Yo no sé qué estoy haciendo en este lugar, me dijo Amy Winehouse. Es verdad que sufro depresiones, soy un poco anoréxica, un poco bulímica, no estoy totalmente bien, pero no creo que ninguna mujer cubana lo esté.
Una enfermera pasó frente a nosotros empujando un carrito.
¿Tú conoces alguna que no tenga sus problemas aquí arriba?, me preguntó Amy Winehouse con una sonrisa, dándose unos toquecitos en la sien con el dedo índice.
Mi respuesta fue sonreír yo también. Pensaba en cuántas mujeres habría conocido ella. Y sobre todo, qué clase de mujeres.
Mira, dijo, esta es mi mamá.
Me enseñó una foto. Una mulata joven y alegre posaba en el portal de una casa de madera. Al lado de ella, abrazado a su cintura, había un niño.
Mi casa, allá en Baracoa, dijo Amy, y acarició con una larga uña esmaltada de rojo la cabecita del niño de la foto. Este soy yo. Tenía siete años.
Miré más atentamente y sí, sin duda era ella, veinte años menor y con muchísimas hormonas de menos. Miré y se me quedó impresa en la memoria esa imagen. Un tiempo después volvería a mis ojos, como un flash, cuando la mulata joven y alegre se apareció en la puerta de mi casa súbitamente envejecida y con los ojos fatigados por el llanto.
Le pregunté si había ido a la policía. La mujer asintió:
—Me dijeron que se iban a ocupar, me aseguraron que harían todo lo posible... Pero ya pasaron tres días y yo sin tener noticias... Estoy desesperada. Hoy volví a la unidad, pregunté, hablé con otros oficiales, hablé con superiores, y todos me dijeron que no me preocupara, que mi niño ya era un adulto responsable, que a lo mejor se había ido para los Estados Unidos, que seguro muy pronto iba a saber de él...
Le ofrecí un vaso de agua. Continuó entre sollozos:
—Él no se iría para ninguna parte, estoy segura... Yo vine porque él me llamó, quería que viniera a visitarlo, quería que habláramos, se sentía muy solo... Si hasta me dijo que a lo mejor regresaba conmigo a Baracoa, porque no soportaba más La Habana...
—Le habrá contado eso a la policía, supongo —insistí.
—Sí, todo, todo. Les di su nombre, su descripción, unas fotos viejas que tengo... Pero hoy ya no parecían interesados en el caso, me trataron como si yo fuera una madre histérica inventando una tragedia.
Me miró suplicante, tal vez intentando descubrir si yo era de la misma opinión. Pensé que la mayor tragedia era lo lógico que sonaba todo.
—En el hospital me sugirieron que viniera a verlo, me dieron su dirección —aclaró—. El último día que él estuvo allá lo vieron hablando mucho con usted... ¿Eran amigos?
—Bueno, en realidad...
—Cualquier cosa que usted sepa, por favor, cualquier cosa que me ayude a encontrar a mi niño... Le estaré eternamente agradecida.
¿Qué podía decirle? ¿Que regresara en el mismo tren en que vino? ¿Que se fuera al otro extremo de la isla a contemplar el océano de nuestros desaparecidos?
Me pregunté qué hubiera dicho el Autista en una situación semejante.
Si me hubieras visto el día que llegué a La Habana, me dijo Amy Winehouse. Este espléndido cuerpo era otra cosa. Yo parecía un palo de escoba con ropa de hombre.
Aún no se había sacudido el polvo de la provincia de Guantánamo cuando conoció al amor de su vida. El tipo se la llevó a vivir con él, la instaló con todas las comodidades a su alcance en un cuartucho cerca del Malecón. Allí soñaron proyectos y vivieron acurrucados, en permanente luna de miel.
No podíamos casarnos, claro, dijo Amy, pero él era mi marido. Un día me regaló un vestido corto, zapatos, un bolso cargado con todo tipo de maquillaje... Y una peluca lindísima. Esa noche me vestí para él, y salimos. Nos encontramos con varios extranjeros que él ya conocía. Uno de ellos me llevó a un hotel y después de acostarse conmigo me dio ochenta dólares. Fue increíble. ¡Ochenta dólares! Nunca en mi vida había tenido tanto dinero en las manos. Nunca me había sentido tan bien. Mi marido y yo lo celebramos en grande. Comimos, templamos, tomamos ron... Dos días después volví a la carga; esta vez cobré cien euros. Me parecía que estaba tocando el cielo con las manos. Empecé a vestirme tres y cuatro veces a la semana. Nos llovió el billete. Mi marido me compraba las mejores ropas, los zapatos más caros. "Voy a hacer de ti una diva, mami", me susurraba al oído, y yo repetía: "Te amo, papi, te amo". Seguimos templando como unos animales, pero ahora en lugar de ron nos rociábamos litros y litros de whisky. Yo ya estaba tomando las hormonas que él me conseguía, un frasco detrás de otro. Unas hormonas buenísimas, por cierto, fabricadas en Inglaterra. Me miraba en el espejo y me veía hermosa, divina, estaba viviendo dentro de un sueño. Hasta que... Desapareció. Se fue. Sin avisarme. Me pasé una semana sin saber de mi marido, llorando y temblando de miedo. Por fin me llamó. Estaba en Miami. Se había ido en una de esas lanchas ilegales. Me dijo: "Lo siento, mami, no te podía decir nada o se me complicaba el juego". Grité, pataleé, arañé las paredes, y él me calmó diciéndome que en cuanto pudiera vendría a buscarme, que nos íbamos a reunir pronto en la Yuma. Recuerdo que cuando colgué el teléfono caí en la cama sin fuerzas para levantarme. Alargué el brazo, cogí una botella y me emborraché hasta perder el sentido. Quise morirme. Quería que el alcohol me matara. En serio, estaba hecha un ripio. Pero después, después de la resaca más horrible de mi vida, me dije a mí misma que tenía que mirar hacia adelante. Tenía que seguir mi camino. Porque yo no había venido a la capital a derrumbarme como uno de sus viejos edificios, sino a triunfar... Oye, ¿no te estoy aburriendo con mi historia, verdad?
