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Narrativa

Gloria

'En el primer asalto se habían dedicado a estudiarse, y habrían llegado a la universidad si a mitad del primer minuto del segundo round, el público no hubiese empezado a chiflar.'

La Habana

Era un bar o una cafetería, sin mesas ni paredes que mantuvieran en privado el ridículo de algunos borrachos; desde la calle se veía a los tipos beber sentados a la barra, mientras miraban algo en el televisor. Los únicos dos que giraron las cabezas en su dirección, cuando se detuvo en la entrada, volvieron la cabeza a la pantalla como si en la puerta se hubiera detenido un perro, o nadie. Había un asiento libre junto a un mulato de cráneo brilloso y una pelusa gris sobre las orejas y el cogote, la cara llena de cañones blancos, pero las manchas de sudor que le vio en los sobacos lo hicieron reconsiderar la idea de sentársele al lado. El hombre lo miró y sonrió, como si fuera un personaje importante dentro del bar y estuviera dándole la bienvenida. Algo así. El hecho es que se sintió casi obligado a ocupar el asiento. Qué miran, preguntó señalando el televisor con la cara. En pantalla estaban los especialistas en deportes sin haber practicado ninguno; la bulla de un par de borrachos lo libraba de oír, pero sabía que estaban disertando, y que, con un poco de suerte, se podría ver algún deporte cuando terminaran de hablar, si la disertación no lo noqueaba a uno antes. Tampoco es que pensara sentarse entre borrachos apestosos a ver ningún deporte; solo había entrado no sabía a qué exactamente, y pensaba marcharse enseguida, así es que la pregunta era inútil, pero el mulato era uno de esos tipos que disfrutan dar información, incluso la que nadie solicitaba. Va a comenzar el boxeo, tenemos a tres en la final, pero Rómulo es el hombre, el único al que le tengo confianza. Estaba seguro de que era al día siguiente, a las nueve de la mañana. Esa es la hora allá, dijo el mulato. Nunca sabía de qué hora hablaban cuando anunciaban una transmisión en vivo. Llevaba días imaginándose frente al televisor de su casa, con los pies descalzos encima de un par de cojines, la cervecita que había escondido de su padre en una gaveta del refrigerador. Lo que la realidad le deparaba era este bar sucio, la charla de un desconocido viejo y apestoso, y las voces de los narradores deportivos narrando su versión de cada pelea, como si uno fuera ciego o anormal. Aquí también había cerveza de lata, importada y nacional, refrescos, ron. Podía escoger y escogió un vaso de refresco instantáneo que costaba solo un peso de los de mentiritas, de color amarillo fosforescente; lo probó y le entristeció recordar la cervecita fría que lo esperaba en casa y le había costado un peso, de los de verdad. Cuando se anunció la pelea de Rómulo, incluso antes de que escalara el ring, fue como si el resto del cartel hubiese sido un aperitivo. El público que veía el torneo en vivo rugió. Viste, dijo el mulato calvo, allá también es un ídolo, lo deben conocer hasta en Alaska. El tipo había estado hablando de los boxeadores de su época: Stevenson, Correa, Milián, Solano. La gente piensa que Stevenson subía al ring a meterte una patada de mulo y acabar en cuestión de segundos, pero el tipo tenía técnica de verdad. Miras a Rómulo y ves a Stevenson, pero con 91 kilos. Se descubrió extrañando a los narradores deportivos, que al menos no podían escupirte al hablar, a través de la pantalla. Protegió su vaso de refresco infame con una mano, con disimulo, pero no podía evitar sonreír mientras escuchaba al tipo en silencio, y asentir de vez en cuando. Le recordaba a su padre. Era más joven o lo parecía, con la piel más clara y más carne alrededor de los huesos, hablaba más, y bebía sin freno. Era su padre diez años antes; casi todos los hombres le recordaban a su padre, incluso los que eran todo aquello que su padre nunca había sido. El hombre se interrumpió de golpe y lo miró con los ojos entrecerrados. Se sintió descubierto; lo esperaba desde que se detuvo en la puerta del bar, incluso antes. Había imaginado la escena muchísimas veces. Ahora, estaba ocurriendo y las manos le sudaban, el corazón le golpeaba el pecho como un martillo. Eres deportista, verdad. Sí, y sintió el corazón en la garganta. Qué deporte. Boxeo. Al hombre le brillaron los ojos con entusiasmo. No lo digas, un metro con 83 u 85 centímetros, y 91 kilogramos de peso. Sí, sonrió nervioso. Pero no tuvo tiempo de decir nada más. El hombre dejó de prestarle atención y miró al televisor con el cuerpo casi doblado sobre la barra. Acababan de anunciar la pelea. El plato fuerte escaló el ring: un pedazo enorme de carne oscura y fibrosa. Levantó un puño para saludar al público y luego se inclinó un poco para saludar al árbitro. Cuando llegó el momento de saludar a su rival, intercambió con él una banderita cubana y una sonrisa, como si en menos de un segundo no fuera a intentar golpearlo con todo para sacarlo de combate. En el bar, todos se concentraron en la pelea como si tuvieran sus vidas en juego, incluso el bartender se volvió a la pantalla. El rival de Rómulo era un púgil joven, pero era el campeón europeo de ese año; había liquidado a tres de sus contrincantes en el mundial por la vía rápida. Pero no es rival para Rómulo, dijo el mulato, y los ojos le brillaban con orgullo casi paterno. El primer asalto fue bastante parejo, hasta el segundo minuto, cuando Rómulo estremeció al europeo de un derechazo, y alguien dijo que estaba liquidado. Aún no, dijo el mulato calvo, esos europeos son asimiladores, debe aguantar por lo menos hasta el segundo asalto. Ahí empezaron las apuestas, no por quién ganaría el combate sino por cuánto tiempo le tomaría a Rómulo. Los narradores dijeron que se encontraba en plena forma, había eslabonado una cadena de veintidós victorias desde su última derrota, tres años atrás. Fue su momento de inclinarse hacia delante en el asiento; por fin los narradores estaban hablando de algo que valía la pena escuchar, pero ya el europeo había demostrado que podía seguir, el combate se reanudó, y los narradores se encargaron de narrar los últimos cuarenta segundos del asalto.

