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Narrativa

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'Dos horas antes de la cita con las clientas, aparecí vestida de lesbiana, dirán ustedes ¿cómo se viste una tortillera? Hay muchos modelitos, el mío era gordita y sentimental, sin un quilo, de esas que van a los bares con frecuencia': Un capítulo de novela.

Woodstock

Todavía con la nariz hinchada y unos cuantos morados en la cara tuve que ponerme las pilas, como dice Tony, mi amigo miamense, y continuar buscando trabajo. Después de revisar la lista de a quienes pedir prestado o agotarme pensando cómo resolver, se me ocurrió llamar a Pepe, el Español, que tiene una pequeña funeraria en la calle 34, en el East Side, cerca del Bellevue, el peor hospital de La Gran Manzana.

Pepe, el Gallego, me había propuesto, hacía tiempo, un negocito, yo diría, fraudulento. A este tipo de recurso solo le echo mano cuando ya no me quedan puertas donde tocar.

Recién había llenado una planilla pidiendo ayuda al welfare. Les juro que es la primera vez que pido ayuda al gobierno, así y todo, la planilla aún estaba en proceso. Finalmente, me enviaron por correo los cupones de alimentos que los cambié en la calle vendiéndolos a un 35 por ciento menos porque eso de aparecerme en un supermercado de la vecindad a comprar con food stamps era como haber llegado a lo último.

En alguna que otra ocasión, cuando no conseguía quien comprara los cupones, me iba al otro lado de Manhattan, hasta el Barrio, al final del West Side y me escabullía en uno de esos mercados latinos, La Pupusera, donde nadie me conocía y compraba algunos productos. Con espejuelos negros, una gorra de beisbol y sneakers estilo afroamérica entraba a la tienda mirando hacia todos lados no fuera a encontrarme con alguien conocido.

No digo yo si tengo que padecer de presión alta tragando estos buches de sangre amarga como diría Bertha, mi tía.  La verdad, los cupones serán regalo de los tax payers y todo eso, pero ¿quién resuelve con 100 dólares al mes?

Llamé al Gallego que casi siempre está a punto de cerrar el negocio y me contó que solo le caían cremaciones, y eso no dejaba mucho. La mayoría de los cadáveres venían del Bellevue y el problema, me contaba, es que los muertos que van a parar al Bellevue son recipientes de asistencia pública y el hospital paga una cuota mínima a la funeraria que se encarga de los indigentes.

Pepe me propuso, de nuevo, el negocio que muchas veces me había hablado, un negocio sucio, pero, bueno, qué iba a hacer si estaba con una mano alante y otra atrás o como se dice en Cuba, sin plumas y cacareando.

Lo único que yo tenía que hacer era sentarme en el vestíbulo que queda al lado de la oficina improvisada del Gallego y parar la oreja para oír la conversación cuando el supuesto familiar llegaba a pagar por el velorio.

Lo principal era lucir acongojada, muy en pena, vestirme más o menos estilo pobretona, con pantalones gastados con uno o dos remiendos y una blusa estrecha, tipo part-time de factoría, unas sandalitas baratas, una cartera pequeña en la cintura de esas que se usan ahora y una jaba de cartucho, donde llevaría, un par de zapatos de tacones, medias transparentes y un vestido de mujer.

Cuando al Gallego le caían clientes, siempre llamaban con anterioridad a preguntar cosas como el costo de una limosina o el nombre del cementerio donde el muerto iba a parar. Era martes y dos muchachas lo habían llamado y venían a traer el vestuario y pagar por el entierro de un amigo. Se trataba de un vecino sin familiares que ellas deseaban tuviera santa sepultura. Una vez que la hora de la cita se acercaba, yo me sentaría en el saloncito, por lo general vacío, y agarrada a mi jaba y mi carterita, con un pañuelito en la mano, me pondría a llorar sin consuelo.

Gracias a Dios, cuando llegué a este país, pensando que en cinco años estaría en Broadway, acabando, con este talento reconocido en una escuela de teatro en Cuba, de donde luego me botaron, decidí tomar unas clasecitas de actuación del método de Strasberg que estaba de moda.