Por supuesto que no, le dije cortés.
Ella encendió un cigarro y se quedó pensativa mirando el cielo por uno de los ventanales del Hospital Psiquiátrico. Intuí que su relato iba a tener algo de náusea, algo de infierno, algo de música popular que no se escucha en la radio.
Amy Winehouse, guajira guantanamera, pensé estúpidamente.
Me encontré con el Autista en uno de los nuevos cafés del Vedado. El Lateral. Sabía que lo iba a encontrar allí. Estaba sentado cerca de la barra, mirando en el televisor un partido de fútbol de la Premier League.
Tardó unos segundos en reconocerme.
—Londres, Londres —dijo—. El balón rueda hasta aquí, pero aquí no sabemos patearlo. ¿Qué hacer? La pregunta de Lenin. Los que se sientan en un café y deciden hacer esto o lo otro no tienen porvenir. Las circunstancias históricas son las que deciden.
El Autista debe ese apodo a una singular conjunción: su carencia de expresiones faciales y su extraña manera de hablar. A menudo decía cosas que sólo él entendía, como si estuviera hablando consigo mismo, o metido dentro de sí mismo: un lenguaje privado.
El partido acabó. Tottenham y Arsenal empataban a dos goles.
—¿Recuerdas todo lo que te dije de la Winehouse? —fui directo al grano—. Pues creo que algo pasó. La mamá vino a verme. Acompáñame a hacer unas averiguaciones y por el camino te cuento.
El Autista me miró con su cara desprovista de expresión, y dijo:
—Siempre es lo mismo en este país. Tú, yo, y una mujer muerta.
La primera decisión que tomé fue hacerme un tatuaje, me dijo Amy Winehouse. Creo que fue una manera de ganar más control sobre mi propio cuerpo. Me grabé el nombre de mi marido entre las tetas, encima del corazón, y al lado puse una lágrima negra como símbolo de mi tristeza por estar lejos de él. Sentí que mi dolor se iba aclarando, como la tinta, en el dolor que me provocaba la aguja sobre la piel. Eso me gustó. Me hice adicta a ese dolor. Yo soy así: me engancho fácilmente. Seguí tatuándome sin parar, como puedes ver. No sé cuántos tatuajes me hice. Perdí la cuenta.
Yo intentaba contar sus tatuajes visibles, aquellos que lucía en los brazos y las piernas: figuras humanas, figuras muy femeninas. Muñequitas pin-up, algunas con sus tetonas al aire. Iconos de la vieja escuela: Betty Boop, Jessica Rabbit...
Amy Winehouse se secó unas lágrimas. Me pregunté si era el recuerdo de viejas agujas sobre la piel lo que la había hecho llorar. Pero de inmediato se recuperó: luego de frotarse los ojos hurgó en su bolso, sacó unas lentillas y se las puso. Ahora sus ojos eran verdes y brillaban en un charco de eye-liner corrido.
Me hice un nuevo look con estos ojos y este pelo, que es mío natural, ¿sabes?, no una peluca, dijo señalando el peinado afro que se alzaba en su cabeza. Tenía que salir a conquistar la noche, a luchar el dinero... Pero cuando estás sola todo es más difícil. Yo era nueva en las calles, y las viejas travestis de Centro Habana empezaron a verme como una amenaza. No me querían en sus dominios. Defendían sus esquinas, sus parquecitos mal iluminados, sus cochinos recovecos entre las ruinas como si yo fuera a quitárselos... ¡Envidia era lo que me tenían! Yo era toda glamour y ellas parecían unos payasos en tacones. Cuando pasaba cerca de un grupito escuchaba cosas como: "Mira quién va por ahí, la pelúa que se cayó del escenario, ja, ja". Perras envidiosas... Ah, pero no sabían con quién se estaban metiendo. Una noche respondí a las provocaciones. "¿Quieres ver cómo te corto el rabo y te lo meto por el culo?", le solté a una. A partir de ahí las cosas fueron de mal en peor. La primera con la que me enredé a golpes terminó con su cabeza calva dentro de una alcantarilla. A otra le vacié en la nariz la caneca de ron que siempre llevaba conmigo, escondida en el bolso. Yo también recibía mis tortazos, claro, pero no me importaba. Me fui ganando el respeto en esas peleas callejeras, que muchas veces terminaron en la estación de policía...
Y entonces Amy empezó a darse cuenta de que, cuando a las otras las soltaban a las pocas horas, a ella la dejaban hasta un día entero en el calabozo. Y que en ocasiones la subían a ella nada más al carro patrulla, esposada. Y que casi siempre era el mismo carro con los mismos dos tipos.
Un día esa patrulla se detiene frente a mí, dijo. Yo estaba caminando, iba sola, no estaba haciendo nada. Uno de los agentes se baja y me ordena que entre al carro. "¿Qué pasa ahora, chico?", le pregunto. "¿Estoy violando alguna ley?" Él sonríe y señala la puerta trasera. Yo entro. Arrancamos. El que maneja me pregunta mi nombre. "Amy", respondo. "Vamos a dar una vuelta, Amy", me dice. Cuando la patrulla cogió por Zanja, yo pensé que me llevaban otra vez para la estación. Pero no.
