siempre habían sido demasiado flojos; siempre habían tenido un poco más que perder que los otros; siempre habían estado un poco menos jodidos por el fatalismo geográfico.

Juan Remigio llegaba a la casa de Zenaida a la misma hora cada noche y se sentaba en la butaca disciplinadamente hasta el momento de irse. A veces, la hora en que llegaba era la que ellas habían elegido para sentarse a comer. La madre de Zenaida lo invitaba a la mesa, con una sonrisa cordial. Y una mirada asesina. Le respondía con una sonrisa igual de cordial y una pregunta: están buenas las costillas. O el pescado, o la carne de puerco. Cualquier cosa que Zenaida había comprado con el dinero de él. La señora sonreía y buscaba qué hacer con las manos antes de pedirle que se sentara a la mesa con ellas. Era todo lo que él necesitaba para decir no, gracias, y sentirse satisfecho, como si de veras ya hubiese comido en la unidad.

Ahora le decía a Zenaida que se le acababa el tiempo: era el último vagón de su último tren; si lo dejaba ir, iban a pasarle otros diez años por arriba, y todo lo que lograría en ese tiempo era ponerse más vieja, más gorda, y más fofa. Pero como se lo decía con los ojos y ella estaba entretenida comiéndose el pellejo de una uña, no se enteraba. Cuando por fin ella lo miraba con una sonrisa tierna, solo era capaz de decirle hasta mañana. Cuídate.

Después solo le queda caminar por la acera con las manos en los bolsillos. En la esquina se detiene y suspira: otra noche calurosa en la capital. La gente tiene las ventanas abiertas, pero a nadie le preocupa lo que ocurre en la calle; están todos pendientes del juego de pelota en la televisión, el primero del play off final. Retrocede unos pasos hasta llegar a la ventana abierta del cuarto oscuro de Zenaida y mira a un lado y a otro antes de entrar como un ladrón. Como cada noche.

Ahora puede quitarse el zambrán con la pistola, desvestirse con calma, colocar su uniforme sobre una silla, con cuidado, y acostarse en camiseta y calzoncillos a esperar por Zenaida, con las manos tras la nuca y la vista en el techo. Incluso su suegra cambió el televisor de canal para ver el juego de pelota, y desde la sala le llega la conga de los habaneros que seguro están ganando. La peor parte de que ganen los habaneros es tener que escuchar su conga que suena fatal. No le interesa quién está ganando. No tiene equipo de pelota en la serie desde los cuartos de final; los granmenses nunca llegan a la final del campeonato. En Bayamo, desde niño, se acostumbró a ver ganar a los Industriales. En los siete años que llevaba en La Habana, los había visto ganar tres veces. Lo único bueno de vivir en una unidad de policía era que allí nadie iba a celebrar un solo triunfo de los habaneros, no importaba de qué provincia vinieran. El problema era que nadie había venido a La Habana para vivir en una unidad de policía. Nadie tenía tampoco la intención de regresar a su provincia.

Había un tipo que llevaba trece años viviendo en la unidad. El campeón de Mayarí le decían porque nadie le había roto el récord. Juan Remigio lo miraba con mezcla de lástima y burla, como todo el mundo. Cada año que pasaba el tipo imponía un nuevo récord y lo anunciaba incluso, se tomaba una botella de ron si no estaba de servicio y se lanzaba a hablar con nostalgia de su natal Mayarí. Y lo que parecía imposible, que alguien viviera trece años en una unidad de policía en La Habana, no era solo posible, era real; peor aún, soportable. El campeón de Mayarí se había acostumbrado y tal vez pensaba retirarse allí. A veces Juan Remigio lo descubría mirándolo en la forma que se mira un viejo retrato de la juventud, y uno recorre mentalmente el camino que lo ha traído a lo que es hoy; se imagina haciendo las cosas de una manera diferente, retrocede hasta aquellas decisiones que fueron cruciales y las cambia, imagina todas las variantes posibles, hasta convencerse de que todas lo habrían llevado al mismo punto. Solo a él miraba de esa forma Mayarí, y a Juan Remigio se le helaba la sangre. Acostado, con la vista en el techo y las manos tras la nunca, lejos de la unidad y de la vista de Mayarí, el solo hecho de pensar en aquel tipo hacía que se le helara la sangre. Fue entonces que le llegó del baño el grito de Zenaida y saltó de la cama. Solo atinó a coger la pistola y la chapa, y salir corriendo del cuarto. Tropezó con la suegra; una parte de su mente registró lo que ella le iba a preguntar y las respuestas que no podría darle. Zenaida estaba parada en blúmer en la puerta del baño, señalando la ventana, sin habla, y Juan Remigio saltó hacia fuera descalzo, en calzoncillos y camiseta, con su chapa de policía y la pistola.