Asistía a las clases sin saber inglés e interpretaba a mi manera lo que el viejito decía, que consistía básicamente en que si uno recordaba algo triste aunque no estuviera relacionado con la escena que estaba actuando, las lágrimas fluirían a cántaros. Creo que se llamaba sense memory, aunque para ser franca, y acordándome del mejicano, profesor de actuación en Cubanacán, que se creía Valentino, y que odiaba a los actores emocionales, porque según él, se rascaban las tripas, eso de estar metiendo lo personal en una escena de teatro para provocar emociones me parecía truculento.

Ahora bien, ¿cómo llorar a un muerto que nunca había visto en mi vida? No solo eso, jamás había visto un muerto, punto. En el cuarto del East Side, donde vivía, traté de concentrarme con eso de cómo me sentiría si a mi tía Bertha le daba un patatús o si a mi amiga Martha Cecilia se le declaraba una neumonía doble, pero qué va, mis pensamientos atajaban y se interponían entre la imaginación y la realidad. Ni en reverse ni en forward me salían lágrimas.

Traté de recordar algunas ocasiones tristes de mi vida como la muerte de Lucerito, mi gata de tres patas, mi trípode, como yo la llamaba, y nada, las lágrimas no se asomaban, imagínate, ¿qué tendría que hacer, a quién matar, para echar un lagrimal cuando las clientas llegaran?

Mira que pagué por esas clasecitas, y ahora, fíjate, ningún resultado, dólares ganados a gota gorda, lavando platos en el Carnegie Hall Restaurant, de donde salía corriendo a las clases de Strasberg, viejito guarro que tenía un séquito de mujeres histéricas bailando el hula hula a su alrededor. Se llenaba el bolsillo diciendo que su técnica era descendiente de la rusa, esa de Stanislavky, si mal no recuerdo.

Por último, dadas las circunstancias, divisé un nuevo método eficiente y que no fallaría. Cogí una cebolla de esas que son bravas y ensayé frente al espejo y remedio santo, comencé a llorar estilo cataratas del Niágara. Lo único, era el olor, insoportable, me delataría.

Definitivamente el Gallego no podía justificar la peste ni disculparse con los clientes diciendo que él cocinaba en la funeraria. Bueno, al método de la cebolla le puse Plan B.  Pero yo, la verdad, cagada de miedo por el fraude a punto de cometer, lloraría, me decía, fraudulenta y por necesidad.

Otro ardid sería poner cebollas partidas en pedacitos repartidas en el salón de la funeraria y cuando las chicas llegaran que el Gallego así, como sin querer, dijera que en Galicia se usaba este remedio para evitar contaminación de atmósferas enrarecidas.

Yo, precavida, hasta había medido el tiempo que necesitaba entre sacar la cebolla y que el pujo de las lágrimas se hiciera efectivo. Sí, eso mismo era lo que usaban las estrellas del cine en Cuba. ¿Voy a creer que Raquel Revuelta lloraba de verdad cuando en esa película aparentemente angustiada o más bien arrebatada gritaba "Mamá, mamá dame una gardenia"?  Seguro.

Ese día del encuentro con las clientas ocurrió algo que me hizo llorar sin siquiera yo preverlo. Esa mañana, tratando de alegrar mi pobre existencia, y por casualidad, en la televisión vi el tributo a Celia Cruz que moriría dos semanas más tarde. Ay, cuando vi a Celia, ese monumento nacional cubano, así, con una peluca blanca de tres pisos, maquillada a lo Lita Romano, cantando "Tú Vivirás", la canción de Gloria Gaynor, en español, rodeada de todas esas estrellas que la adoraban, y cantaban con ella, o mejor dicho, la ayudaban cantando, porque a Celia se le iban un poco las palabras debido a su enfermedad, y que sabían, estaban despidiéndola, más los aplausos del público que las cámaras nos hacían llegar, me tiré a morir y lloré a moco tendido.

Ay por Dios, esa despedida me rompió el alma, Celia muriéndose pero en el bonche, pura Celia, porque sí, si tengo que citar a alguien es a Celia cantando a plena voz en una de las playas de Miami, junto a esa juventud nuestra que bailaba recordándonos que la vida es un carnaval. Grabé el espectáculo completo y enfoqué hacia la funeraria aunque aún era temprano.

Dos horas antes de la cita con las clientas, aparecí vestida de lesbiana, dirán ustedes ¿cómo se viste una tortillera? Hay muchos modelitos, el mío era gordita y sentimental, sin un quilo, de esas que van a los bares con frecuencia y con una cervecita se embelesan, y se quedan toda la noche vacilando, ahora bien, decente y limpiecita. Esperando que llegaran, me di un paseíto detrás de las bambalinas de la funeraria.

