Estuve presente
(sirviendo copazas de licor, moviendo cortinajes,
entregando almohadones, cierto, pero estuve presente).
Gastón Baquero
Al anochecer del 9 de septiembre de 1919, en medio de fuertes ráfagas de viento y torrentes de agua que barrían las calles de La Habana, se oyó insistentemente el aullido de la sirena de un barco que, al parecer, quería buscar amparo en la bahía. En un apartamento, no muy lejos del mar, varios hombres de una familia, movidos por la curiosidad, se dispusieron a afrontar el mal tiempo para ver más de cerca aquel fenómeno bastante singular. Un niño de nueve años, sin esperar invitación de sus mayores, fue hasta su cuarto y se enfundó en una gruesa capa de agua que le habían regalado pocas semanas antes. Fue así que le tocó presenciar —con la misma impotencia que el resto de la gente que se había agolpado cerca de la explanada de la Punta que en ese momento batía la marejada— la desesperada petición que hacían, desde un barco de pasajeros, de un práctico para entrar en el puerto, y el reiterado mensaje de las luces del Morro diciendo que el práctico no podía salir. Ante esta negativa, el capitán de la nave zarandeada por las olas decidió capear el huracán en alta mar y se fue alejando de la costa. Era el "Valbanera", que esa noche naufragaría cerca de los cayos de la Florida con casi 500 personas a bordo. El niño, que nunca olvidaría la escena, era Manuel Rodríguez de Bustamante, que falleció el pasado diciembre en Miami casi a punto de cumplir (el 29 de enero) 103 años y en posesión de una memoria extraordinaria.
Esa condición de espectador, de testigo incidental y pasivo —tanto de los acontecimientos de la vida como en la más estricta acepción del que acude al teatro— habría de marcar desde temprano la larga vida de Bustamante. Había nacido al lado del teatro Martí y, según contaba, desde los siete u ocho años iba casi a diario a sus funciones acompañando a su abuelo materno, que era un verdadero apasionado de los espectáculos que allí se presentaban, sobre todo del llamado género chico español. Se acordaba perfectamente de Rosita Clavería, una tiple que hacía entonces furor en La Habana, no tanto por sus cualidades artísticas —aunque tampoco eran de despreciar— como por su extraordinaria belleza. El niño Manolito, que se veía muy guapo y desenvuelto con su trajecito de marinero, empezó a ser elegido por algunos de los admiradores de la actriz para enviarle flores a su camerino. La tercera o cuarta vez que le llevó a la Clavería un ramo de rosas, la actriz, con la llaneza de las de su clase, le dijo:
—Ven acá, chiquitín, ¿quién te paga por traerme flores?
Él se sintió morir de vergüenza, pero sacando valor de donde no tenía le contestó a la mujer cuyos ojos no había olvidado más de 90 años después:
—Nadie, señorita, me encanta hacerlo por verle los ojos tan bonitos que tiene.
La actriz, respondió con una carcajada, lo levantó en peso y lo besó en ambas mejillas dejándole una visible marca de carmín que lo llevó a intentar no lavarse la cara para presumir con sus compañeritos del colegio de La Salle donde ya empezaba a asistir entonces; pero en su casa —pese a ser tolerantes— no lo dejaron salir así.
Entre los que lo utilizaban de mensajero para enviarle flores a Rosita Clavería estaba un señor de mediana edad y gran porte que solía acudir solo o con algunos amigos a las funciones del teatro y que siempre premiaba su recado con un peso plata, que entonces era mucho dinero. Se trataba de Julio Blanco Herrera, el dueño de la fábrica de cerveza Tropical, que se había enamorado de la actriz y que era uno de los puntales de la alta sociedad habanera. A pesar de sus maneras desenvueltas y de un lenguaje algo procaz, la Clavería no consintió en convertirse en amante del rico empresario que, si la quería, tendría que casarse con ella. El divorcio no era legal entonces en Cuba; pero Don Julio se valió de su dinero e influencias, tanto en el Congreso como con el presidente Menocal, para acelerar esta legislación y ser el primero de sus beneficiarios. La gente de postín cerró filas con la esposa abandonada y, a pesar de sus millones, el magnate y su paramour llevaron en lo adelante una vida de ostracismo social, aunque, al parecer, fueron felices. Bustamante no volvería a ver a la bella mujer hasta muchos años después, una noche en que, encontrándose en el camerino de la gran actriz Pilar Aznar, entró la Clavería a saludar a su vieja amiga. Para esa fecha, a él le sobraba atrevimiento:
—Veo que ya no se acuerda de mí.
