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Narrativa

Siria. Los besos de la vigilia

'La primera vez que se quedó conmigo lloraba dormida. Se movía desesperada, como si la estuvieran persiguiendo, como si la estuvieran violando o la tocaran de otra manera contra su voluntad o su posible inocencia.'

Nueva York

A Syrie Amanda Victoria Moskowitz

 

No era su boca, era el tiempo quien besaba mi cuerpo dormido.

Siria, con ese nombre bíblico y su cuerpo salobre, me deshacía.  Siria hacía desaparecer el tiempo con su boca en mi cuerpo. Nunca supe bien si estaba o no dormido, pero esa última vez fue la más hermosa, tal vez por eso, quién sabe.

No sabía que tenía otro amante con el que se iba a París y al Líbano todo julio, me enteré después por Seraphine. A veces me olvido de que miente. Pero no me olvidé de que iba a estar solo dos días en NY. No pude contenerme. No podía. 

Decidí no extender mi estancia en Barcelona, dejé a Mariana, mi posible amor en aquella ciudad, para verla.

Llegué en la mañana temprano. Su vuelo era en la noche. Había ido a Denver para un fashion shoot. Organicé algunas cosas en la casa. Me fui a Soho a encontrarme con mi amigo Octavio que había venido de L.A., a la boda de un amigo y al funeral de otro. Qué semana. Nos encontramos en Broadway y Prince, le di un fuerte abrazo y le dije poco. Los dos conocemos muy bien ese dolor. 

Subimos por Prince sin rumbo aparente, cuando estábamos frente a la librería Mc Nally Jackson, mirando al azar hacia la acera de enfrente, en la vidriera de la Boutique Lollipop vi un vestido rojo vivo que me paralizó.  Estaba expuesto allí para ella. Es su color favorito. Entré sin pensarlo, pregunté si tenían su talla. 

Siria es petite. Tiene el cuerpo delgado hacia arriba con unos senos pequeños y redondos que pueden sellar la boca de cualquiera, pero con unas caderas que parecen haber sido esculpidas a mano y unas nalgas iguales y robustas. 

Compré el vestido. En Río no encontré ningún regalo que me fascinara para ella, solo un pulso sencillo.

Almorcé con Octavio en el café Gitane. Brindamos por la vida.

—Ya nunca vamos a poder tomarnos la cerveza prometida con Chistopher…

—El está aquí también, de otra manera pero está aquí -le dije.

Nos quedamos callados, mirando moverse alrededor el resto de las cosas que nos mantienen vivos. Hacia el final de la tarde nos despedimos.

Regresé a la casa con el regalo y el deseo de vérselo puesto. Eran las diez de la noche cuando me llamó desde un taxi:

—I’ll see you in a bit, baby.

Oírla me puso a temblar. Habíamos estado juntos tres semanas intensas y en las últimas tres había hablado con ella solo una vez por teléfono. Me preparé un vodka con agua de coco y me puse a torcer un poco de hierba mezclada con hash. Me bebí el trago despacio y me preparé otro.

No quería pensar mucho en cómo sería.

Sonó el teléfono otra vez, estaba en la puerta del edificio. Bajé volando las escaleras. Allí estaba, sudada, salobre, tenía puesto un vestido de algodón estampado de esos que parecen de niña. Nos besamos como en las películas.  La pegué contra el muro y le agarré las nalgas. Nos reímos como el último día antes de nuestros viajes, en que estuvimos fumando y templando hasta el delirio. 

Agarré la maleta y subimos. Solté la maleta en la cocina y nos tiramos contra el sofá donde duermen los amigos. Le levanté el vestido. Nunca usa blúmers. Eso me encanta. Olía a cobre. Me enterré en ella.

 

 

Ah, Siria, a veces me despierto en el medio de la noche y me parece escucharla gritar aún. La primera vez que se quedó conmigo lloraba dormida. Se movía desesperada, como si la estuvieran persiguiendo, como si la estuvieran violando o la tocaran de otra manera contra su voluntad o su posible inocencia. La abracé:

—Estoy a tu lado, Siria —le dije—, estoy a tu lado.

La besé. Le acaricié la cabeza y volvió a quedarse dormida, o perdida o inocente.

 

 

Terminamos y nos fuimos juntos a la ducha. Recorrí su cuerpo con la fuerza y la seda del agua. Corrimos mojados a mi cuarto. Encendí el tabaco. Fumamos.