Alguien preguntó qué combate era aquel que Rómulo había perdido, y una voz gritó que lo habían noqueado. Cayó en la lona como un saco de cemento y no hubo forma de que pudiera levantarse. Un golpe de suerte, dijo el mulato calvo, serio, con la vista perdida más allá de la pantalla, como el que le pueden dar a cualquiera, el tipo no era nadie. Se oyó una voz estropajosa detrás: cuando Rómulo noquea es el mejor, cuando lo noquean a él es un golpe de suerte. El mulato calvo se volvió para buscar al dueño de la voz: compare las estadísticas, Rómulo ha ganado el 89% de sus peleas antes del final, tiene el knockout más rápido en la historia del boxeo de este país, a los ocho segundos del primer asalto; dime cuántos combates ha ganado ese tipo. El hombre no tenía respuesta, no la tenía nadie; nadie recordaba el nombre del boxeador que había derrotado a Rómulo. Porque no es nadie, dijo el mulato, dio un golpe de suerte una vez en su vida, al mejor boxeador del mundo en los 91 kilogramos, y ahí acabó su historia.

El bartender había aprovechado el intermedio entre los dos asaltos para servir más tragos. Aprovechó para pedirle uno; cometió el error de preguntar si estaba bueno. Buenísimo, contestó el mulato. Era una metralla que le quemó hasta las entrañas. Pero pidió otro. El combate se reanudó, y duró el tiempo que le tomó a él bajar su segundo trago. Ahí está, dijo el mulato relamiéndose con la combinación de Rómulo a la cara del rival, el cierre fue un gancho de derecha al estómago que aflojó las rodillas del europeo; el tinte rosado que tenía en la cara se esfumó. La bulla era ensordecedora a ambos lados de la pantalla. La televisión repitió el momento en cámara lenta una y otra vez. Para que el pueblo lo disfrute, dijeron los narradores. En el bar, la gente se atiborró de ron hasta reventarse, para celebrar. También él pidió otro trago. Nadie volvió a mencionar aquella lejana derrota de Rómulo por knockout tres años atrás.