Camino a la estación de Zanja y Dragones, o Unidad Municipal de la PNR, el Autista se tapó los oídos con unos audífonos. Parecía decidido a incrementar su aislamiento.
—¿Qué estás escuchando? Digo, si es que estás escuchando algo.
—Jazz —me respondió.
—¿Desde cuándo te gusta el jazz?
Entramos al viejo cuartel y nos dirigimos a la mesa de atención.
—Buenas días, ¿en qué puedo ayudarlo? —me preguntó una oficial joven.
—Quisiera hablar con dos patrulleros, pero no tengo el número del carro.
—¿Sabe sus nombres?
Dudé. Los nombres que tenía seguramente eran falsos.
—Sombras chinescas —dijo el Autista—. A fin de cuentas detrás de cada capa de cebolla hay otra capa de cebolla, y unos cuantos fetos, demonios nacionalistas...
—Cállate —le pedí en voz baja. La joven policía empezaba a mirarme con preocupación—. Mire, lo que sucede es que...
—¿Algún problema, compañero? ¿Quiere presentar una queja por maltrato? ¿Uso indebido de la fuerza? ¿Es eso?
—No... No exactamente. Yo... —Advertí que varios uniformes azules demoraban sus pasos cerca de la mesa para escucharnos a mí y al Autista—. Tengo entendido que ellos detuvieron varias veces a un joven travesti que ahora está desaparecido. La madre vino hace unos días a poner la denuncia. Yo quiero escribir algo sobre él.
—¿Sobre el muchacho que se fue en lancha para los Estados Unidos? —dijo un hombre detrás de nosotros. Al girarme observé en sus hombros el grado de mayor—. Pobre mujer. Su hijo tenía problemas, ¿sabe? Con el alcohol, con las drogas... ¿Usted es periodista?
—No. Quiero escribir un relato basado en hechos reales.
—Óigame, ¡pero si la imaginación es lo mejor que hay! —me dio un golpe afectuoso en el hombro y se dirigió a otro recién llegado, un oficial canoso y sonriente—. ¿No es verdad, Santiesteban?
Cuando nos fuimos el Autista me dijo:
—Este paisaje cáustico es la nueva época, con sus muchos post, sus muchos crash y sus muchas piezas de repuesto... Pero al menos seguimos siendo inocentes.
En ningún momento se había quitado los audífonos.
Ya me habían echado el ojo, me estaban cazando, me dijo Amy Winehouse. Eran dos negros grandes y fuertes. Me acuerdo como si fuera hoy. Primero quisieron saber de dónde yo era. Les dije que había nacido en Baracoa, pero que hacía muchos años vivía en La Habana. "Qué raro", dijo uno de ellos, "no has perdido el acento". "Ni la vocecita de hombre", dijo el que manejaba, el más joven. "No te metas con ella, compadre", le dijo el otro. "A lo mejor es que estuvo guardada en su casa, como una niña buena, hasta que le dio por salir a ejercer la prostitución. Por eso no la habíamos visto antes." Yo les dije que más putas eran sus respectivas madres, que ellos no me habían cogido en nada de eso, no tenían pruebas. Ellos me dijeron que era verdad, que hasta ahora solo me habían cogido agrediendo a otras putas, pero que siempre me soltaron a pesar de que podían presentarme cargos por ofensa al orden público y peligrosidad predelictiva. El de al lado del chofer estiró una mano hacia atrás, me apretó el muslo y dijo: "¿Entonces tú no cobras? ¿Tú lo haces gratis?" Yo me quedé callada, mirando por la ventanilla. Él siguió: "Oye, tranquila, si yo te entiendo, necesitas el dinero para pagarte la comida, la ropa, ese aspecto de rockera sensual...", y yo empecé a acordarme de todas esas películas norteamericanas donde la policía siempre te dice que tienes derecho a permanecer en silencio porque todo lo que digas va a ser usado en tu contra. Estaba muerta de miedo, pero al mismo tiempo estaba excitándome... El chofer agregó: "Y para el alquiler también, teniente", y el teniente me quitó su mano sudada de encima y dijo que sí, que los alquileres estaban por las nubes, por eso ellos estaban en el deber de ayudarme, y entonces me prometieron que iban a cuadrar con un amigo, Angelón, para ver si me podía prestar el cuarto que tenía vacío en su apartamento. Al Angelón yo no iba a tener que pagarle nada. Les dije: "No, gracias", aunque la oferta era tentadora. Ya era de noche. Detuvieron la patrulla en la esquina más oscura que encontraron. El chofer me abrió la puerta y, cuando yo me estaba bajando, alzó mi vestido con brusquedad y me... me acarició el bulto entre las piernas. Le tiré un manotazo que él esquivó, riéndose como un anormal. "¡Maricones!", grité. "Ustedes lo que son es un par de maricones. ¡Los voy a denunciar por estarme toqueteando!" Y el otro dijo: "Dale, ve a la unidad a ver si te creen. Este es el sargento Yasmani, alias el Micha, y yo soy el teniente Alexander, más conocido como el Chacal. ¿Grabaste?" Me alejé lo más rápido que pude, ojalá hubiera podido correr con los malditos tacones. Y todavía, cuando me pasaron por el lado, el sargento disminuyó la velocidad, sacó la cabeza por la ventanilla y soltó: "No te sientas mal por lo que te dije, mami. Tú tienes una voz muy linda. Deberías ser cantante".
El apartamento estaba en el Barrio Chino. Un perro empezó a ladrar cuando tocamos el timbre. "¡Cállate, Ministro!", gritó una voz, y a continuación se asomó a la puerta un gordo inmenso, sin camisa, que parecía un Buda.
