Back to top
Narrativa

Empinando el coronel y otros dos cuentos inéditos

'Todo esto, todo, sucedió en menos de lo que canta un gallo, pero a mí, aunque esto parezca absurdo, me impresionó de tal manera que, a pesar de tener mi pie izquierdo hinchado, me puse a caminar con la mayor rapidez que pude hasta que, como un tiro, pude entrar en mi casa y, ya casi, casi bajo el terror...'

Miami

 

El cadete constitucional

 

Él iba delante, mucho más adelante que yo que, por tener, debido a mi condición post-operatoria, en ese momento el pie izquierdo hinchado, estaba caminando con bastante lentitud.

El era el teniente Rank, el maestro cívico (así, en cierta época, se les llamaba a los maestros del ejército constitucional) que, hasta hace dos años, la fecha de su muerte, estuvo caminando por este lugar donde, con mi pie hinchado, lo veo avanzar con paso rápido y, por tanto, llevándome una gran ventaja.

Pero yo, ahora,  además de caminar, estaba atravesando por un day dream bastante complicado. Era un day dream donde había un dragón. Un dragón que, mojado por el agua de una manguera que no estaba en el sueño precisamente, sino en el patio de una casa destartalada al lado de cuya cerca yo iba caminando, se sintió tan molesto y furioso (me estoy refiriendo, por supuesto, al dragón onírico) que, sin ninguna razón, empezó a llamar: "¡Margarita, Margarita!"

Margarita, que yo supiera, no tenía nada que ver con nadie que yo conociera con ese nombre.

Entonces el dragón (y aquí fue cuando, dentro del day dream, yo empecé a temer que mi pie izquierdo fuera a seguir hinchándose), increíblemente, no solo dejó de gritar, sino que, a la vista del difunto  maestro cívico (quien aunque ya más lejos y como cruzando la calle, se incorporó al day dream hasta el grado de retroceder de donde estaba, para así entrar en ese paisaje onírico donde estaba el patio con manguera), empezó a disolverse en como gotas viscosas y, lo que fue más increíble, empezó a disolverse bajo el recuerdo de un danzón, del tiempo de la nana, cuyo título era "El cadete constitucional".

Todo esto, todo, sucedió en menos de lo que canta un gallo, pero a mí, aunque esto parezca absurdo, me impresionó de tal manera que, a pesar de tener mi pie izquierdo hinchado, me puse a caminar con la mayor rapidez que pude hasta que, como un tiro, pude entrar en mi casa y, ya casi, casi bajo el terror, llegue a oír cuando, en un momento determinado de ese "El cadete constitucional", alguien detenía la música (y esto, efectivamente, así sucedía antes, dentro del danzón), daba tres pitazos, y entonces, después de eso, lograba que,  con más fuerza que nunca, se reanudara aquello, bailado en los años de mi infancia, por parejas que, por cierto, ya hace muchos años que se han muerto.   

 

 

El acordeón

 

En el Hospital, en el salón de terapia, ejecutando uno de los ejercicios que consiste en mover mis brazos extendidos, mientras mis puños cerrados parecían agarrar un acordeón, sentí que un alambre, alambre con que creo me han cosido el esternón, podía salirse de lugar y, lo que es peor, sentí que, a semejanza del cordón de un zapato, podría terminar como con su nudo deshecho.

En el salón de terapia, mientras los post-operados simulábamos (y yo entre ellos) que estábamos tocando un acordeón, una música de rock, incontinenti, sucedió a un fragmento, serenísimo de El mar de Debussy. Pero este paso, paso demasiado violento, entre las olas de Debussy, y el escándalo del rock, no es que precisamente me hiciera trastabillar con mi imaginario acordeón torácico, sino que, sin que supiera bien cómo, me hizo, repentinamente, caer en un day dream.

El day dream, sin que sepa bien cómo decirlo, estalló como un Big-Bang, y de súbito se volvió un amarillo. Pero era un amarillo pálido, o seroso, o desleído. Un amarillo que yo había visto ya, en la madrugada en que, acostado en una camilla, empezaron los preparativos para la operación del corazón.

Pero esto no fue lo importante. Lo amarillo en sí no fue lo importante del todo, sino el hecho de que, por unos minutos (¡juro que fue así!) ese color que se me presentaba como pálido, o como seroso, se convirtió en un catalizador que, entre otras funciones, me volvió invisible por el espacio de un instante. Es extraño. Repito, fue por un instante. Pero lo tremendo del caso no fue solo la experiencia de la invisibilidad, sino que, con ella, me sentí tan insignificante que temí que, cuando volviera a ser visible, todo mundo, sin reírse siquiera, iba a encontrar justificable el hecho de que yo moviera un acordeón inexistente, ya que todos, sin que les cupiese ninguna duda, iban a saber que eso, para mí, no era un ejercicio terapéutico, sino, más bien,  lo relacionado con el karma.

 

 

Empinando el coronel

 

Frente a una plaza inexistente (a lo lejos se ven las luces con colores de un supermercado), me sobreviene el day dream con los autos, camiones, y rastras. Vuelvo a ver aquella vieja colchoneta, tirada en una tierra baldía, que tantas veces visité hace algunos años cuando, debido al segundo infarto, tenía que caminar, como ahora tengo que hacerlo debido a mi reciente operación,  todos los días.

Ahora, por supuesto, aunque la veo en el day dream, ya no hay ninguna colchoneta, y la tierra baldía se ha convertido en el lugar donde se levanta un flamante templo bautista. Pero ahora, con mi pie izquierdo hinchado frente al templo bautista, se trata de un day dream muy peligroso donde, en un momento determinado, y habiendo llegado a un determinado punto de la acera, aparece un niño con la cabeza que yo tuve en mi infancia y manejando un papalote, o más bien empinando un coronel, que se desliza, esplendoroso, por el azul tramo de cielo que está colocado sobre el templo bautista. Es un niño que no fui yo, aunque tiene lo que fue mi cabeza, y soy yo manejando un coronel, cuando en realidad yo nunca supe empinar no solo papalotes, sino ni siquiera una chiringa.

Así que, en estos días post-operatorios, un niño, con lo que fue mi cabeza, empina un coronel sobre el templo bautista, pero lo tremendo y peligroso de esto es que, en ese mismo momento, siento que los autos, camiones, o rastras, que pasan por la calle, van a entrar en la acera, dispuestos a acabar de destrozar mi esternón envuelto en alambres.

Pues parece, pienso yo, que con la operación me he vuelto tan vulnerable que, ya, ningún vehículo va a respetar mi condición de peatón.

 


Lorenzo García Vega nació en Jagüey Grande, Matanzas, en 1926 y falleció en Miami, en 2012. Sus últimos libros publicados son El oficio de perder (Universidad Autónoma de Puebla, 2005; Espuela de Plata, Sevilla, 2005), Papeles sin ángel (2005), Cuerdas para Aleister (Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2005), Devastación del Hotel San Luis (Mansalva, Buenos Aires, 2007), Son gotas del autismo visual (Mata-Mata, Ciudad Guatemala, 2010), Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto (La Palma, Madrid, 2011).

Estos cuentos inéditos serán incluidos en una antología de su narrativa que prepara Pablo de Cuba Soria, a publicarse en 2014.

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.