El 22 de octubre de 1862 se jugó en La Habana la partida de ajedrez más singular que se haya librado en la Isla. De un lado del tablero, con los ojos vendados y las piezas blancas, estaba el genio ajedrecístico más grande del siglo XIX, el norteamericano Paul Morphy. Del otro lado estaba un joven esclavo negro, el cubano José María Sicre, con las piezas negras.
Paul Morphy era el jugador más famoso del mundo. Sureño de New Orleans, tras servir brevemente en los ejércitos de la Confederación, había burlado el bloqueo para huir del caos de su patria rumbo a Cuba. No lo sabía aún, pero su largo viaje terminaría en el caos de la locura.
José María Sicre, sin libros ni maestros, había aprendido los secretos del ajedrez observando jugar a su amo, el campeón cubano Félix Sicre. Morphy ganó la partida, como ganó todas durante aquella visita habanera, pero Sicre sería recordado por la excelente defensa francesa que ensayó aquella noche ante el sureño afrancesado.
Morphy, me imagino, jugaría aquella partida defendiendo un pasado que ahora probaba ser efímero: el Sur esclavista y su reinado del ajedrez estaban en el ocaso. José María la habrá jugado soñando con una gloria de alfiles y peones que le deparara un futuro distinto al prefijado por su mundo.
La partida de Morphy y Sicre puede ser vista como una metáfora del amor por ajedrez, los meandros de la injusticia, la ceguera voluntaria, la violencia que divide a un país, el exilio, la larga y complicada relación entre Cuba y los Estados Unidos, el deseo de reinvención personal, la eterna posibilidad de hallar un terreno común…
En esos poderes evocadores del ajedrez pensaba mientras leía La apertura cubana, la novela de Alexis Romay. Su Apertura es también una partida de ajedrez a ciegas. Y es una reflexión dolorosa y aguda —valga la "redundancia"— sobre la historia reciente de Cuba, sobre el precio que ciertas fronteras imponen, y sobre el precio cierto que se paga al imponer fronteras.
La novela se desarrolla como dos narrativas paralelas: el diario de una adolescente habanera —"la camilita"— escrito en 1986, y las transcripciones de un interrogatorio al que las autoridades cubanas someten a una veinteañera —"la neoyorquina"— en 1996.
Ambas historias se pueden leer como sendas partidas de ajedrez. Por una parte, la camilita juega la suya con la vida: trata de descubrirse y dibujar su identidad en un hogar, una escuela, un entorno que intentan predefinirla. Como José María Sicre, la camilita mueve sus torres y caballos para escapar de esa rígida y aburrida cuadrícula que su maldita circunstancia le ha deparado como sucedáneo de la vida.
La neoyorkina, que ha llegado a la Isla porque el avión en que viajaba a Bahamas ha sido secuestrado, juega su partida contra un interrogador que intenta imponerle una identidad que ella rechaza. La neoyorkina juega la partida de Morphy: está defendiendo su pasado, las penas y las glorias de su vida como ella las recuerda.
La camilita se defiende de un futuro que otros han inventado para ella y quieren imponerle. La neoyorkina, por el contrario, enfila sus trebejos contra un pasado que sus interrogadores le adjudican y que ella no acepta. La tensión entre esos dos relatos, el suspenso policiaco que los enlaza, serían suficientes para jalonar la lectura.
Pero la novela no agota su metáfora ajedrecista ahí: está también el tablero sobre el que se juegan las partidas, los cuadros blancos y negros que, en el caso de La apertura cubana, son el lenguaje y la memoria. Algunas novelas se leen por las peripecias de la trama, otras por los malabarismos del lenguaje. La apertura cubana regala una bien medida mezcla de ambos.
Hace dos décadas, al llegar a Miami, leí de un tirón las novelas y las memorias de Reinaldo Arenas que no había tenido antes. Una de mis sorpresas fue descubrir allí el lenguaje de mi infancia: aquellas frases, aquellas palabras que ya nadie usaba en Cuba pero que para Arenas, exiliado en 1980, conservarían siempre la frescura de la última foto de la fiesta. Fue una experiencia "afocante", como diría Arenas.