Un par de vecinos habían salido de sus casas y buscaban en los patios y los pasillos. Vieron a uno brincando un muro y lo agarraron una cuadra antes de la calzada. Los había hecho correr y más que tenerlo agarrado para que no se escapara, estaban apoyados en él. Sabían que detrás venía el novio policía de la vecina Zenaida, él se haría cargo. Habían cumplido con su deber ciudadano y solo querían regresar a casa a terminar de ver el juego de pelota. Santiago estaba ganando ya por dos carreras y quedaban dos innings. Industriales tenía que hacer algo, no podían dejarse ganar por los palestinos en su propio estadio. Juan Remigio venía cojeando a cuadra y media, con algo enterrado en la planta de un pie.

Seguramente la suerte de Benigno pudo haber sido otra de haberse quedado callado durante los segundos que separaban a Juan Remigio de hacerse cargo de la situación. Solo tuvo tiempo de abrir la boca para jurar que no estaba haciendo nada malo, que necesitaba un par de naranjas agrias, con el típico acento de los orientales. Un palestino, dijo uno de los vecinos. Juan Remigio llegó a tiempo para detener un aguacero de golpes, sin saber en realidad a quién estaba protegiendo de quién: uno de los vecinos estaba doblado en la acera y el otro tenía la nariz rota. Precisamente esto le habría costado caro a Benigno si Juan Remigio hubiese sido un policía habanero de guardia en pleno play off de la serie nacional de pelota, con su equipo perdiendo por dos carreras ante los santiagueros y solo dos innings para el final.

Juan Remigio no llevaba las esposas, ni el walkie talkie para llamar una patrulla. Tendría que caminar con el individuo hasta la estación de policía más cercana y explicar lo sucedido. Le advierto que no haga nada raro, ciudadano.

Benigno tenía pocas esperanzas de cambiar las cosas. Demasiadas veces había tenido la visión del tren que lo llevaba a Guantánamo, y era tan real que llegaba a sentir el calor del vagón, los brincos, los chirridos de las ruedas de metal sobre los rieles. Pero de todas formas no pudo resistir la tentación. Oficial, usted viene de la tierra igual que yo, usted sabe que aquí somos parias y nos quieren eliminar como a una plaga, esa es la realidad, yo solo estaba intentando coger unas naranjas agrias, a esa hora la gente está viendo la pelota y no se le puede tocar la puerta a nadie para pedir unas naranjas agrias; yo no puedo regresar a la tierra, oficial, y usted tampoco; la única forma que tenemos de sobrevivir aquí es ayudarnos, porque de todas formas ya ellos nos metieron en el mismo saco; no les importa si usted es de Bayamo y yo de Guantánamo, somos de la tierra; al final todos nosotros venimos de la tierra.

Se oyó la conga santiaguera cuando habían caminado casi cinco cuadras. Los santiagueros le habían ganado a los habaneros en su propio estadio, el Latino. No se pusieron de acuerdo, pero se detuvieron a escuchar la conga. Eso era lo mejor de que ganaran los santiagueros, escuchar la conga santiaguera. Juan Remigio miró al guantanamero con tristeza; ojalá sea de verdad un delincuente, porque de todas formas lo tengo que entregar, pensó. Y se encontró deseando que fuese un tipo con graves antecedentes penales, buscado por la ley hacía tiempo. Era un tipo grande, además; le sacaba un buen par de pulgadas. Y él lo había agarrado completamente solo, sin estar de uniforme ni tener las esposas ni el walkie talkie. Entonces iba a recibir una condecoración en la unidad, tal vez hasta un ascenso. Y cómo lo iba a mirar la madre de Zenaida ahora. Sintió una última gota de lástima por el guantanamero antes de decirle camina, cuando dejaba de sonar la conga.