Era de madrugada cuando consiguió llegar a casa y la encontró demasiado silenciosa para darse el lujo de desplomarse en la cama. Caminó al cuarto de su padre y lo encontró dormido, como el hombre sensato y tranquilo que no era; acercó la nariz a su boca entreabierta: el aliento de su padre apestaba, pero no a ron. Suspiró tranquilo, por primera vez en la noche, y se dejó caer en la cama. Soñó que unos gritos de mujer lo sorprendían a mitad de una especie de camino largo y oscuro, entre dos hileras de árboles, tenía que atravesarlos, luchando contra las ramas que le golpeaban el rostro para descubrirla encima del maletero de un carro, dos hombres intentaban violarla, mientras otro se masturbaba contemplando la escena. Le daba la espalda, así es que le tocó un hombro porque agarrarlo desprevenido no era cosa de hombres, pero el tipo tenía las manos ocupadas y malos reflejos. Lo derribó de un jab en la nariz. Los otros dos tuvieron tiempo de sacar un bate y una llave inglesa del maletero del carro, y venirle encima. El del bate logró mantenerlo a distancia a base de swings al aire, pero el de la llave tenía que acercársele y meterse casi en la media distancia para intentar golpearlo; entonces aprovechó para esquivarlo y propinarle dos ganchos en las costillas que lo dejaron doblado, boqueando como un pez fuera del agua. Al verse solo, el otro lanzó un ataque furioso y desesperado. Las manos le temblaban en el mango del bate. Te doy veinte pesos para que nos dejes irnos, gritó, y aclaró enseguida: veinte fulas. Lo vio sacar tres billetes de diez con una mano que no lo obedecía, y bajó los puños. El muchacho bajó el bate. La mujer, que había permanecido agachada junto al carro, intentando acomodarse el blúmer, el vestido, los nervios, se acercó despacio, sigilosa. Le tomó una mano, puso los treinta fulas en la palma pequeña y sudada; miró a los tres, que captaron la orden implícita. Le pidieron perdón de rodillas; el del bate incluso le besó la mano que apretaba los treinta dólares. Cuando el carro se había fundido con la oscuridad sin dejar más rastro que una nube de polvo y hojas secas, se miraron en silencio. Ella intentó compartir el dinero, pero él le cerró la mano. Al menos déjame invitarte a tomar algo. En dirección contraria a la que había tomado el carro, se veían las luces de un bar, y caminaron hacia él. Apenas hicieron entrada la gente empezó a aplaudir, muchos se levantaron de las mesas para estrecharle la mano; de pronto se vio rodeado por un mar de gente que lo aclamaba; ella lo miraba desde la barra con orgullo. Hasta el momento no había podido mirarla con detenimiento, había caminado junto a ella sin atreverse a levantar la vista, y sin saber por qué. Ahora, viéndola sentada de espaldas a la barra, bajo una lámpara que hacía su piel más blanca y sus ojos más verdes, con las piernas cruzadas, bajo un vestido corto, ajustado, reconoció a Elena. Ella se percató de que él acababa de reconocerla y soltó una carcajada. Quería llegar hasta ella, pero la hilera de gente queriendo estrechar su mano crecía; el bar era enorme, cada vez parecía haber más mesas y la gente continuaba levantándose para ir hacia él. Ella sonreía comprensi- va, tenían todo el tiempo del mundo, todo el tiempo. Qué te pido, le preguntó. A pesar del mar de gente que los separaba podían escucharse como si hubiese solo cinco centímetros entre ellos. Hay vodka, champán, vino tinto español, coca cola, enumeraba ella. Una cerveza, respondió. Ella enumeró todos los tipos de cerveza que había, desde Heineken hasta Bavaria. Puedes pedir la que quieras, la más cara, tenemos treinta fulas. Una Cristal, dijo. Ella volvió la vista hasta la barra y habló con el bartender que también lo miraba con admiración, y entonces se volvió hacia él. No hay. Claro que hay, dijo mientras autografiaba un par de guantes. Ella repitió que no, y volvió a enumerar las cervezas de todas partes del mundo entre las que podía elegir. Pero él quería una Cristal. Dile al bartender que busque bien, tiene que haber una, no importa que no esté muy fría. Ella repitió que no había y a él empezó a subirle un escalofrío por el cuerpo. Que busque bien, tiene que haber una cerveza Cristal, que revise el refrigerador de arriba a abajo, tiene que estar. A medida que apartaba a la gente para llegar a la barra y veía las caras asustadas de ella y el bartender, aumentaba la certeza de que no había cerveza Cristal, y la opresión que sintió de pronto en el pecho lo despertó. Fue a la cocina corriendo y buscó en el refrigerador la cerveza que había escondido para tomársela mientras miraba el mundial de boxeo. No estaba.