—Sí, la madre vino buscándola el otro día... —dijo Angelón cuando le explicamos el motivo de la visita—. Te voy a decir lo mismo que le dije a ella. Para mí su hijo... o su hija, fue echando para Miami detrás del marido ese que tenía. A cada rato hablaba de eso.
El apartamento era pequeño pero lujoso. En una pantalla plana del tamaño de un cine se veía un especial de Telesur sobre Hugo Chávez. Ministro, un robusto pastor alemán, intentaba olfatearme desde el rincón donde estaba encadenado.
—¿Por qué vino a vivir aquí? —pregunté.
—¿Por qué no? El cuarto es cómodo, y yo lo alquilo barato.
—He hecho un recuento de cabezas huecas y cabezas cortadas —dijo el Autista—. Sin duda hay más cabezas cortadas. Aunque en la eternidad se confunden.
Contuve el impulso de interrumpirlo. Por eso le pedí que viniera, razoné. Por esas cosas que dice. A su lado me siento racional y efectivo. A su lado soy un tipo en pleno contacto con la realidad.
—¿Ella se prostituía?
—No podría decirte con certeza... —dijo Angelón mirando el cuaderno que yo había sacado para aparentar que tomaba notas—. Casi siempre salía de noche y regresaba al amanecer, borracha, e incluso a veces un poco ida, qué sé yo, como si estuviera drogada...
—¿Alguna vez vino con droga? ¿Usted la vio consumir drogas aquí?
—Yo no la registraba, mi hermano, ni andaba detrás de ella vigilándola... Mira, yo no tengo prejuicios con los travestis. Algunos son personas decentes, trabajan en sus shows y esas cosas. Pero este se veía a la legua que era problemático. Lleno de tatuajes, con tremenda pinta de delincuente... No sé si en prostitución, pero seguro que en algo malo andaba. Si lo acepté como inquilino fue porque yo soy un ángel, me gusta ayudar a la gente.
—O sea, que aquí no venía nadie a estar con ella —precisé yo—. Extranjeros, por ejemplo.
—No, claro que no. —El rostro del Angelón empezaba a endurecerse. —En esta casa todo es legal. Yo pago mis impuestos.
—¿Usted tiene amigos en la policía?
Me miró unos instantes, dudando, antes de relajar las facciones.
—Lo dices por el perro, ¿no?
Miré a Ministro, que estaba ladrando otra vez, furioso.
—Claro —dije—, por qué otra cosa iba a ser.
—Tienes buen ojo. Sí, es un perro policía. Trabajaba en la brigada canina del municipio. Ahora está jubilado. Yo lo adopté, pero ya me estoy arrepintiendo porque es un perro muy mal acostumbrado, imagínate, lo único que come es carne... ¡Ya voy, Ministro, no jodas más!
Entre ladridos que rebotaban en las paredes, vi a Angelón extraer una lonja fibrosa del interior de una nevera que imaginé repleta de la mejor carne. La descongeló en el microondas y luego se puso a darle vueltas en una sartén.
—Tengo que darle de comer a cada rato, siempre está hambriento —se quejó—. Creo que es por la ansiedad, el cambio de estilo de vida. A este paso va a terminar más inflado que yo."
En un santiamén el filete voló de la cocina a los colmillos del pastor alemán.
El Autista me devolvió el cuaderno. Lo había cogido sin que yo me diera cuenta. Escribió: "Destruye tus frases libres".
—Oye, la croniquita esa que estás haciendo... —dijo Angelón cuando ya nos íbamos—, ¿tú crees que yo la pueda leer?
Dos noches después volvieron a interceptarme, me dijo Amy Winehouse. Como había gente en los alrededores, Yasmani hizo el paripé de pedirme el carnet de identidad antes de meterme en la patrulla. Cuando arrancamos les pregunté cuánto tiempo iban a estar persiguiéndome, porque a mí me gusta pegarme a los hombres pero no que los hombres se me peguen... "¿Y que los hombres te peguen? Eso sí te gusta, ¿eh?", me dijo Alexander haciéndose el gracioso. "Comepinga", le dije yo. "Tú a mí no me conoces." Entonces él dijo que era verdad, que no me conocía, pero aun así me estaba ayudando. Porque ellos ya habían hablado con Angelón y éste había aceptado alojarme en su casa, gratis, todo el tiempo que yo quisiera. "¿Y qué pasa si no quiero?", les pregunté, y Alexander me dijo: "Chica, ¿tú quieres regresar deportada para Guantánamo? No es que el Oriente tenga nada de malo, mira, yo soy de Holguín, y el sargento es de Bayamo, pero se te ve que a ti te gusta un mundo La Habana, ¿no es verdad?" Yo me quedé pensando. Estábamos cerca de la terminal de trenes. Yasmani cogió por un callejón solitario y detuvo la patrulla, apagando el motor. Les pregunté si era en serio lo del cuarto gratis. Alexander acercó su cara a mí y dijo que los orientales estábamos para ayudarnos. Yasmani ya se había sacado el rabo... Lo tenía parado... Era enorme... Ay, no sé si contarte esto...
Me lo contó todo. Porque si bien ella no confiaba mucho en las terapias, dijo, sabía que lo primero, lo más importante, lo más difícil, era abrirse.
Separó las nalgas y se sentó encima de la erección de Alexander, que se había pasado para el asiento trasero. Empezó a moverse arriba del teniente mientras Yasmani la halaba por el cuello hasta hundirle la pinga en la boca. Después fue el sargento el que la puso bocabajo y se la templó mientras le daba nalgadas y le decía "qué rico, puta, sí, así..." Los dos policías eyacularon varias veces dentro de ella. Ella eyaculó en el piso de la patrulla. Terminó toda estrujada y con el pelo hecho un desastre.