Leer La apertura cubana de Romay me ha recordado esas lecturas. Vivimos en una época en que se considera de buen gusto decir que uno tiene "mala memoria". La falta de memoria es, digamos, socialmente aceptable, cool. Pocas veces, sin embargo, te encuentras personas que te digan que les falta inteligencia. Detrás de esa dicotomía se esconde la noción que la memoria es la hermanita pobre del binomio. ¿Para qué quiere memoria quien tiene acceso a Wikipedia?
Los novelistas saben que esa dicotomía es una falacia. El único rasgo de inteligencia que un novelista necesita es saber disfrazar los recuerdos como frutos de la imaginación. Un novelista sin memoria sería más inútil que un submarino boliviano. En su Apertura, Alexis Romay demuestra tener una memoria fotográfica. O, para ser exactos, una pésima memoria fotográfica.
Los personajes de Apertura recrean el lenguaje popular cubano de los ochenta. El autor hace aquí un alarde de memoria que recuerda también las simultáneas a la ciegas que hicieron famoso a Paul Morphy. Este es un enunciado que se debe matizar. La literatura cubana actual abunda en historias narradas en lenguaje popular. A veces el lector se lleva la impresión de que nuestros novelistas se rinden a ese lenguaje porque es el único que entienden, usan o dominan.
La Apertura de Romay es ave de otro plumaje, y es ese un detalle que se agradece. Los personajes de Romay re-crean el lenguaje de la Cuba de los 80: se trata de un caso de literatura, no de ecolalia.
Y esa recreación del lenguaje popular juega también su partida de ajedrez con una obsesión evocativa —la de Romay y sus personajes— que van armando en la novela el retrato conceptual —en el sentido lato de la palabra— de La Habana de los 80 y los 90. Un retrato que recuerda, por lo obsesivo, las nostalgias habaneras de Cabrera Infante o la furia con que Arenas recordaba aquella ciudad que fue su enemiga.
Pero para Cabrera Infante y Arenas, las calles, los bares, la cárcel, la bohemia y las aventuras sexuales son los puntos de referencia a partir de los que se describe la ciudad. La novela de Romay es menos carnal, menos tangible. Su ajedrez nostálgico se juega en una Habana más reducida y cerebral, y más joven. La camilita, que seguramente es la adolescente más culta y más "leída" del Occidente cristiano, va desglosando en su diario una sarta de evocaciones que abarcan los libros, las frases, las canciones, las películas, los versos, las imprecaciones, los programa de radio, los grupos musicales, las modas, los peinados, los gestos de la mano izquierda y las rutas de guagua que eran el destino del habanero promedio de 1986.
Ese retablo de los milagros, ese museo de todo lo que importa y de todo lo baladí, de todo lo que se salva por la bondad o la belleza y de todo lo que debería ser condenado al olvido, debe ser obra de la mala memoria. Tener buena memoria es saber olvidar algunas cosas. En La apertura cubana, el lector se lleva la impresión de que Romay es dueño de una pésima memoria fotográfica. Para él nada parece ser desechable, cualquier olvido es pérdida, por saludable que pudiera ser olvidar ciertos detalles.
Al comentar la locura de Paul Morphy, sus contemporáneos proponían dos tesis encontradas: unos decían que había sido la derrota del Sur, la pérdida de aquel mundo que era el suyo, lo que lo había hecho perder el juicio. Otros, en cambio, aseguraban que fueron sus simultáneas a ciegas —aquellas hazañas que Morphy imponía a su memoria portentosa—, la causa de su locura.
Alexis Romay parece estar en su sano juicio, pero su novela revela una nostalgia y una capacidad de acumular recuerdos que no serían indignas de Morphy. Romay habría soñado con tener el genio ajedrecístico de aquel sureño errante. Sus lectores, sin embargo, le van a agradecer su nostalgia díscola, su memoria matemática y, sobre todo, su talento para poner a esas dos enemigas a jugar ajedrez en un libro.
Alexis Romay, La apertura cubana (Sudaquia Editores, Nueva York, 2013).