—¿Y de dónde nos conocemos?, le respondió la grande dame algo ceñuda.
—Yo era el niño que le llevaba flores.
De nuevo resonó la risa espontánea de la mujer, al tiempo que admiraba lo crecido y lo guapo que estaba; pero esta vez no lo besó. Ella había asumido muy bien la dignidad del estado a que la había elevado su matrimonio, aunque casi nadie que valiera en La Habana se aviniera a reconocerlo.
El abuelo que le inculcó el amor por el teatro también lo enseñó a leer y lo indujo a la lectura. Pretextando que le flaqueaba la vista, lo obligaba a leerle todos los días las noticias y otros artículos de periódicos, en especial la edición de la tarde del Diario de la Marina y los editoriales de Don Nicolás Rivero. Bustamante se acordaba de que, por irse a jugar con los vecinos de los altos, a veces rehusaba leerle al abuelo. Este le amenazaba entonces con no llevarlo al teatro y esta amenaza lo disuadía de persistir en su deserción. A esa perseverancia de su abuelo agradecía él haber aprendido a leer muy bien, al extremo de que al ingresar en el Colegio de La Salle, en septiembre de 1916, su dominio de la lectura y su dicción habían sorprendido a los maestros, además de la prodigiosa memoria que le permitía reproducir sin esfuerzo todas las explicaciones de clase sin necesidad de tomar notas.
Al tiempo que iniciaba su vida de escolar, despertaba en él lo que acaso sería su más perdurable fidelidad, el lasallismo: el orgullo de sentirse parte de una institución docente, de las primeras del país, en cuyas filas seguiría militando —como promotor y periodista— muchas décadas después de que hubiera concluido su paso por la escuela. Ser alumno de La Salle —en su imponente edificio de 11 y C en el Vedado que ocupaba una manzana entera— era ser también miembro de un club exclusivo, cuyos privilegios, en materia de relaciones, podrían extenderse de por vida. Solo otro centro de enseñanza competía en prestigio y calidad con La Salle: el Colegio de Belén que, en los años 20, se había trasladado a las gigantescas instalaciones que los padres jesuitas levantaron en amplios terrenos de Marianao; pero los lasallistas no se arredraban por esta competencia que, muchas veces, se dirimía en el campo de los deportes. La consigna coreada por sus cheerleaders rayaba en lo insolente: "Belén se opone/ y La Salle se lo come /con papita y chicharrones". Manuel Bustamante sería fiel a esta filiación escolar hasta el momento de su muerte.
La música —clásica, de ópera, de zarzuela— estuvo desde niño entre sus preferencias, sin desdeñar las composiciones populares. Muy jovencito se aficionó a escucharla en la radio, gracias al receptor de galena, antecesor de todos los radios portátiles, que le regalaron a los 14 años. Se acordaría siempre de ese momento en que se puso por primera vez los audífonos para oír lo que transmitía aquel prodigioso artefacto: era la voz del presidente Alfredo Zayas que le enviaba un mensaje en inglés al presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge, seguido luego por las voces del tenor Mariano Meléndez y de Rita Montaner. Ese radio de galena le deparó una gran felicidad a su adolescencia, tanto como para echarle de menos en medio de todos los artefactos contemporáneos destinados a la comunicación; como le echaba de menos a la máquina de escribir Smith Premier, de doble teclado (uno para mayúsculas y otro para minúsculas) en que se hizo mecanógrafo siendo todavía un niño, y a la nevera de serpentín que enfriaba el agua, y toda la cámara inferior, gracias al block de hielo que le ponían encima al tubo enrollado.