Si lloré con la música de "Yo Viviré" de Gloria Gaynor, al ver a un viejo que parecía salido de un campo de concentración, desnudo en una mesa de metal como esas de operaciones, los sollozos se apoderaron de mí y estuve a punto de gritar que me sacaran de allí. Sáquenme de aquí que me asfixio.

Tanto fue mi llantén que el Gallego vino corriendo a ver lo que pasaba y me dijo con zetas arrastradas, Victoria, cálmate, que me vas a tumbar el negocio. Pero yo seguía con la guantanamera, porque una vez que una empieza no sabe cómo acabar. Por fin, puse la mirada fija en el dedo gordo del viejo donde para colmo le habían colgado un cartelito con un número y por poco me caigo de nalgas ahí mismo.

El Gallego apurado me trajo un trago de algo que no era ni vino ni sangría y entonces sí que la hizo, me entró un pelele y sí que pasó un espectáculo espantoso por mi alma llanera y vi a todos los muertos habidos y por haber.

A la mujer del Gallego, una muchacha colombiana que nunca hablaba, con una barriga de nueve meses, le dio porque rezáramos, y ahí yo, deformada, roja, temblando, con escalofríos y el pelo que se parecía al del caballero de París, repetía esas oraciones como si estuviera rogando por mi hermana, que en paz descanse, y a la cual no pude ver antes de morirse en Cuba. Ay Virgen María, la veía clarito en esa mesa de ejecuciones.

Finalmente, me calmé gracias al rosario y el seseo del Gallego rezando. Llegué a ver a Pepe como si frente a mí estuviera el Papa dándome la extremaunción. Lo último que me dijo fue que en cinco minutos estuviera lista, que las muchachas ya habían llamado: Victoria, ponte para tu número, que si no, nos jodemos. Fui obedientemente hasta el asiento que me había asignado. Al pasar por delante del único espejo de la funeraria me vi tan desgarrada que el truco de la cebolla, Plan B, lo deseché.

Las dos so called "muchachas" parecían ser un compromiso. Maggie era americana, una copia de Blanche DuBois con pelo rojo. Delicada, con una vocecita que parecía iba a romperse de un momento a otro, con un maquillaje a lo Sylvia Miles, y un vestido sureño en esta mañana otoñal, parecía la más agradable de las dos.

La otra, Yoya, era como la jefa, una amazona alta, fornida y con sobrepeso, sin maquillaje, pelo negro lacio con cerquillo y vestida como la dyke que no ocultaba ser. Era dominicana. Tenía controlada a la Blanche, sus ojos se abrían cada vez que su amiga metía la pata y los codos tenían como un tictac que solo paraba cuando el empellón zumbaba a Maggie hacia la pared.

Las dos, vecinas del muerto, llevaban la ropa que este vestiría en el ataúd. Parece que el traje recién venía de la tintorería y Maggie preguntó a Pepe, en perfecto español aunque, vaya, con acento, si se requería que los muertos usaran zapatos en el féretro. ¿Zapatos? Nunca el Gallego le enganchaba zapatos a los muertos, no sé si eso era habitual en las funerarias o qué pero lo cogí de reojo mirando la talla de los zapatos que Maggie le mostraba.

Yo estaba al tanto de lo que hablaban y gesticulaban aunque en mi papel, ¿ok? Vi los ojos del Gallego revisar los zapatos que estaban, dicho sea de paso, mucho mejor que sus botines que parecían ser de la Guerra Civil Española, heredados de su padre. Y dijo, pues sí, claro, al cielo hay que llegar con zapatos. Por poco estallo en carcajadas, pero al estar bajo los efectos de la Pelona que había visto frente a mí sentada en esa mesa de metal al lado del difunto Al, hacia unos minutos, me compuse.

Señor Villar, dijo Maggie, Yoya y yo no somos familiares de Al, simplemente eramos vecinas; vivimos en el departamento encima de donde él vivía. (Decidí bajar el diapasón porque se estaba acercando la hora crucial.)  Hemos tomado esta responsabilidad por humanidad; es tan triste ver a una persona que ha vivido tantos años en el edificio, aunque con un carácter dificil, caminando a su perra día a día, y ahora caer en cuenta que no tiene familia, ni amigos, ni un alma que resuelva lo del entierro, suspirando agregó, nos parte el corazón.

