Cuando llegó el telegrama, estaba fuera de La Habana, haciendo el trabajo productivo para pasar de año en el Pre. No pude hacer mi maleta (singular, pues era una) ni escoger lo que llevaría. Mi hermana arrojó lo que pudo para hacer mi equipaje (máximo: 44 libras). Hoy, décadas después, siento que se me quedaron tres objetos que de algún modo iluminaban mi infancia. El primero: un disco de 45 revoluciones con una grabación mía a los cuatro o cinco años recitando algún poema infantil, ya no sé cuál, en una fiesta escolar… El segundo: una pluma de fuente que me había regalado Noelia, mi maestra de sexto grado, por ganar el concurso de español por la provincia de La Habana. La pluma era gris o tal vez plateada y ella la había hecho grabar, pero no recuerdo qué; quizás la fecha o el nombre del concurso. Para mí, era mucho más que un útil: mi primera pluma de fuente validaba de algún modo mi apego a las letras. Después de terminar el concurso nacional de español, 1963 creo, la maestra me invitó a un viaje a Isla de Pinos. Había quedado en segundo lugar por una décima de punto y la palabra que me hizo cancanear fue "cosmos", la cual escribí sin la necesaria "s" al final. El primer lugar lo ganó un muchacho matancero; era la época de los cosmonautas y de Yuri Gagarin … El tercero: un esbozo a lápiz que alguien hizo de mí en el surgidero de Batabanó, antes de subir al barco. No me agradó entonces. Me parecía una caricatura —rostro fino y alargado, labios gruesos, pelo ondeado, mirada seria y lacónica— pero hoy lo veo distinto. Era lo que yo proyectaba a mis trece años, después de la crisis de Octubre: suspensión de la salida del país, reclusión en casa y sin escuela por dos años, ataque de nervios de mi madre, hospital, electrochoques y palabras inconexas.
Todo lo que añoro es sentimental. Pero no es la pérdida del objeto, sino lo que pudo representar: un desarrollo "normal", sin rupturas ni carencias. No se trata de pedir, o perder, un camino tranquilo y sosegado. Se trata de destellos que definen una etapa, que corroboraran que existí de aquella manera en aquel momento. La voz que recita, la pluma que premia la palabra, el retrato que proyecta fuerza de voluntad. Ellos constatarían que alguna vez estuve viva de otro modo: ni mejor ni peor, mas diferente.
De la transculturación rescato unas pocas circunstancias. Acabada de llegar, paseaba por Miami con mi mejor amiga, y conducía su padre un Rambler viejo y blanco por toda la Calle Ocho (nuestra Quinta Avenida entonces) cuando se me ocurrió abrir un chicle y tirar el papelito por la ventanilla. Aquello me ganó una explicación sobre las multas que incurriría si me veían hacer lo que había hecho. Ahora me resulta curioso que no hubiera una conciencia de limpieza del medio ambiente. Era solo estar al tanto de los peligros que acarreaba aquel acto de delinquir, por llamarlo de alguna manera.
En esos paseos continuaba, sin embargo, la costumbre de burlarse del que paraba en los STOP, aun cuando no venía nadie. Entre nosotros ese respeto a la ley delataba una condición de "guanajo", o mejor, de "comemierda". ¿Por qué parar sin necesidad? Era nuestra forma de pensar en aquel tiempo. Yo entonces manejaba un Chevrolet Impala del 62, un enorme catafalco y el único carro de toda la familia que mi padre me dejaba para que fuera hasta el Miami Sr. High, lejos de mi casa y al que asistía de forma clandestina porque no me pertenecía por el vecindario. Años después, lo seguía manejando, aunque los indicadores ya no funcionaban y tenía que hacer las señales con el brazo. Y cuando también dejaron de funcionar los limpiaparabrisas, empecé a sacar el brazo (soy zurda) y limpiaba los cristales con la mano mientras manejaba. Recuerdo que el anuncio de McDonald’s, justo antes de llegar al Miami Dade, al norte de la ciudad y entonces casi en un descampado, indicaba la cifra de cinco millones de hamburguesas vendidas hasta aquel momento…
El inconsciente de las modas explica por qué nos aferramos o distanciamos de ciertos colores o estilos. En mi caso lo tengo bien claro: nada de los años 50, lo que aquí se denomina midcentury style. Esos muebles me recuerdan los de mi casa en Cuba o los que pudimos agenciarnos de segunda o tercera mano cuando llegamos a Miami. Quizás porque identifican etapas pasadas, pero no sobrepasadas, o me recuerdan penurias que dictaban estilo, hay en mí un rechazo visceral a todos ellos. Van más allá de su forma; se multiplican y proyectan otras mesitas con doble tapa o lámparas de pie con focos a diferentes alturas.