La temprana adolescencia de Bustamante transcurrió durante el cuatrienio de Alfredo Zayas quien, pese a haber sido el presidente más culto de la historia de Cuba, lo recordaba como uno de los más corruptos. Zayas era un hombre cordial, que odiaba el rigor y el orden con que había gobernado Menocal, aplicado muchas veces con los sables del ejército. Nadie acusó nunca a Zayas de riqueza ilícita, pero dejó robar a sus amigos y aplacó a sus enemigos con dinero y prebendas. Los jóvenes, que empezaban a descubrir que las taras coloniales gozaban de muy buena salud en la república, terminaron por detestar a Zayas. Bustamante recordaba cuando, con algunos amigos que cursaban con él el bachillerato en La Salle, acompañó la manifestación de protesta que encabezaban los universitarios hasta la estatua que le habían erigido al presidente en el parque que quedaba al fondo del Palacio. Para entonces, la "danza de los millones" que Cuba había vivido en el segundo mandato de Menocal, era un recuerdo.
A fines del año en que él estrenara su radio de galena, elegían por gran mayoría a Gerardo Machado, a quien Bustamante terminó oponiéndose, pocos años después, como tantos otros jóvenes de su edad, pero a quien, mirado a la distancia, reconocía como uno de los mejores gobiernos que tuvo Cuba, en el que se hicieron vastas obras públicas con un presupuesto más bien magro. La adulación general llevó a Machado a violentar la Constitución para provocar una crisis que el estado de la economía mundial ayudó a agudizar. El terrorismo revolucionario dio lugar al terror impuesto por el Estado en una espiral que terminaría por alterar definitivamente a Cuba, para mal.
El fin de una era
Por el tiempo en que Bustamante empezaba en la Universidad, el enfrentamiento de los estudiantes con las fuerzas del gobierno se fue haciendo cada vez más tenso, hasta el punto en que la institución cerró y ya él no volvería nunca más a sus aulas. Aunque seguía viviendo como hijo de familia, decidió que era el momento de empezar a trabajar. Se sentía atraído por la publicidad y el periodismo independiente; pero tuvo que contentarse —por su buena cabeza para los números— con llevarle las cuentas a una pequeña empresa, mientras militaba apasionadamente en la oposición, una actitud que, al cabo de su vida, juzgaba como una payasada criminal que había arruinado la república.
Tenía muy presente un día de septiembre de 1932 en que un amigo suyo, socio del Havana Yacht Club, lo había invitado a almorzar en lo que era la sociedad más exclusiva de la ciudad. En el momento de entrar se cruzaron con Clemente Vázquez Bello, el líder del Partido Liberal y Presidente del Senado, a quien muchos consideraban el heredero de Machado. El político los había saludado con una sonrisa. Al entrar al restaurante, su amigo le había dicho en un tono grave:
—Ese ya huele a muerto.
Cuando unos pocos días después le hicieron un atentado mortal a Vázquez Bello no lejos del Yacht Club, él no pudo dejar de acordarse del comentario y de suponer que su amigo estaba al tanto del complot para asesinar al senador, pero aquel siempre se lo negó: había hablado movido solo por un presentimiento, sin saber muy bien lo que decía.
A pesar de definirse como antimachadista, Bustamante lamentó aquella muerte inútil, acaso porque se acordaba de la cordialidad con que lo había tratado el líder liberal la vez en que, cursando el último año de La Salle, había ido a verlo con un grupo de alumnos de la Academia para hacer lobby en contra de un proyecto de ley que podría afectar la independencia de las escuelas religiosas.
Vázquez Bello vivía en Villa Truffin, la mansión que su mujer, la guapa y acaudalada Regina Truffin, tenía en los terrenos donde no muchos años después construyeron el cabaret Tropicana. Él nunca se olvidaría de las criadas uniformadas que, en el momento en que ellos llegaron, se ocupaban de poner, en un hermoso florero de Lalique, un enorme ramo de rosas amarillas.