Pepe Villar le preguntó con preocupada voz y asombro disimulado, ¿y este Sr. Al, no tenía recursos?, ¿ni siquiera una cuentecita bancaria o algún cheque mensual del retiro? ¿No le mandaban el Social Security o el SSI, la ayuda especial del gobierno?

Yoya que estaba ya en perspectiva, lista para intervenir contestó, en tono de as a matter of fact, el welfare paga 300 dólares por el entierro, imagínese, ¿qué entierro cuesta 300 dólares hoy en día? Esto significa que seguro y sin remedio Al irá a parar al Potter Field, La Tierra de Nadie, vulgarmente hablando.

El gobierno, continuó la Yoya como si fuera una representante de Beneficios y Ayuda a los Desamparados, envía el cheque directo a la funeraria al cabo de dos o tres meses, siempre y cuando se llene la planilla correctamente informando todos los detalles del funeral. Con respecto a una cuenta bancaria, qué va, ya su marinovia, que por cierto se ha lavado las manos de este asunto, registró de arriba abajo el apartamento, abrió el colchón a punzonasos, revolcó gavetas y cajas a ver si Al le había dejado algo y nada encontró. Hasta el refrigerador apestoso con las sobras que el difunto nunca comió lo sometió al escrutinio. La vieja echó el apartamento abajo, buscando, dice ella, una cuenta bancaria que llevaba también su nombre.

La bruja, dijo Yoya con una mueca despectiva, no dejó un rincón sin hurgar. Cuando vio que no había nada en el departamento, echando fumarola por la boca, le puso la cadena a la perra, y de un jalón corrió con Nancy escaleras abajo cargando unas cinco jabas de objetos, que según ella, le pertenecían.

Maggie, un poco apenada, agregó que también ella y Yoyi habían separado algo de las pertenencias de Al: unos souvenires, como quien dice, en fin, un televisor, el aire acondicionado, un juego de tazas azules con sus platicos respectivos y un sillón que es todo un antique. Al se hubiera alegrado que nos hubiésemos quedado con esos items, porque como usted sabe, lo que los muertos dejan en los apartamentos, el súper del edificio lo pone en la calle para el que quiera se los lleve o si no terminan en el basurero de la ciudad. Yoyi y yo tuvimos que transportar el aire acondicionado a nuestro piso de madrugada por eso del qué dirán los vecinos. El aparato era tan pesado que le desquició un disco de la columna.

Casi saltando, Yoya interrumpió a Maggie haciéndole señas con los ojos tan violentamente que parecía se había vuelto bizca. Como no quería que Maggie siguiera metiendo el delicado, le plantó su Nike encima de uno de los tacones, al mismo tiempo que le empujó un codazo que si no hubiese sido por la pared detrás de ella la caída la hubiera matado.

Yo, en medio del llanto contrito y debilitándome al paso del tiempo, me daba cuenta de la relación del dúo y que de inocentes nada tenían. Seguí llorando hasta con pucheros; mis hombros expresando esa angustia y sinsabor de no soportar más la vida ni la tángana. Ya hasta los senos me dolían porque el traqueteo y el meneo desenfrenado de los hombros a causa de tantos sollozos hacían brincar mis tetas de arriba abajo.

Maggie le preguntó discretamente al Gallego que por qué yo lloraba y antes que este le respondiera Yoya ya estaba casi encima de mí haciendo mi miseria la de ella mientras colocaba su mano regordeta en mi frente.

Señor Villar, ¿qué le pasa a esta señora? Y el Gallego, con ojos de vaca estrangulada y párpados dormilones respondió: Pobre muchacha, tiene una tragedia en su alma que ni siquiera yo puedo resolver.

Señora Yoya, dijo, acariciando también mi cabeza, o mejor dicho, el estropajo de pelos ensanchados en mi cuero cabelludo, y con un tono cuasi tierno dirigido a las dos me preguntó: ¿Vicky, por qué lloras así? Diles a estas dos señoritas la historia que te aflige. No te dé pena, cuéntales.

Con voz entrecortada les dije, no puedo enterrar a mi compañera que está en la morgue del Bellevue, no tengo chavos.  Si para mañana no reúno 1500 dólares tirarán a Delfina en la tumba donde entierran a los pordioseros.