Todas las luces de la casa estaban apagadas, pero estaba seguro de haber escuchado un ruido en el baño, algo casi imperceptible que le llegó mientras corría a la cocina, y atribuyó a una cucaracha o a su imaginación. Ahora caminó hasta la puerta del baño, sabiendo que la encontraría cerrada por dentro, y la tumbó de una patada. De todas formas llevaba tiempo pensando que debía arreglarla, había que arreglar un montón de cosas, podía comenzar por la puerta. Encendió la luz de un manotazo para ver con nitidez el bulto de su padre en el suelo, junto a la ducha. Desde esa posición vulnerable, el cuerpo endeble, los ojos hundidos en la cara afilada, su padre le clavó una mirada animal que lo frenó en la puerta, incapaz de hacer lo que tenía que hacer: arrebatarle la lata de cerveza antes de que la terminara, si es que quedaba algo. Se dio cuenta de que su padre estaba dispuesto a morder por ella, y luego a vomitar hasta la última gota, doblado sobre la taza. Era la única forma en que podía eliminar el líquido. No había aparecido el riñón que necesitaba; estaba al borde de un precipicio y aquella cerveza era un paso hacia delante. Pero en aquel segundo, con la boca pegada a la lata de cerveza, su padre era feliz. Intentó recordar todas las veces que había visto a su padre reírse, y en cada una aparecía un montón de botellas vacías de ron o de cerveza en primer plano. Sus recuerdos de aquellas ocasiones siempre se habían limitado al vómito, la mirada turbia del padre, los pasos torpes hasta la cama y luego la falta de dinero, las discusiones con la madre, que terminaron destruyéndola, al menos así era en su cabeza: su madre era diabética, casi todos en la familia eran diabéticos, había muerto por complicaciones con la enfermedad, pero siempre había culpado a las borracheras del padre. Nunca sabría si realmente fue así, quizás no lograría dejar de culparlo nunca; ahora solo se daba cuenta de que, sin importar la felicidad de su madre o la suya, su padre era feliz cuando bebía. Incluso en aquella ocasión en que él había conseguido llegar a cuartos de final del torneo nacional de boxeo, cuando llegó a casa su madre no le dijo que el padre estaba feliz, sino borracho, borracho como un perro. Su padre lo había mirado desde el sofá con los mismos ojos mansos y estúpidos con que lo miraba ahora. Aquella era la cara de la felicidad.

