No hay Japón en Sergio Pitol, aunque sí hay China, o algo de ella. Uno de sus más interesantes y a la vez poco mencionados cuentos, titulado "Los nombres no olvidados", narra la historia de Norman Cooper, un norteamericano solitario, parapetado tras una "sonrisa que había logrado convertir en una atalaya", quien después de su participación en la guerra de Corea, en lugar de regresar a casa, había tomado la decisión de quedarse a vivir para siempre en China, lo que conlleva a la pérdida de toda comunicación con su familia. Es aquí donde el narrador lo encuentra, siempre ajeno a los circunloquios de café de la radio en la que ambos trabajan, a los tejemanejes de la colonia de extranjeros de diversos calibres que se hospeda en un enorme hotel medio abandonado, "trampa para el pequeño núcleo de derrotados que tristemente creían encontrar allí justificación moral a sus vidas".
Al final, el entorno, China misma, el hotel, lo raro, lo ajeno, funcionan como el escenario en el que se gesta ese acto de huida y recuperación de la memoria tan caro a la poética pitoliana. El taciturno Norman Cooper se desboca, se desborda y no puede contener su efusividad tras la casual evocación de una ciudad mediana de los Estados Unidos donde nació, experimentó sus primeros fulgores, y a la que desde hace doce años ha decidido no regresar. "Los nombres no olvidados" es un cuento escrito en Pekín, en febrero de 1963, apenas un año después de la llegada de Sergio Pitol a China con el encargo de Max Aub de emprender para Radio Universidad una serie de entrevistas a intelectuales y políticos chinos; situación que propició que luego la revista China Reconstruye le ofreciera un empleo de "experto extranjero" en la corrección de libros de escritores nacionales que eran traducidos al francés y al español.
Como mismo le ocurre a su personaje-narrador ("en las primeras semanas sentí verdadera avidez por cotejar la realidad con la imagen que de ella me había formado…"), Pitol ha narrado más tarde su incomodo ante el estrechamiento de su propia franja de libertad, que ha tenido su detonante en la guerra fría entre China y la Unión Soviética, y que se traduce intramuros en la imposibilidad de codearse con los ciudadanos chinos y el aumento de las suspicacias hacia todo aquel que se distinguiera del "mar silencioso de uniformes azules", prolegómeno de lo que tres años más tarde se convertiría en la Gran Revolución Cultural.
Cuatro décadas después, en un texto titulado "Formas de Gao Xingjian", aparecido en el libro El mago de Viena, Sergio Pitol pretextaba cierto bojeo alrededor de la figura del reciente premio Nobel para, una vez más, incidir en su propio biografía, en su manía de viajante empedernido y, sobre todo, para denunciar la sempiterna irrupción del monolitismo más acérrimo y la homogenización del pensamiento. "La acción de la censura —asegura— estaba liquidando las pocas ramas que aún quedaban de la política de las Cien Flores"; y luego, "Sí, había señales torvas, pero ni la imaginación más delirante hubiera podido suponer las monstruosidades producidas durante la Revolución Cultural desatada muy pocos años después".
Espantado ante esa profusión de "señales torvas" que conllevaron un tiempo después a la quema de bibliotecas, al apogeo de las delaciones, al despido de mucha gente honrada de sus centros de labor, a la confinación de tantos intelectuales a remotas zonas de montaña, al suicidio del dramaturgo Lao-che y de otros tantos, Sergio Pitol huye de Pekín sin haber concluido su contrato de trabajo.
Pero China se reproduce en forma de resaca: en enero de 1966, refugiado ya en Varsovia, Pitol firma su cuento "Hacia Occidente", uno de esos relatos de ambiente nuboso que se desplaza con suerte entre la realidad y lo ilusorio, entre lo real y lo imaginable. Un hombre de negocios mexicano que ha asistido a una feria industrial en Cantón se deja seducir por unos latinoamericanos con los que ha degustado un licor coreano con una culebra enroscada en el fondo de la botella y, tras el suplicio de las interminables visitas guiadas a fábricas y a comunas vanguardias, se enfrenta ahora a la tortura de un viaje en tren transmanchuriano con destino a Moscú, a la sucesión de paisajes de nieve y más nieve, al tedio y al tiempo que se detiene.
