Para Abilio Estévez
Salía, me refiero a mí y no a una tercera persona,
a la terraza: baldosas
rojas, poyetes encalados,
un foco empotrado a
la pared con la puerta
ventana de cristal
esmerilado que abría
(yo la abría) cada
mañana (alba de
albas cada mañana)
a las seis.
De kimono carmelita, pantalón de lona, alpargatas
blancas (se me ve el
dedo gordo del pie):
moño samurai. Y eso
que me había quedado
calvo hace años. Y no
por haber muerto, ni
alopecia ni tiña, ni por
razones genéticas: un
buen día va y amanezco
calvo, lo único que al
respecto me intriga es
averiguar lo que soñé
aquella noche.
La salamandra en el muro junto al banco de azulejos
gualda me mira con
grima, imagino al bicho
como reencarnación.
¿De mí? Llegan los
primeros aromas: el
aroma a frío matutino,
y al rato un aroma
a tomillo (empieza a
calentar): y por fin el
olor a yodo y al salitre
que viene, de esto sí
que estoy seguro, de
allende. La Isla. La
Concha, en Marianao.
Y la luz saltimbanqui
de un trópico, huso de
luz del que huir o nos
eclipsa. A sabiendas
de que con los años,
calvo, pies desnudos,
kimono desteñido,
última vuelta de luz
del mismo huso, iré a
desaguar en la terraza
de las dos sillas de
enea, el balcón que
diera al tendido
eléctrico, gorriones,
a la tarde totíes, a un
lado y otro yo ladear la
cabeza y ver surgir un
rosal y una efigie. Tengo
once años en efigie y
me pongo a conversar
conmigo (no doy ni di
sombra) en catorce
idiomas que conozco,
según mi madre, mujer
distinguida (no me
escucha) a la perfección.
¿Y el rosal? Eso viene después. No me voy a precipitar.
¿O no he de controlar yo,
el Contumaz, mi acabóse?
De momento, las seis.
Vista al Mediterráneo. Un
valle poco profundo. El
riachuelo de las adelfas
blancas. La sierra. Ahí
en lo alto, sépase, vivió
la familia de Fenollosa,
aquél que tanto influyó
la visión de Pound.
Signore sterlina lo
llamaban los hijos de
Joyce.
Y sépase que esta mañana oí tres veces desgañitarse
al gallo de Chuang Tzu.
Oí asimismo rebuznar.
Ahí pasa sentada a
horcajadas, retecómoda,
la Virgen: palmas y la
estípula a la sombra de
unas torres a la entrada
de Jerusalén. Estoy frito.
Esto se acaba. Ni puedo
volver a la Isla ni hay
manera de regresar a
la terraza de baldosas
rojas a desayunar. Vete,
Tiempo. Déjame hueste
de promesas perlada.
Ni un solo papel que
rellenar. A lo sumo
desayunar callado,
gacho y callado, café,
dos galletas de burda
harina, canta gallo,
gallo trepana, las
amasa Guadalupe
con unas trufas de
algarroba.
José Kozer nació en La Habana, en 1940. Autor de una extensa obra poética, acaba de recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Este poema pertenece a un libro inédito.