Los hicieron pasar al despacho del senador que apareció unos minutos después oloroso a Imperial de Guerlain, luciendo un lazo de pajarita —que se había convertido en el sello distintivo de su atuendo— y envuelto en una bata suntuosa. Aunque sumamente cordial, diría él que afectuoso, todo su empaque comunicaba elegancia y poder. Los hizo sentar (ellos eran ocho, pero en el gigantesco despacho había asientos de sobra) y al rato les trajeron vasos de horchata y galletas inglesas de limón. Vázquez Bello se interesó en los pormenores de sus estudios y en sus planes futuros, en lo que harían cuando salieran del colegio. Cuando le tocó a él responder, le había dicho:
—Me gustaría ser periodista.
—Dura tarea —afirmó el senador—. A mí me parece que en este país ya hay muchos periodistas. Hacen falta ingenieros, arquitectos, científicos…; pero si te decides por el periodismo, siempre sé fiel a la verdad. Acuérdate que los rumores no son noticias.
Él tenía presente este consejo mientras leía en los periódicos los pormenores del asesinato del político. Al día siguiente del crimen, la policía descubría cuál había sido el móvil: habían dinamitado el panteón de los Truffin en el Cementerio de Colón para, a la hora del entierro, hacer volar al gobierno en pleno que, de seguro, acudiría a las exequias. Ese día Bustamante odió a la oposición con la que hasta entonces se había identificado y, movido por una inexplicable tristeza, le había escrito una breve carta de pésame a la viuda, quien le contestó días después en un papel de hilo orlado en negro que él conservó durante mucho tiempo. Casi ocho décadas después, al acordarse del suceso y de sus emociones de entonces, creía que él, de manera inconsciente, había percibido la muerte violenta de Vázquez Bello como el principio del fin de un orden más hermoso, que empezaba a declinar entonces y que sería suplantado definitivamente por la fealdad y la vulgaridad, un cuarto de siglo más tarde, con el triunfo de la revolución castrista.
El fin del machadato lo recibió sin entusiasmo. Significaba también el fin de su prolongada adolescencia. El 12 de agosto de 1933, día en que el dictador se marchó del país y las turbas se lanzaron a la calle a hacer linchamientos y saqueos, había estado transitando solo de un sitio a otro como un autómata, siendo testigo de las atrocidades y rehusando las invitaciones de sus amigos para unirse a la algazara general. Vio así cuando saqueaban la residencia del senador Wifredo Fernández y quemaban sus libros en la calle. Fernández era dueño de una de las primeras bibliotecas privadas de Cuba y se contaba que, por amor a sus libros, se ponía guantes a la hora de leerlos para que el sudor de sus manos no los estropeara. Ahora esos tesoros eran lanzados al pavimento y rociados de gasolina por un gentío insensato. Él pudo rescatar cuatro o cinco libros de aquella hoguera y se los llevó en brazos como si se tratara de unas criaturas desamparadas que acabaran de perder a su padre. Quizá la noticia de ese desastre le quitó a Wifredo Fernández la ilusión de vivir, y días después se suicidó en prisión.
Bustamante vivía para entonces en el Vedado, en una amplia casa de la calle C, entre 23 y 25, frente al parque Mariana Grajales, y hasta allá regresó andando, en medio del calor sofocante de agosto. De camino, pasó por la universidad que era un abejeo de exaltados revolucionarios. Casi enfrente, en la esquina de San Miguel y Ronda, saqueaban la casa de Orestes Ferrara, a quien, un rato antes, había reconocido en un automóvil que, al parecer, se dirigía hacia el puerto. Los asaltantes de la casa de Ferrara no hacían hogueras, robaban simplemente los objetos suntuarios de la mansión: lámparas, alfombras, muebles, prendas de ropa incluso, y los cargaban en carretones y camiones estacionados allí con ese fin. De pronto vio a una dama de sociedad, de las que aparecían casi a diario en las crónicas de los periódicos, que miraba a trasluz un mantón de Manila que debió ser de la esposa de Ferrara. Tuvo deseos de vomitar. Cuando llegó a su casa estaba enfermo.