Otra cosa es disfrutar y admirar el despliegue de estilos que existían en Miami de antaño, cuando yo vivía allí o aun después, cuando iba de visita. La casa de mi padre, decorada por su esposa en plena Sagüesera, tenía una sala de muebles estilo español rollizo tapizados en terciopelo rojo (color vino se llamaba) y con cortinajes dignos de un salón del Versailles. En ese sofá yo veía reclinada a una lánguida Paulina Bonaparte de Carpentier y lo designaba caribeño imperial. El juego de muebles que tenían en el Florida Room era también macizo, pero tanto el sofá como las butacas tenían tela estampada y estaban recubiertos en plástico para aguantar el trajín diario. Aquello para mí era exilio tardío, ya que en el primigenio no había ni para recubrir los muebles.
Esa primera época de conglomerados variopintos y con su propia estética utilitaria era la del estilo early refugee y en él convivían lo mismo donaciones de parientes o iglesias que tarecos rescatados de la basura o del contén de la calle para comenzar una nueva vida. Algunas casas de familiares exhibían un estilo más imaginativo y trabajado: mesitas de patas juguetonas y sillones de aires frívolos y precaria estabilidad. Aquello era retozón, pero sin vivacidad, una especie de rococó tropical cuya imagen sería una bandada de grullas queriendo alzar el vuelo. Con el paso del tiempo, estos estilos se fueron diluyendo y solo destacaba el fantasía Las Vegas que exhibían las mueblerías cubanas de la época, y en la que predominaban los plateados y dorados histriónicos. Recuerdo una que quedaba en el camino a la escuela, en la esquina de la 27 y la Ocho, pero no recuerdo su nombre.
Gramática reprimida: fenómeno que recurre en diversas circunstancias. La primera vez que me impactó fue con una familia de balseros que había llegado hasta California y fueron entrevistados para que contaran su historia con la ayuda de una traductora. Después de terminar la charla se me acercaron algunos estudiantes para comentarme su extrañeza ante la forma tan meándrica que tenían los balseros de relatar su fuga de la Isla: no nombraban a nadie ni criticaban nada abiertamente. Comprendí entonces que todos los impersonales y reflexivos de los balseros era lo que les resultaba raro a estos jóvenes californianos. Pero ese uso constante del indirecto es la expresión de los que se han acostumbrado a nombrar las cosas sin decir su nombre. La he oído repetida, dentro y fuera de la Isla, por aquellos que no quieren, o no pueden, agarrar al toro por los cuernos. Son expertos en discutir un tema o un problema sin utilizar nunca ningún sujeto definido a quien achacar la responsabilidad por su persecución o silenciamiento. Esa ausencia del pronombre personal definido y su difuminación en uno indeterminado o colectivo es la modalidad preferida de un sujeto sometido él también a esa norma invisible y penetrante que llamamos censura. En ella, ese pronombre personal que se escabulle o desaparece señala precisamente las siglas del sujeto avasallado. Es tal vez la respuesta adecuada al uso de un ente abstracto —La Revolución— para justificar atropellos por más de medio siglo. Mi definición, siempre al pie de la letra, sería: nuestra censura comienza como una cuestión de preposiciones y termina en un carnaval de palabras…
Nivia Montenegro nació en 1950 en Cojímar. Enseña en Pomona College, California. Es autora y colaboradora en ediciones críticas de autores cubanos como Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante. Su poemario, Mi música en otra parte, apareció en 2001. Estos textos pertenecen a un libro en preparación: Memorias mínimas.