No dejaba de pensar en su padre al día siguiente, mientras miraba la cara de Sócrates; Sócrates había sido para él algo bastante parecido a un padre, al menos alguien a quien escuchaba con respeto. Olvídalo, acababa de decirle, con la misma voz que le marcaba la estrategia a seguir en cada combate: tú eres un fajador, lo tuyo es la pelea en la media y la corta distancia; tienes menos alcance que la mayor parte de tus rivales, así es que tienes que sacar partido de lo que tienes: resistencia para estar tirando durante los tres asaltos sin cansarte, y asimilación. Y Sócrates siempre tenía razón. Con esa estrategia había salido frente a Rómulo, tres años antes, y había funcionado; al menos había logrado terminar el primer asalto sin que le aplicaran ningún conteo de protección y sin que Rómulo le hubiese sacado más de un golpe de ventaja. En el segundo, cuando quedaban 43 segundos para que sonara la campana, ocurrió lo que no esperaba nadie, tenía a Rómulo contra las cuerdas, a la defensiva, cubriéndose el rostro con los antebrazos, pero estaba rompiendo la guardia con los golpes y sacando ventaja, mayoreando al favorito, al campeón mundial y olímpico, al mejor boxeador del país en los últimos diez años. Ahora, el entrenador le decía que se olvidara de volver a pelear con Rómulo, que se olvidara de volver a pelear en lo absoluto. Tuviste tu momento ese año, cuando llegaste a cuartos de final. Lo cortó: pero pude llegar más lejos, estaba en tremenda forma. Han pasado más de tres años, dijo Sócrates; tienes 33, nunca te has recuperado completamente de la lesión del hombro, llevas tiempo sin entrenar; Rómulo tiene 26 años y está en plenitud de forma; olvídalo. Fue entonces que regresó la imagen de su padre, doblado sobre la taza del baño, vomitando la vida. No había podido hacer otra cosa que mirarlo; cuando se dio cuenta de que no le quedaba nada más que soltar, lo ayudó a levantarse y acercarse al lavamanos para enjuagarse la boca. Después lo llevó hasta la cama y lo acostó. Su padre lo miró con una sonrisa de gratitud; lo había visto cavar su propia tumba sin hacer nada para ayudarlo y su padre le respondía con aquella sonrisa de gratitud; era quizás la primera vez que su padre le sonreía de aquella forma, al menos la única que podía recordar. No puedo dejar que te destruyas para demostrar que lo de Rómulo no fue un golpe de suerte. Sabía que la de Sócrates era la voz de la razón, y sonaba igual que la que recomendaba a su padre no oler la cerveza. Tú dime si crees que gané con un golpe de suerte. Sócrates arrugó el entrecejo como cuando miraban videos de combates de Rómulo, tres años atrás. Él era el hombre y tú, un tipo sin historia, cada vez que te acercabas a la verdad, aparecía un problema familiar o una lesión, o las dos cosas y te alejabas del ring, pero en el segundo asalto lo tenías contra las cuerdas y sacabas ventaja, el árbitro estaba a punto de aplicarle un conteo de protección, y entonces el tipo sacó la derecha y te dio un golpe por la mandíbula para demoler un edificio, y tú apenas te estremeciste, aún no sé cómo te las arreglaste para no caer, para levantar los puños y saltar cuando el conteo llegó a ocho; pensé que el árbitro iba a pararte la pelea ahí mismo, quedaban solo 28 segundos del segundo asalto pero parecía un siglo; Rómulo salió a rematarte, a buscar un golpe, pero falló, quedó fuera de balance, y ahí le clavaste el gancho en la sien; creo que no se dio cuenta de lo que había pasado hasta que intentó levantarse por segunda vez y volvió a besar la lona; si fue solo suerte, ya no importa; ganaste, tuviste tu oportunidad, a pesar de perder el siguiente combate por no presentación, salías como favorito después de derrotar a Rómulo, era tu año; cuando te recuperaste de lo de tu madre te llevaron a un par de eventos internacionales, pero no ganaste ninguno, no ganaste ni la primera pelea; Rómulo era el hombre antes de aquella derrota y volvió a serlo, repitió todos sus títulos, incluso el de campeón nacional; nadie necesita acordarse de lo que pasó hace tres años, ni siquiera tú. Por eso necesito volver a pelear con él, compadre, le dijo, y sonaba patético, casi tanto como su padre cuando le suplicaba una cervecita, una sola, una cervecita no lo iba a matar; iba a matarlo la ansiedad. Se preguntó si el entrenador sentía el mismo desprecio que él al