Lo primero en llegar es el silencio, el dolor que martilla y abre las puertas del silencio. Cuando el cañón de una pistola descansa en la sien y se aprieta el gatillo, lo primero en morir es el oído. La onda expansiva del disparo siempre se adelanta al trayecto de la bala y revienta el tímpano; ese es el primer dolor y el último, el resto es pura sombra. La fusión de la pólvora en la cámara ardiente hace que el arma suelte una bocanada de fuego que va quemando la piel, los nervios y la sangre que protegen el cráneo, para que finalmente llegue la bala a partir el hueso y atravesar de lado a lado el cerebro, tres libras de una masa gris y amorfa que ya no responde ni padece.
Hoy es domingo 19 de mayo y es la primera vez en más de dos décadas que duerme hasta media mañana. Al despertar lo primero que le viene a la memoria es el párrafo que abre esta página y lo repite en voz baja, como si fuera un salmo. Lo único que lo salva del frío que siente al salir de la cama es un café bien fuerte y el primer trago termina de abrirle a plenitud todos los sentidos. Con la taza caliente entre las manos se acoda en la ventana de la sala y mira al jardín, donde un puñado de rosas blancas todavía resiste la crudeza de la primavera. Unos niños al final de la calle tratan de tocar el cielo empinando sus cometas.
Julián Pérez había pasado los últimos veinticuatro años de su vida, desde que cumplió dieciocho, planificando el magnicidio y este era el día en que iba a ejecutar su obra maestra. Para matar al tirano lo primero que hizo fue matar el lobo que llevaba adentro y convertirse en una oveja del rebaño. Zenón de Citio, Séneca y Montaigne le repetían en la inclemencia de cada mañana que la libertad no es más que la aceptación de nuestro propio destino, y como un buen estoico que se ha castrado y se ha sacado los ojos, acataba sin cuestionar los mandamientos y decretos del gobierno, militaba en las filas del partido y un carnet rojo profundo ardía interminable en el bolsillo de su única camisa. Había delatado el pensamiento disidente de los compañeros más leales y participaba con voluntaria insistencia en actos de repudio y fuerza contra los desafectos al régimen. Los amigos de la infancia cruzaban a la acera opuesta cuando lo veían venir; renegaba del cariño de sus padres, del abrazo de sus hermanos y no tenía hijos ni mujer. Vivía como un ermitaño y trabajaba de sol a sol ganando el desprecio de sus semejantes y la confianza de los superiores.
En las noches, encerrado en el taller secreto que había construido bajo el piso de su casa, fraguaba los detalles del plan de la misma manera que un monje que hace voto de castidad y silencio para llegar al fondo del último abismo, donde lo espera la plenitud de Dios o la nada. Repasaba uno a uno los posibles escenarios del día final y se aplicaba al arduo estudio de las más diversas disciplinas, desde la física y la mecánica hasta la anatomía humana, pasando por infinitos tratados de balística, fabricación de armas y explosivos, metafísica y psicología de masas, antropología e interpretación de los sueños, agitación y propaganda política, novelas históricas, biografías y diarios de emperadores y tribunos.
De todas las armas que diseñó y ejecutó, ninguna lo complacía más que la pequeña pistola de porcelana que cargaba en la recámara una bala tallada en cristal. El artefacto se podía disparar una sola vez y para mayor efectividad tendría que estar a muy pocos pasos del hombre sentenciado a muerte. Un centenar de veces pasó por los detectores de metal con el arma empotrada en la hebilla del cinto y ningún oficial de seguridad pudo reconocerla. De todas las noches que suman la eternidad de veinticuatro años, ninguna se podía equiparar a las noches en que llegó a recitar de memoria los dramas más intensos de Shakespeare; recitarlos, actuarlos y terminar cada puesta en escena con una muerte absoluta en el pecho del rey.
Julián Pérez estaba a punto de concretar su plan y terminar con un jaque mate rotundo la angustiosa partida. Era el ganador de la distinción de Héroe Nacional del Trabajo y aquel día, a la caída de la tarde, recibiría de manos del tirano las llaves de la ciudad y la medalla de héroe por el combate que estaba a punto de ganar. El acto patriótico se transmitiría en vivo por los canales de la televisión nacional.
Cincuenta años de soberbia y poder marcaban sus cuentas en aquel hombre de rostro cetrino y barba rala. Los míticos seis pies y dos pulgadas de estatura ya quedaban reducidos a la fragilidad de un viejo encorvado y de paso lento. Los muertos que cargaba en sus espaldas y las condecoraciones que cubrían la pechera del traje militar lo consumían hasta la altura de un hombre común. La ceremonia transcurría con la tranquilidad esperada y ya estaban parados los dos hombres frente a frente. Julián Pérez lo miró fijamente a los ojos mientras unas manos manchadas, con las uñas demasiado largas, le entregaban una enorme llave de bronce y le colocaban la medalla sobre el cuello de la guayabera de hilo blanco… Julián Pérez dio medio paso atrás, sacó la pistola de la cintura y puso el cañón del arma en la frente del tirano.
Había ganado y nadie podría negar, a partir de este instante perpetuo, la vulnerabilidad infantil del derrotado. La única batalla de su vida y la historia de la nación quedaban resumidas en una bala de cristal. La escena demoró quince segundos que fueron quince siglos; la guardia pretoriana, las tribunas y las almas congregadas en la plaza quedaron suspendidas en una quietud expectante. Un silencio cómplice llegó a la misma hora a todas las casas, a todos los hombres que habitaban el país. Un silencio preñado de fantasmas y ecos que también estaban hechos de silencio.
Tres movimientos se pudieron percibir en los últimos segundos de esa foto fija que cubría la extensión y el peso de la isla. El temblor evidente de una bestia reducida a la miseria del miedo, una oscura mancha de orine cubriendo el pantalón verde olivo del viejo y Julián Pérez llevándose la pistola a la sien para volarse la tapa de los sesos y caer atravesando las barras de color que interrumpieron la transmisión en vivo.
Lo primero en llegar al pecho de los hombres fue un enorme silencio; el resto fue una sombra, pura sombra.
Germán Guerra nació en Guantánamo en 1966. Ha publicado los libros de poemas Dos poemas (Strumento, Miami, 1998), Metal (Dylemma, Miami, 1998) y Libro de silencio (EntreRíos, Los Angeles-Las Vegas-Miami, 2007).