Me sentí una mierda, dijo Amy. Con frecuencia me siento así, una mierda de la cabeza a los pies. Pero no te puedo negar que yo había tenido mis fantasías al respecto... Negrones, tipos con uniforme... En fin, ahora no quiero ni acordarme de eso. Me dejaron tirada en la calle con la dirección del Angelón ese escrita en un papel. Y antes de irse me metieron en el bolso un paquete para que yo se lo llevara. Una jabita con yerba.
¿Marihuana?, le pregunté.
Habla bajito, niño, que estamos en un hospital.
La patrulla surgió de la nada, de entre las grietas y el sopor del asfalto. Los dos agentes se bajaron y nos hicieron señas. Eran ellos.
—¿Usted es el que fue a la unidad a preguntar por nosotros? —preguntó el Micha.
—Tengo unas zapatillas que han sido fabricadas con plástico demasiado duro —dijo el Autista—. Cuando voy a mi máxima velocidad, es doloroso.
Esas cosas surgían de su cabeza como un rebote, un eco, como letras de canciones astilladas, como restos de alguna amenaza intraducible...
—¿Cómo me encontraron? —pregunté yo.
—No se preocupe, somos policías —dijo el Chacal. Los dos sonrieron, pero sin quitarse la máscara de rigidez—. ¿De qué se trata?
Repetí lo que ellos ya esperaban.
El Micha le preguntó a su compañero:
—¿Ese no era aquel travesti de los tatuajes y el peinado estrafalario?
—Sí, ahora me acuerdo —dijo el Chacal—. Tremenda pelambre. Parecía que tenía una colmena de avispas arriba de la cabeza.
—Y parecía una mujer de verdad, confundía a cualquiera —agregó el Micha—. Una mulatona de ojos verdes, alta, hermosa, aunque un poco desaliñada.
—Nosotros nos vimos en la obligación de detenerlo un par de veces y hacerle un acta de advertencia —dijo el Chacal, poniéndose serio—. La prostitución está penada por la ley.
—Además, actuaba con deliberada e injustificable violencia —recitó el Micha—. Sobre todo bajo la influencia del alcohol y otras sustancias nocivas.
—Yo diría que era un muchacho sometido a malas influencias, a muchas influencias extranjeras. Un joven que equivocó su camino, a pesar de todas las posibilidades que le brindó el socialismo —resumió el Chacal—. Hace tiempo que no lo vemos por estos barrios. Ojalá haya cambiado su estilo de vida.
—¿Te adelantamos a alguna parte? —me preguntó el Micha en la puerta del carro, invitándonos a entrar. Yo miré al Autista: tenía los ojos cerrados y decía que no, que no, que no, moviendo la cabeza de lado a lado sin parar.
Ese es el único jazz que debe estar sonando ahora en sus oídos, pensé.
No no no...
Después que me mudé todo empezó a resultar más fácil, me dijo Amy Winehouse. Angelón estaba en el negocio, claro. La primera noche que me vio vestida para salir, me dijo: "No cojas calle ahora, mi amor, que vienen unos amigos". Vinieron dos italianos. Tomamos unos tragos, fumamos yerba, y luego me fui a la cama con los dos. A la mañana siguiente Angelón me entregó doscientos euros, preguntándome si me parecía bien. Salté sobre su barriga y le llené la carota de besos. Aquello fue sólo el principio. Quedamos en que yo fijaba una cantidad de noches al mes y él se ocupaba de traerme clientes a la casa. Decoré el cuarto a mi gusto y por allí pasaron españoles, canadienses, franceses, alemanes, suecos, rusos... Mis favoritos eran los británicos, con ese acento tan lindo del inglés, pero yo los mimaba a todos, y a todos los hacía sentir como reyes. ¿A quién no le gusta el dinero? Angelón estaba de lo más feliz. Puso el apartamento como nuevo. Compró un televisor de pantalla plana, inmenso. Me dijo que la nevera siempre iba a estar llena de carne para mí, porque yo tenía que alimentarme bien. También se ocupaba de mantener la casa abastecida con el mejor alcohol, para mí y para los clientes... ¿Yo? Qué te puedo decir. Me sentía ya en otro nivel. Sobre todo después de ponerme la silicona en las tetas, una operación carísima en el mercado negro, un sueño hecho realidad. Sólo me acordaba de mis jornadas en la calles cuando iba a reportarme con Yasmani y Alexander.
"Reportarse" significaba servir de enlace. Acudir a las citas nocturnas con los dos policías, que la esperaban en sitios previamente acordados para entregarle los paquetes. Se suponía que ella era la persona indicada para no levantar sospechas. Las bolsas de yerba pronto se mezclaron con las bolsas de cocaína.
Al principio tenía curiosidad, dijo. Yo pensaba que empolvarse la nariz, como se dice, iba a ser algo difícil e incómodo. Pero no. Cuando tienes un buen billete enrollado, preferiblemente un billete de cien dólares, te puedes tragar todas esas líneas blancas como si nada, como si en lugar de polvo estuvieras aspirando aire puro.
—Más tarde o más temprano todo va a cambiar —estaba diciendo el Autista—. Y yo solo espero que la burguesía tenga tiempo para recordar mis carbúnculos...
A falta de buenas ideas, se nos había ocurrido apostarnos en una esquina de la calle para vigilar la entrada del edificio.
Vimos llegar a una mujer cincuentona halando la correa de un pastor alemán con bozal. Subió las escaleras y bajó a los pocos minutos, sin el perro, para dirigirse a una bodega mugrienta al otro lado de la calle.
Fuimos a su encuentro:
—Disculpe, ¿es suyo aquel pastor alemán que usted traía?