mirar a su padre en aquellos momentos, o si sería débil, si lo dejaría destruirse, como él a su padre la noche anterior, cuando lo vio en el baño, con la boca pegada a la lata de cerveza como una ventosa, y se rindió. O vio la forma de quitárselo de encima. No había podido dormir, preguntándose si había querido dejarle vivir aquel instante de felicidad. Había sentido la punzada de culpa al acostar a su padre y recibir aquella sonrisa de gratitud, o de comprensión, como si estuviese leyéndole la mente y le dijera: te comprendo, voy a salir de tu vida de una vez, para que puedas triunfar, llegar a dónde mereces sin que yo sea un estorbo, y voy a salir a mi manera, a golpe de ron y cerveza. Solo que es tarde, padre, mi vida ya está jodida; el momento de triunfar quedó atrás. Se sentó en la cama de golpe. Uno pasa la vida convencido de amar a alguien, o intentado convencerse, haciendo su mejor esfuerzo, y un día lo sorprende la realidad de que lo odia, como un golpe que te toma desprevenido e indefenso. Un golpe bajo. Había tratado de ser el hijo que debía ser, incluso para un borracho, se había esforzado por pulir un par de recuerdos lindos de la infancia, al punto de ignorar cuánto había de real y cuánto de retoque, de invento. Unos gritos de mujer lo sobresaltaron y miró alrededor desorientado, pero enseguida reconoció la voz y caminó hacia la puerta con cansancio. Elena estaba a dos metros, recibiendo una golpiza madre del marido. Los dos lo miraron cuando escucharon los ruidos de las bisagras herrumbrientas y la madera ruinosa de la puerta al abrirse. En los ojos de ambos había un salvajismo, como si los hubiesen sorprendido teniendo sexo. No pudo evitar mirarla con cierto desprecio, ni ella bajar la vista. El marido sonrió y se separó de ella, era más alto y macizo, casi un súper completo; hacía pesas todos los días, aunque estuviese lloviendo, aunque hubiese un frío de muerte. Con el frío de muerte, se paraba en la entrada del gimnasio, sin camisa, a exhibir el pecho. Pero se movía como Frankestein. Le tomó menos de dos minutos convencerlo de que la mejor opción era irse, mientras al menos podía caminar apretándose la nariz con un pañuelo. Demasiado tiempo para liquidar a un saco de músculo inútil, sin gota de técnica. El tipo había tenido tiempo de lanzarle un manotazo torpe al hombro, pero no había vuelto a recordarlo hasta que Sócrates le dio una palmada ahí mismo y le repitió que olvidara el boxeo. En aquel momento, ni siquiera le había dolido el hombro; ahora, sintió como un pinchazo y recordó la sonrisa del marido de Elena cuando ya lo había puesto fuera de combate con un swing de derecha a la cara. Parecía preguntarle qué le daba más miedo: que volviera a golpearla o que cambiara de verdad y no volviera a ponerle un dedo encima. Le dio otro puñetazo en la cara, y otro, posiblemente le fracturó una costilla también, pero el tipo seguía riéndose, o eso le pareció, mientras lo veía alejarse, apoyándose en la pared, deteniéndose cada tres o cuatro pasos a intentar coger aire. Elena se había dejado caer en uno de los escalones de la entrada de su casa; se sentó junto a ella en silencio. Ella debía esperar que la abrazara, que hiciera algo, pero él no se movió. Se limitó a mirarle el pelo revuelto, los hombros sacudidos por el llanto, los omóplatos; no sabía si la quería, si le daba lástima o si solo intervenía por el placer de golpear al marido. La despreciaba un poco en ese momento. Disfrutó verla llorar hasta quedarse seca, con la cabeza apoyada en su hombro, indefensa; cuando por fin levantó la cara, y estuvieron a un par de centímetros, la encontró avejentada, casi fea, con la nariz y los ojos enrojecidos, los pelos pegados en la cara. La vio entonces hacer una mueca que intentaba ser una sonrisa, y algo le apretó la garganta. La besó en la frente, la palpó para ver dónde la había lastimado aquel animal, pero ella decía que estaba bien; solo necesitaba que la abrazara. Por primera vez, veía que ella estaba dispuesta a salirse de aquel círculo vicioso. No era tan fácil con dos hijos pequeños, pero iba a ayudarla; iban a salir adelante. Se sentía optimista, su vida iba a empezar a cambiar, para mejor. Voy a regresar al boxeo, le dijo, y voy a volver a ganarle a Rómulo Aldama. Ella sonrió y frunció el cejo. Tampoco recordaba que él había derrotado a Rómulo una vez.