Pitol juega aquí con la alternancia entre dos simbologías distintas, la oriental, con su ritmo peculiar e infinitamente pastoso, y la suya, la de Occidente, sintetizada en una postal con la imagen de Notre-Dame de París que el personaje había recibido antes de embarcar, una foto que se va transformando con los días, mientras el tren atraviesa sabanas de nieve. Allí, pues, abrumado por la ansiedad "en aquella cabina como animal aprisionado", al sujeto lo invade un deseo irrefrenable de regresar a México, al sitio de confort por antonomasia, como el profesor universitario protagonista de Juegos florales que ha viajado a Roma para terminar revolviendo sus miserias; o como el funcionario de embajada que permanece en su habitación de hotel mientras afuera la nieve se impone, en "El regreso", escrito sintomáticamente también en Varsovia en 1966, otro relato donde lo irreal deviene personaje, con objetos animados "por una intención que desconoce" y con el martilleante sueño de la tlacuacha asesinada por el niño que en su momento fue.
En "Hacia Occidente" también aparece un libro tedioso que el comerciante había comprado en Pekín y en el que por obra del azar había sido insertado un fragmento de otro relato sobre un sabio japonés al que lo posee el mal de la duda, un ser que "dudaba de la realidad que percibían sus sentidos". Al final, al reincidir en su idealización de esa imagen occidental que aparece en la postal, el protagonista reconoce su rostro en el del paseante que permanece sentado frente a la enorme catedral francesa.
Es entonces que en busca de esa paz que no llega y como para apaciguar los tantos humores de la conciencia, el personaje acude al sueño, o a la inducción de este, a los barbitúricos: "Buscó en el maletín un frasco, lo abrió, se llevó a la boca una píldora sedante, luego tomó el té. Se metió entre las sábanas a esperar".
Lo mismo ocurrirá más tarde en el cuento "Vals de Mefisto", escrito en Moscú, donde el personaje femenino cavila en un tren sobre las miserias de su matrimonio, "piensa o cree pensar en la realidad" y luego se pregunta qué es la realidad, antes de ingerir una tableta de somnífero y entregarse a esa fuga que todo sueño inducido implica.
"Hacia Varsovia" (1963), "Hacia Occidente" (1966), "Vals de Mefisto" (1980), los-tres-relatos-del tren que inciden en el encierro, en la ansiedad y en la huida, en lo que es y en lo que creemos que puede ser.
Escapar de China tal vez haya activado en Sergio Pitol este regusto por las historias que persisten en la huida de un marco absurdo, en la fuga de la realidad angustiante del encierro, del matrimonio y de la represión del pensamiento hacia la realidad nebulosa del sueño, no exenta esta última también del absurdo y de lo fantasmagórico de la novela clásica china y sobre todo de los libretos de esa Ópera de Pekín a la que Pitol confiesa haber asistido deslumbrado al menos una vez a la semana a lo largo de su estadía en la China de Mao Zedong.
En 1966, en su Autobiografía precoz, Sergio Pitol admitía que durante su periplo chino había emprendido la escritura del borrador de una novela de título Tepoztlán, que terminó extraviada entre los ajetreos y la tensión propios de cualquier vida —incluso una vida pasajera— en un estado totalitario. Luego, en entrevista con Pilar Jiménez publicada en la Revista de la Universidad de México, sin lamento alguno por esa pérdida, el escritor catalogaba aquella historia de "muy común y corriente" y luego sentenciaba: "A partir de ese momento [China, la escapada, el manuscrito perdido] intenté escribir distinto…"
Este texto es un fragmento del ensayo inédito Moleskine Sergio Pitol.