Por años Zenaida vivió una vida de mujer acechada, mirando por encima del hombro, convencida de ser vigilada a toda hora por un hombre. Lo peor eran las noches, la hora en que se sentía más vulnerable y dormía entre sobresaltos; los ojos se le iban hacia la ventana abierta por donde en cualquier momento podía entrar un hombre. Pero el calor le impedía cerrar. Demasiado calor. No valía la pena contarle a su madre, que iba como mínimo a burlarse de ella, a decirle que estaba loca. Soportaba aquel acecho en silencio, resignada a lo inevitable, segura de que en cualquier momento aquel hombre iba a salirle al paso. Llevaba años preparándose para aquel momento, mientras escogía su ropa interior, y se perfumaba, se acicalaba ante el espejo del baño. Hasta el día en que se descubrió las arrugas nuevas en el cuello, el vientre péndulo, más colgantes los senos. En un segundo vio los años transcurridos; se dio cuenta de que el acechador nunca le iba a salir al paso. De que tal vez nunca hubo un acechador. Fue el día en que decidió recurrir a medidas desesperadas, y una que no cree en esas cosas, que ha crecido con una concepción materialista del mundo, que es incluso militante del Partido Comunista, termina recorriendo La Habana en busca de palo jala-jala. Pero entonces no hay jala-jala, señora; increíblemente ningún yerbero tiene jala-jala. Alguien le dice que entre los merolicos que venden cosas afuera de la plaza de Cuatro Caminos hay alguien que tiene palo de jala-jala. Un mulato grande, le dicen. Pero una tiene la suerte tan jodida que justo cuando le señalan al hombre lo ve correr despavorido por encima de un mendigo sin piernas. Si hubiera llegado antes, solo un poquito antes, piensa, mientras ve al policía recoger la mercancía que se había quedado en el suelo; un pedazo de flaco infeliz, chupado de nalgas, metido en un uniforme de policía, piensa. Entonces se convence de que no se puede cambiar la vida que a una le toca. Pero tal vez podría decirle al policía que la deje coger un pedacito del palo jala-jala, aunque al final no sirva para atraer hombres y solo sea otra de las tantas mentiras que necesitamos creer. Aunque la mire el policía de arriba abajo pensando que es estúpida y solo al cabo de un rato le de todos los palos de jala-jala, y ella finalmente se vaya, sin ninguna esperanza. Va a cruzar la calle de regreso a su vidita miserable cuando la llama el policía. Me permite acompañarla.

Un negrito con aspecto de prematuro también es un hombre, o lo más parecido a un hombre que ha podido encontrar, piensa Zenaida en el baño, mientras se unta su perfume con palo de jala-jala, porque ya lo tiene en definitiva, aunque no sea gracias al palo que ha conseguido un hombre. Trata de vestirse rápido para que Juan Remigio no se quede dormido, como otras veces, y ya está poniéndose el blúmer cuando levanta la vista hacia la ventana, con una mirada casi triste, y descubre al hombre acechándola, encaramado encima de una mata.

Seguramente Benigno trató de resistir la tentación. Seguramente le deseó a Juan Remigio un par de pulgadas más de estatura, al menos un par de pulgadas más. Debe incluso haberlo mirado con lástima en el último momento. Y una historia a la que le tocaba un final triste, si Juan Remigio se hubiera acercado al menos a los cinco pies de estatura, tendrá realmente un final trágico.

Juan Remigio corría más rápido que él y podía aplicarle una llave de judo, propinarle una patada en los testículos. Pero primero necesitaba respirar y recuperarse del golpe en las costillas. Después tendría tiempo de pensar en reportar el arma robada, explicar por qué estaba en la calle armado, sin uniforme ni walkie talkie. Y cómo lo iba a mirar la madre de Zenaida ahora. Y Zenaida. Pero primero necesitaba respirar. Quizás tenía una costilla rota.

Benigno sabe que su vida ahora consiste en correr. Un individuo con un arma es un individuo peligroso y él ahora tiene en la mano un arma que ni sabe disparar. Y no tiene ni tiempo de sentarse a llorar un poco, de preguntarse cómo pudo llegar aquí, porque es solo cuestión de tiempo que lo cojan, que lo esposen y lo monten en un vagón de tren para mandarlo a una cárcel allá, en la tierra.


Yusimí Rodríguez López nació en La Habana, en 1976. Este cuento pertenece a su libro The Cuban Dream (Oriente, Santiago de Cuba, 2014).

Otros cuentos suyos: Gloria, El muro y La mujer del héroe.

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