Pero eran muchos los rivales a los que debía pasarles por encima para ganarse el derecho de enfrentar a Rómulo. Todos eran púgiles más jóvenes, más jóvenes incluso que Rómulo, más rápidos para el peso, más impetuosos; más verdes también. Sabía lo que iba a enfrentar y se había preparado: 12 horas diarias de entrenamiento, con disciplina de soldado, sin distracciones. Solo para descubrir la inutilidad de todo aquello. Había ido bien hasta el cuarto asalto, estaba haciendo su pelea. Rómulo acostumbra a apostarlo a todo a su pegada y apenas suena la campana sale a tumbar, había dicho Sócrates, así es que déjalo que inicie, aprovecha para marcarle cuando deje un hueco y sal enseguida, desespéralo; eso lo perdió vez anterior, cuando no pudo tumbarte. Pero desde que se saludaron chocando los guantes, supo que a Rómulo aún le dolía aquel golpe en la sien, que había esperado su oportunidad para desquitarse, y que sería cauteloso. En el primer asalto se habían dedicado a estudiarse, y habrían llegado a la universidad si a mitad del primer minuto del segundo round, el público no hubiese empezado a chiflar. El árbitro ya les había llamado la atención por no presentar combate, era el momento de ser drástico. Le hizo una última advertencia a Rómulo y a él le quitó un punto. Recuerdas todo lo que te dije que hicieras, le preguntó Sócrates en la esquina, pues olvídalo; si quieres ganarle, sal a matarlo. Esa era su pelea: perseguir al contrario, meterse en la media y la corta distancia, golpearlo como un tren, sin dejar a Rómulo tomar aire. Terminó el tercer round exhausto y feliz, sabía que había sacado al menos dos golpes de ventaja, pero sobre todo había visto la cara de desconcierto de Rómulo: el mismo tipo sin historia lo estaba apabullando por segunda vez, y supo que la victoria sería suya..., si no quedaran dos asaltos más de combate. No podía seguir. Rómulo apenas había logrado propinar algún golpe efectivo, la mayoría había quedado en su guardia, uno de ellos en su hombro lesionado. Un golpe de suerte iba darle la victoria a Rómulo. Pero ni en ese instante fue capaz de darse cuenta de que todo aquello era tremendamente estúpido y patético. Elena se había dado cuenta mucho antes que él, a pesar de que lo apoyaba, y un par de veces había dejado de ir a trabajar para cuidarle a su padre y que él pudiera entrenar. Pero lo miraba como a un niño caprichoso: con paciencia, pero sobre todo con lástima. Eso le había parecido un par de veces; enseguida se había sacado la idea de la mente cuando ella lo besó y se apretó contra él. La noche anterior, sin embargo, había tenido una sensación incómoda aunque ella lo había abrazado, le había dicho incluso lo que quería oír. Su padre había salido a tomar cerveza y había terminado ingresado. Lo esperaba, a pesar de que su padre no había olido la cerveza en meses; durante todos esos meses había esperado que su padre cayera en crisis y le jodiera su oportunidad. A la vez se daba cuenta de que era terrible pensar eso, y si Elena se lo hubiese hecho ver, si le hubiese dicho lo patético que era pensar en una pelea de mierda cuando su padre estaba grave, habría reflexionado, se sentiría mejor consigo mismo después. Pero ella le había dicho lo que necesitaba oír: que había hecho todo lo que podía por su padre, más de lo que merecía, pero él no había escuchado la voz de la razón aún sabiendo que la bebida podía matarlo. No es tu culpa, le había dicho Elena, y puede que ni siquiera de tu padre; el problema es que la gente no cambia, aunque haga su mejor esfuerzo, aunque sepan que necesitan cambiar, no cambian y punto; no hay nada que puedas hacer. Era lo que necesitaba oír; ella incluso le dijo que se fuera a casa a dormir tranquilo y no pensara en otra cosa que la pelea; se quedaría en el hospital. Era lo que necesitaba oír y sin embargo no pudo evitar la sensación de que algo se le escapaba, o no quiso saber qué era en aquel momento. Nada de lo que había pasado era su culpa ni hubiera podido evitarlo; su padre no había escuchado la voz de la razón. Era la voz de la razón la que le ordenaba ahora no salir en el cuarto asalto. No tenía sentido. Pero salió. Rómulo no estaba preparado para eso; tenía la pelea ganada, era solo cuestión de tiempo, un tiempo de cinco o seis segundos, lo que le tomara a Sócrates decirle al árbitro que él no podría continuar la pelea. Le cambió la cara al verlo salir. Podía tener todos los títulos, pero él era más hombre; los hombres se limpian con la voz de la razón cuando están decididos a hacer algo. No podía levantar el brazo y no iba a poder ganarle con uno solo, solo quería terminar la pelea; se conformaba con ser uno de los pocos púgiles que había llegado al último round frente a Rómulo Aldama. Rómulo no parecía dispuesto a permitirle ni siquiera eso. Lo tenía acorralado en una esquina, reducido al papel de pushing bag, intentando protegerse y contando los segundos que faltaban para que sonara la campana. El público vociferaba frenético: Rómulo, Rómulo, Rómulo. Rómulo bajó la guardia un segundo, con un gesto como si le hubiese entrado algo en un ojo. El árbitro no se percató enseguida; era su oportunidad para golpearlo, con su mano más débil. El golpe apenas hizo retroceder a Rómulo, cuando quedaba menos de medio minuto del round; puso toda la fuerza que le quedaba en un segundo golpe a la cabeza, otro recto a la cara. El árbitro intervino al ver a Rómulo indefenso ante el ataque. Le aplicó el conteo, pero Rómulo se quejaba de dolor en el ojo y hubo que llevarlo a su esquina.