—Ya quisiera yo —la mujer sonrió con descaro, iba a ser habladora—. Pero no, es el perro de mi vecino, un perro policía que le regalaron hace poco. Se llama Ministro.
—Primer Ministro debiera llamarse —dije—. Es un hermoso animal.
—¿Verdad que sí? A mí me encanta. Por eso le pido a mi vecino que me deje sacarlo a pasear de vez en cuando, me gusta caminar al lado de él. Este barrio está lleno de satos que no paran de ladrar y son tremendos conflictivos, y de perros de pelea rabiosos, de esos que los muchachos crían para echarlos a fajar... Pero si usted los viera, en cuanto pasa Ministro todos se meten el rabo entre las patas, bajan el hocico y se esconden. Parece que se dan cuenta de que es uno de esos líderes de manada... ¿cómo se dice?
—Macho alfa.
—Eso mismo, un macho alfa. Grande, fuerte, que impone autoridad y es fiero cuando hace falta. Dice mi vecino que él ya ni se preocupa de cerrar su puerta con llave, porque sabe que Ministro le salta al cuello al primero que entre... ¿Usted qué hace? ¿Compra perros de raza, para reproducción o algo así? Va a tener que hablar con el dueño, Ángel Chang, aquel edificio en el primer piso, yo vivo justo en el apartamento de enfrente...
—No. Lo que yo estoy buscando es un alquiler, algún cuartico barato. Pero me han dicho que por aquí hay mucho negocio clandestino de jineteras y proxenetas.
Fue como si el semblante de la mujer hubiese recibido una descarga eléctrica. Sostuvo la sonrisa, pero sus labios estaban definitivamente sellados.
—Ah, yo no sé nada de eso —dijo—. Tengo que irme.
Yo era una estrella, me dijo Amy Winehouse. Yo era lo más exclusivo de La Habana. No te imaginas cuántos ricahones pervertidos iban una y otra vez a la casa, a mi cama, a repetir la dosis. Para no hablar de los que se aparecían de vez en cuando con el rostro cubierto por una máscara. No sé, a lo mejor eran celebridades, diplomáticos, empresarios importantes...
Iban a templársela, o a que ella se los templara. Iban en plan sadomaso, a golpearla y amarrarla, o a que ella los golpeara, los amarrara y les cruzara las espaldas a latigazos. Algunos fueron a tirarle fotos que luego colgaban en internet: Amy modelando látex y conjuntos fetichistas; Amy en toda clase de posturas, con vibradores, masturbándose, en cuatro patas, una explosión salvaje de silicona y melena caribeña y tatuajes, en blanco y negro y en colores. También fue la protagonista de videos amateur, películas que Angelón evaluaba en el pequeño cine porno que tenía montado en la sala, esa gran pantalla donde ella se lucía mirando al espectador con una expresión aureolada por tanto semen chorreante... Una expresión que revelaba plenitud pero al mismo tiempo oscuridad, porque de aquellas sesiones maratónicas de sexo profesional, filmadas o no, ella apenas recordaba momentos sueltos, detalles dispersos, todas las noches comenzaron a confundirse dentro su cabeza en una sola, larga noche llena de cortes y lagunas de inconsciencia. Lo único que recordaba con claridad eran las rayas interminables de cocaína y una sed que la impulsaba a beber todo el tiempo. Bebía y se drogaba cuando estaba con los clientes, bebía y se drogaba sola y llegó un punto en que hasta el dinero que hacía en la cama, su combustible original, empezó a desaparecer tras la niebla que ensuciaba sus lentillas verdes.
Te mentí al principio, dijo. Estaba mintiéndome a mí misma una vez más. Ahora sabes la razón por la que estoy aquí. No soy de esas chicas buenas. Tengo una parte autodestructiva que siempre mantuve bajo control. Pero si algo he aprendido es que el control, igual que el amor, es un juego que más tarde o más temprano se pierde.
Nos alejábamos del Barrio Chino cuando se aparecieron otra vez los patrulleros.
La puerta trasera volvió a abrirse, como una invitación:
—No —les dije—. No, gracias.
—Sí —me dijeron—. Hoy sí vas a entrar.
Me resistí, intenté zafarme. Vanos reflejos. Terminé metido de cabeza en la patrulla y con las manos esposadas detrás de la espalda.
Un grupo de personas me observaba sin el menor asomo de escándalo. Vi al Autista alejarse corriendo. Comprendí de pronto que aquella era la última vez que lo veía.
Ahora sí, me dije. Ya no hay marcha atrás. Este es el agujero negro de la realidad cubana. Esta es la intemperie donde estamos solos y perdidos.
—¿Por qué te pones así, escritor? —protestó el Micha—. Si lo único que queremos es ayudarte, llevarte hasta tu casa...
La patrulla enfiló por el Malecón.
El Chacal dijo:
—Aquí cogimos a Amy una vez, ¿te acuerdas? Parecía un estropajo. Parada arriba del muro, tambaleándose, borracha...
—Claro que me acuerdo —confirmó el Micha—. Ella estaba orinando ahí, de pie. Se había sacado el rabo y apuntaba al mar con su chorrito... Seguro que estaba pensando en su marido, allá en el norte. Quién sabe si también quería hacerse una paja.
—Era una loca, una enferma... Tenía la cabeza llena de mierda.
Por la ventanilla vi pasar esquinas llenas de basura, mendigos, anuncios de nuevos negocios colgando en paredes cuarteadas por el salitre, en balcones a punto de caer. El desfile de ruinas empezaba a parecer interminable.
—Ahora estás muy callado —me dijo el Chacal—, sin embargo nosotros sabemos que te gusta ir por ahí haciendo preguntas, hablando con gente...