Yoya preguntó si Delfina no tenía familiares. Moviendo la cabeza de un lado a otro respondí que su familia no la quería ver ni en pintura porque la consideraban una pecadora. Sus padres eran evangelistas, inmoral le gritaron la última vez que los visitó para pedirles un préstamo. Ni mi familia ni la de ella nos quieren. Y aquí donde me ven ni trabajo tengo. El welfare nos manda un chequecito que no nos alcanza para vivir. La enfermedad de Delfina fue larga y tendida. Hace dos años se le declaró el cáncer y a partir de entonces las cosas fueron de mal en peor.

Maggie tratando de ocultar su inminente curiosidad preguntó a Vicky: ¿Qué clase de cáncer tenía Delfina, Vicky? Cáncer del hígado, dije, al final, estaba invadida.  Maggie siguió indagando, yo hasta diría con algo de morbosidad, y de nuevo, preguntó estrujando el pañuelo que tenía entre sus manos ¿y cómo se le declaró, digo, qué síntomas tenía?

Yoya dándose cuenta que Maggie seguía metiendo la pata, saltó para dar fin a la conversación. Maggie, no seas indiscreta, lo importante es que resolvamos el problema a Vicky. Qué alivio me dio que Yoya terminara con el interrogatorio; ya tenía los mocos afuera de tanto llorar y no sabía cómo aspirarlos por más tiempo.

Maggie pidió permiso y en el oído susurró a Yoya unas palabras que no pude discernir. Con cara de lástima nos dijo a Pepe y a mí que las excusaran que tenían que consultar algo, que estarían de vuelta en quince minutos. El rostro del Gallego se iluminó y con ojos bovinos me hizo una seña como diciendo: Te la comiste.

Parece que fueron a tomarse un cafecito en la esquina porque la conferencia duró más de media hora, si lo hubiera sospechado, hubiese ido al baño, me estaba reventando. Al regreso, Maggie se acercó a mí y a Pepe, y con carita de Blanche DuBois me dijo: Vicky, Yoyi y yo somos estudiantes universitarias; estamos a punto de graduarnos cum laude en Hunter, queremos y hemos decidido donarte nuestros cheques, el dinero de los student loans. Con ese dinero podrás dar sepultura a tu querida Delfina.

El Gallego moviendo la cabeza como diciendo qué muchachas tan buenas y decentes, con tono servicial de hombre de negocios pero con alma cristiana parsimoniosamente hizo saber que la propuesta era tan hermosa, tan ejemplar para cualquier ser humano, que él no podía quedarse atrás, que donaría de su bolsillo el dinero que faltaba para completar el costo del entierro.

Los mil dólares que las muchachas aportarían mediante un cheque personal fechado ese mismo día serían redondeados con 500 dólares, obsequio de su parte en nombre de la funeraria Villar imitando el ejemplo de estas señoritas tan admirables. El dinero donado daría para embalsamar a Delfina, para un modesto ataúd, una misa en la iglesia de enfrente y un carro funerario donde Vicky podría sentarse al lado del chofer que sería él mismo, así recortando los gastos al no usar el servicio de un profesional ni una limusina alquilada.

Todo finalizado, el cheque firmado por Maggie en nombre de las dos, ya en manos de Pepe y una despedida que no terminaba me plantaron cada una sendos besos. Me incorporé del asiento de madera que me había molido los glúteos y las piernas para abrazarlas y devolverles los besos, pero Dios Mío, al levantarme ocurrió uno de los capítulos más bochornosos de mi existencia. Un peo enorme por no llamarlo torpedo, se deslizó entre mis muslos sudorosos. No pude atajarlo a tiempo. Para disimular me desplomé de nuevo en el asiento, asaltando a la madera para así camuflajear la bomba.  Haciéndome la que no podía ya con mi vida ni mi cuerpo, dispersé o mejor dicho aplasté, la potencia del viento fugitivo producto de las horas sin levantarme del asiento asignado por Pepe. No quise ni mirarlas, enrojecida de vergüenza coloqué la cabeza entre las piernas y como si estuviera dando alabanzas con los brazos a un dios innombrable dije sin mirarlas: Gracias, muchas gracias, amigas, que Dios las bendiga.

 


Magali Alabau nació en Cienfuegos en 1945. Sus últimos libros publicados son Dos mujeres (Betania y Centro Cultural Cubano de Nueva York, Madrid, 2011) y Volver (Betania, Madrid, 2012). Este es el segundo capítulo de una novela en preparación.

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