Le pedí que cerrara los ojos. Le puse el vestido, así, aún mojada, y el pulso en la mano izquierda. La paré frente al espejo.

—Ábrelos ahora —dije.

Empezó a reírse como una niña, y a tocarse inquieta el pulso y el vestido una y otra vez.

—Thank you, baby, thank you, it’s beautiful.

Tenía el vestido pegado al cuerpo. Se veía iluminada. Se lo levanté y nos tocamos hasta olvidar. No recuerdo cuándo me quedé dormido, pero fue tal vez lo más fuerte de la noche. 

Estaba amaneciendo cuando sentí la boca, su boca, besando mis ojos. No estaba muy seguro hasta que oí su voz tenue:

—Hi, Baby

—Buenos días, Little one.  He soñado toda la noche con una mujer que sé que conozco.  La puedo oler aún.

Me miró como si se sintiera amenazada. Me preguntó insegura:

—¿Qué soñaste?

 

 

Era de noche, tarde ya. Una de esas noches en que me siento más solo que de costumbre, o por lo menos que la noche anterior. Salí de la casa y me fui a Epistrophy. Llegué y pedí una peronada, como le digo a mi peroni con limonada.  Después de saludar a algunos de los habituales, me quedé callado. Ya me conocen. Saben cómo dejarme con mi silencio sin parecer maleducado. La soledad pública. Hice un tiempo. Pedí una grappa. Me la bebí de un golpe.  Pagué y me despedí.

Caminé por Mott hasta Prince. Bajé hasta Broadway y seguí en dirección a Union Square. En la esquina de Broadway y Bleecker oí que me llamaban. Era Seraphine, una amiga que vive justo ahí. Estaba con ella y nos presentó:

"Syrie Amanda" y el apellido, que me pareció judío, pero no lo recuerdo. Me lo dijo con una mezcla de orgullo y timidez. 

Me gustaron ella y su nombre. Casi nadie se presenta así, pensé. Era rubia. No tengo un tipo de mujer específico, pero las rubias no son mis favoritas. Me invitaron a ir con ellas. Las seguí sin pensarlo  Conozco a Seraphine desde hace años.

Nos montamos en un taxi y fuimos al East Side Company Bar, en Essex y Grand.  Me senté entre las dos. Ellas pidieron cócteles. Yo le fui fiel al vodka. Hablamos hasta cerrar el bar. 

Syrie Amanda vivía en Williamsburg, en Wythe y Kent. Nos despedimos de Seraphine y decidimos compartir un taxi. No recuerdo lo que hablamos en el taxi, pero sí ver su pelo rubio y rizado moverse con el viento y el puente y las luces contra nuestra velocidad. Llegamos a la esquina de su casa y me invitó a un último trago y a ver su trabajo. Era fotógrafa.

Vivía en un loft que compartía con otras dos mujeres. Preparó un trago extraño con tequila, era más bien amargo. Brindamos por nuestro encuentro  Me llevó a su cuarto y me enseñó sus fotos, algunas de ella misma desnuda. Hermosa. 

Saqué un poco de hierba. Fumamos. La fui a besar, me detuvo, me miró al centro de los ojos y me dijo:

—Espera, que va a llover. 

Me pareció una antigua sentencia.

Tenía los ojos de un azul cálido y lejano, como si viniera de otra parte. No sé cómo, pero escuché la lluvia. Empezó a besarme los ojos. Hipnotizado. Sentí que me desnudaba y me iba metiendo en su boca.

Tiene una boca rosada y carnosa como la tuya, pero te confieso que aún más. Soñé otra vez que estaba sobre el puente Williamsburg. El pelo se le movía igual que cuando íbamos en el taxi para su casa. Tenía puesto un vestido rojo vivo, estábamos los dos mirando a la ciudad, le levanté el vestido contra la cerca roja igual y me hundí en ella.

—Yo soy la ciudad, Nueva York está ahora dentro de ti —le dije.

 

 

—Mírame a los ojos. Escucha la lluvia. Anoche, cuando te quedaste dormido, te estuve besando todo el cuerpo hasta que te viniste en mi boca.

 


Armando Suárez Cobián nació en Antilla, en 1957. Ha publicado los libros de poemas Corre ve y dile (Extramuros, La Habana, 1986) y Nueva York no eres tú (Torre de Letras, La Habana, 2013). Este cuento pertenece a El libro de los amores breves (Lingkua, Barcelona, 2014)

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