Había soñado con aquel momento: el abrazo de Sócrates, la aclamación del público. Se quedó inmóvil en la esquina neutral mientras atendían a Rómulo; aún podía desplomarse del dolor si intentaba moverse; aún Rómulo podía recuperarse y ganar la pelea. Aún podía despertar. Pero cuando por fin lo llamaron al centro del ring y lo declararon vencedor, y escuchó los aplausos del público, Rómulo y sus entrenadores le estrecharon la mano, y Sócrates lo abrazó, solo podía sentir el dolor en el hombro, el brazo como un peso muerto. Tenemos que ir para el hospital, dijo Sócrates, y él asintió; pero no era al hospital que Sócrates tenía en mente.

Elena estaba en el teléfono público de la entrada del hospital. Había cola y ella tenía una persona por delante. Tuvo miedo de que estuviese intentando llamar al Coliseo donde él había estado peleando, pero ella lo tranquilizó. Su padre seguía estable. Fue entonces que le dijo, como si acabara de recordarlo: gané. Ella dijo que se alegraba; iba a darle un beso o a abrazarlo, cuando se desocupó el teléfono. Pero lucía feliz. Te quedas hoy en el hospital, le preguntó. Dijo que sí, no pensaba moverse hasta que le dieran el alta a su padre, y entró. Ella se le unió minutos más tarde en el quinto piso, donde estaba terapia intensiva, aunque no podían entrar. Lucía más joven, con un nerviosismo de adolescente. Lo felicitó otra vez por su victoria y lo abrazó. Cuando se separaron le dijo que iría a su casa. Ahora que estás con tu padre no hay problema en que me vaya. Apenas habían tenido tiempo de estar juntos últimamente, había esperado que pudiesen al menos sentarse a conversar, pero habría sido egoísta pedirle que se quedara. La despidió en la puerta del elevador y entonces tuvo un presentimiento que lo hizo correr escaleras abajo. Llegó justo a tiempo para verla caer en brazos del marido, que acababa de llegar a buscarla. De lo que no tuvo tiempo fue de evitar que el marido lo mirara y sonriera, pavoneándose. Ella lo había dicho: la gente no cambia, aunque quiera. Pensó darle una tunda, pero el dolor en el hombro lo clavó en el lugar. Tiempo habría: el hombro se le arreglaría en algún momento, aunque fuese solo a medias, y el tipo volvería a darle una paliza a Elena. Ella lo había dicho: la gente no cambia, aunque quiera.

Durmió gracias a unos calmantes; al despertar había olvidado que estaba en el hospital, y su padre, en terapia intensiva. El dolor le recordó la pelea y todo lo demás. No esperó a lavarse la cara y la boca, para bajar al estanquillo en la entrada del hospital. Leyó el periódico antes de subir las escaleras. La noticia estaba en primera plana: "El astro Rómulo besa la lona segunda vez en tres años". Ese era el titular; su nombre aparecía en la segunda línea del artículo, como el hombre que había derrotado a Rómulo Aldama en dos ocasiones. Lo daban como favorito para el próximo combate, y quizás para discutir el título nacional. Solo que ese combate no iba a celebrarse; no volvería a pisar un ring. Pero de momento, por unas horas, él era el favorito.


Yusimí Rodríguez López nació en La Habana, en 1976. Este cuento pertenece a su libro The Cuban Dream (Oriente, Santiago de Cuba, 2014),  recién presentado en la Feria Internacional del Libro de La Habana.

Otros cuentos suyos: El muro y La mujer del héroe.

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