—Y hasta te hemos visto hablando solo —agregó el Micha—. ¿Ves? Te fichamos y tú ni te has dado cuenta...
—¿Qué pasa, necesitas compañía? Porque podemos darte un perro. Un pastor alemán entrenado. A ver, ¿qué nombre tú le pondrías?
Los dos se rieron.
Dejamos atrás Centro Habana. Nos detuvimos.
—Ten cuidado —me advirtió el Chacal cuando me abría las esposas—. La calle está muy mala, hay mucha delincuencia. Cualquiera te puede dar un golpe mucho más fuerte que ese que tienes en la cara.
A continuación el Micha me pegó un puñetazo.
Escupí sangre en el contén y miré la patrulla alejándose.
Tomé una decisión, me dijo Amy Winehouse. Hace poco desperté y decidí que ya era suficiente. Como siempre, no tenía ni idea de lo que había pasado el día anterior. Miré en el espejo lo flaca que me estaba poniendo, miré la costra de sangre bajo mi nariz, sentí en la garganta el sabor ya familiar del vómito y me dije: te estás matando, Amy, tienes que parar, tienes que buscar ayuda... Y entonces, sin decirle nada a Angelón, me fui al policlínico. Allí me remitieron para este hospital, donde dicen que están los mejores especialistas. Llamé a mi mamá, llorando, y le dije que pensaba asistir a una consulta semanal en el Psiquiátrico por un problema de depresión y trastornos alimenticios. ¿Qué podía decirle? ¿Que su niñito lindo era una puta adicta y alcohólica? Aunque para serte sincera, no creo que ningún tratamiento vaya a funcionar conmigo. La intoxicación que tengo es más fuerte que yo, ya lo sé, pero creo que también es más fuerte que todas estas terapias, más fuerte que el Ministerio de Salud Pública completo. La semana pasada me senté en un grupo donde todos debían compartir sus experiencias. Yo no dije nada. ¿Tú te imaginas? Si abría la boca a lo mejor me ingresaban, me hubieran dado pastillas para callarme... No, todavía no estoy loca. Ahí me di cuenta de una cosa: cuando vienes de donde yo vengo, cuando vienes con el cuento equivocado, en un lugar como este no tienen nada que enseñarte.
¿Y por qué viniste a hablar conmigo?, le pregunté.
Amy Winehouse encendió otro cigarro.
No estoy segura. Te vi mirando alrededor y me pareció que eras distinto a todos los que están en esta sala. Como si hubieras visto cosas que los demás no pudieran o no quisieran ver. Por eso. ¿Tú crees que estoy loca o crees que es verdad lo que te conté?
Creer o no creer no es importante ahora, le dije por decir algo.
Ella asintió. Quedamos en silencio unos minutos.
Pero todavía no te lo he contado todo, dijo.
El teniente coronel Santiesteban se acordaba bien de mí. Me llevó a su oficina y escuchó atentamente mi narración de los hechos: brutalidad policial, secuestro, agresión, etcétera. Anotó la matrícula de la patrulla, se levantó a hacer un par de llamadas y después dijo:
—Es curioso. Los que se presentan aquí con esa clase de denuncias siempre son los disidentes. Ellos creen que todos los oficiales del Ministerio del Interior somos unos esbirros. No entienden que nosotros estamos al servicio del pueblo. Lo manipulan todo. Exageran, inventan...
—Perdón, ¿usted ha escuchado alguna palabra de lo que he dicho?
—Claro. Pero le voy a pedir que me ponga esas mismas palabras por escrito. Me extraña que no lo haya hecho ya, para ser sincero. Ustedes los periodistas independientes...
—Ya les dije que no soy periodista —lo interrumpí—. Esto no tiene nada que ver con el periodismo.
—Bueno, tiene que ver con escribir cosas contrarrevolucionarias. ¿No es cierto?
Al teniente coronel Santiesteban le brillaban los ojos. Estaba sonriendo. Yo también. Pensaba en las voces, los ecos que transcribió el Autista en mi falso cuaderno de notas. ¿Dónde estarían ahora?
Me levanté y me fui.
Fue hace dos noches, me dijo Amy Winehouse. Tenía que encontrarme con Yasmani y Alexander pero le dije a Angelón que no, que no, que no iba a ir, que no contaran más conmigo para traer esa mierda, que ya me había apuntado en un programa de rehabilitación y no quería ni tocar la droga. También le dije que me daba lo mismo la cárcel que regresar a Guantánamo, porque a lo mejor lo que yo necesitaba era justamente eso, un cambio, y que si a ellos no les gustaba era su problema, por mí podían irse los tres al carajo... Él se quedó mudo. Yo me encerré en el cuarto de un portazo, me vestí, y luego salí a caminar. Bajé hasta el Malecón. Necesitaba relajarme, respirar un poco de brisa marina. Sin darme cuenta terminé paseando por la calle donde viví con mi marido. Y allí, de pronto, cuando más distraída yo estaba, una sombra se abalanzó hacia mí desde la oscuridad. Lo único que alcancé a ver fue una mano que sostenía una pistola. Sentí un golpe muy fuerte en la cabeza y después todo se volvió negro. Caí en una especie de limbo intermitente. Recuerdo un dolor como de pinchazos, la sensación de estar amordazada sin poder gritar... Recuerdo risas y una voz que decía "Vamos a ver si de verdad le gustan los tatuajes", o algo así. No recuerdo más nada. Era como si estuviera dormida y todo aquello no fuera más que una pesadilla confusa. Cuando abrí los ojos, al día siguiente, estaba de vuelta en mi cama. Tenía el cuerpo adolorido y lleno de moretones. Me metí en la ducha y después, al mirarme en el espejo, descubrí lo que me había hecho, lo que me habían tatuado: P, N, y R. Ahí estaban esas tres letras en mayúsculas, fresquecitas y sangrantes... PNR en cada nalga, en cada muslo... PNR en mis tetas, alrededor de mis pezones... Una larga línea PNR-PNR-PNR que descendía por mi pubis y llegaba hasta la punta de mi... de mi pene...
Con manos temblorosas, con temblores que no eran causados por ninguna abstinencia, Amy Winehouse se enjugó unas lágrimas en las que había una desesperación más elocuente y más larga que las siglas de la Policía Nacional Revolucionaria estampadas sobre su piel.
Esperé en la esquina hasta que vi salir a Angelón. Solo.
Subí al apartamento.
Llevaba conmigo el relato que había escrito: mi fallido intento de hurgar en la voz grave, profunda y entrecortada de Amy. Demasiados lugares comunes gravitando alrededor de una presa demasiado fácil.
Deslicé las cuartillas por debajo de la puerta. Dos copias presilladas y con similar dedicatoria: una para él y otra para la policía.
Escuché los estruendosos ladridos.
¿Y por qué no?, me dije y llevé la mano al picaporte.
Abrí la puerta despacio. El pastor alemán rugía frente a mí. Soltó las cuartillas que tenía a medio masticar en la boca para enseñarme mejor sus colmillos.
Yo lo miré fijamente mientras me agachaba frente a él. Lo miré como nadie lo había hecho nunca. Lo miré de una manera no tan amenazante como enloquecida o incluso inhumana. El Autista me había enseñado esa mirada. Tenía sus momentos.
En lugar de atacarme, Ministro bajó la cabeza con un suave gemido.
—Buen chico —susurré—. Ahora voy registrar un poco tu casa... Pero seguro que tienes hambre.
Fui hasta la nevera y la encontré prácticamente vacía. Quedaba un solo pedazo de carne que descongelé en el microondas bajo la supervisión ansiosa de Ministro. Después lo ensarté con un cuchillo y lo vi todo de un golpe:
En el trozo de carne, grueso y mal cortado, había un islote de la piel del animal.
Y sobre la piel había unos trazos de tinta, parte del dibujo de una muñequita pin-up.
Grandes tetas, culo desafiante, largas y sinuosas piernas. El look fatal que ella homenajeaba, y el que acaso pretendía.
Sentí un mareo, una fatiga inmensa. Me dejé caer al suelo.
—Apuesto a que te lo puedes comer crudo —le dije al perro.
Se lo comió, por supuesto. Con tatuaje y todo. Luego se limpió el hocico con la lengua y vino a echarse a mi lado, corpulento y satisfecho. Me pareció que en el fondo me tenía miedo. Le acaricié el lomo y el vientre y, sorprendido, palpé dos hileras de tetillas.
Por ninguna parte había genitales que contradijeran ese hallazgo.
El pastor alemán empezó a quedarse no dormido sino dormida. Ministro era hembra.
—¿Todo el mundo está ciego? —le pregunté, cerrando yo también los ojos.
Abajo, en la calle, sonaba una sirena policial. No sé por qué supe de inmediato que no se trataba de la PNR. Esta era una patrulla de la Seguridad del Estado.
Pero no lo fui a comprobar. No tenía fuerzas para levantarme.
Pero hoy mismo me llamaron, me dijo Amy Winehouse, más serena, evaluando los restos de su maquillaje en un espejito. Hoy mismo hablé con Alexander y él me pidió perdón. Sonaba bastante sincero. Casi estaba suplicándome por teléfono. Me dijo que todo había empezado como una broma y después se les fue la mano, se dejaron llevar... En fin, que estaban muy arrepentidos de lo que me hicieron y querían darme algo en compensación del daño y en señal de amistad, por todo lo que habíamos luchado juntos. "Una buena cantidad de fulas", me adelantó Alexander. "Para que puedas irte a la Yuma o adonde te dé la gana." Y quedamos en reunirnos esta misma noche.
Entonces le crees, dije. Vas a verlos otra vez.
¿Por qué no? Tampoco es que ellos sean unos monstruos, unos animales... Mira, aquí escuché hablar de ese método famoso que llaman los Doce Pasos. Me parece que son demasiados. Ni siquiera sé si me quedan fuerzas para pararme sobre unos tacones. Además, ¿por dónde estaría caminando? ¿Por dónde quieren ellos que camine? A lo mejor lo que yo tengo que dar es un solo paso, un paso afuera. El paso definitivo. Huir, desaparecer...
En un salón del fondo, un grupo de personas empezaba a acomodar unas sillas.
No voy a entrar, me dijo Amy Winehouse. Ya tuve mi última sesión hablando contigo. Gracias por tu paciencia. Gracias por escucharme.
Nos despedimos. Me tiró un beso antes de perderse por el pasillo. El mismo pasillo por el que regresaba la enfermera empujando su carrito, en compañía del Autista.
Aquí tiene sus pastillas, me dijo, y se quedó parada frente a mí para verificar que me las tragaba. El agua tenía el sabor del vasito de plástico desechable.
Cuando la enfermera se fue, el Autista me miró con su cara desprovista de expresión y dijo algo que no entendí, como siempre. Después, en cuestión de minutos, dejé de verlo: se había esfumado por completo en el aire.
No importa, pensé. Yo lo vuelvo a encontrar.
Jorge Enrique Lage nació en La Habana, en 1979. Ha publicado cinco libros de cuentos y estas dos novelas: Carbono 14. Una novela de culto (Altazor, Lima, 2010) y La autopista: The movie (Caja China, La Habana, 2014). Este cuento apareció traducido al inglés en el número 46 de McSweeney's: "Thirteen Crime Stories from Latin American".