Elegía con nombre
La inestabilidad política y económica traía consigo —tal vez como un costado positivo— el abandono de ciertas convenciones. En La Habana, que siempre había sido una ciudad pecadora y sensual, se multiplicaron los bares, los cabarets, las salas de juego, los burdeles… Bustamante le daba alas a su curiosidad, sin abandonar los hábitos de un hogar decente. Aunque la crisis económica distaba de verse superada y le imponía austeridad a muchos, él recordaba aquellos años con el entusiasmo típico de la juventud.
Una mañana de los primeros días de abril de 1935, lo llamó por teléfono Ovidio García Pavón, joven de Manzanillo y estudiante de agronomía, que acababa de salir de la cárcel, donde había estado por participar en los disturbios de la huelga general de marzo de aquel año que el gobierno había sofocado con rigor.
Pavón tendría unos 20 años, era un chico bien proporcionado sin ser muy alto, de pelo negro y ojos ligeramente oblicuos que denunciaban un ascendiente asiático, de lo que él mismo se burlaba. Bustamante lo recordaba dueño de una simpatía natural y con una sonrisa cautivadora.
—Mientras estaba serio pasaba por un tipo común. Si sonreía ejercía una especie de hechizo.
Ovidio pasó a buscarlo después de almuerzo y luego de compartir un café y de ponerlo al día de su aventura carcelaria, decidieron ir a refrescarse a La Concha, una de las playas que, pese a lindar con las de los grandes clubes, podría considerarse popular. Él tenía muy presente los acontecimientos de esa tarde en particular de la que habría de quedar un registro por vía de la literatura.
Como ninguno de los dos sentía que había pasado suficiente tiempo desde el almuerzo, no se atrevieron a bañarse enseguida y se entretuvieron conversando echados en la arena. Eran más de las tres de la tarde cuando vieron venir, "con el ombligo al viento", a Emilio Ballagas, que un momento antes había ingresado en la playa levantando la cerca para obviar el pago de la entrada. Bustamante no sabía decir si esa acción del poeta —que, a los 26 años, ya era bastante conocido— obedecía a una voluntad transgresora, a pura tacañería o simplemente a falta de medios, que en esa época era cosa corriente (aunque no creo que fuera por esto último que los aristócratas que frecuentaban el salón del malogrado marquesito de Pinar del Río le hubieran apodado "La Vaenllagas", sino más bien por su torturado catolicismo).
Bustamante conocía a Ballagas del burdel de hombres que Roberto "La Fea" había montado en un entresuelo de la Calle Sol y que, para la fecha era frecuentado por alguna gente de letras, como Lezama Lima y Virgilio Piñera, entre otros. No obstante ser un sitio angosto e incómodo, donde se fornicaba en un improvisado cubículo detrás de una cortina (me he referido con más detalles a este burdel en otro texto), muchos de los habitués de la casa iban tan solo a conversar y se armaban unas tertulias que "La Fea" amenizaba con rondas de ron y de café. A veces, si sus clientes exigían una cierta privacidad, la "abadesa del convento del amor", como la llamaba Lezama, ponía a los literatos en la calle.
Ballagas se acercó a saludarlo y Bustamante le presentó a su amigo que se incorporó a medias sobre la arena y le tendió la mano, al tiempo que le sonreía. Ese debe ser el momento en que "seda y acero cables [les] tendió la mirada", como diría Ballagas en "Elegía sin nombre", poema que muchos recuerdan y recitan, no obstante estar plagado de cursilerías, y en el que recuenta el estado de exaltación y frustración que le suscitara este encuentro que puede catalogarse de capital en su vida anímica y literaria.
Todo parece indicar que se trató de un caso de amor a primera vista que produjo un impacto conmovedor en el poeta, de suerte que no es muy difícil rastrear la huella de García Pavón en los poemas de Sabor eterno que se publica cuatro años después. El estudiante manzanillero debe haber sido la musa de Ballagas durante algún tiempo, aunque Bustamante pensaba que el chico nunca cedió al asedio, si bien no era inocente de los sentimientos que provocaba. Más de una vez, en posteriores encuentros o en conversaciones por teléfono con él, le diría: "ya me escribió otro poema", razón para creer que Ovidio García Pavón puede haber tenido algunos textos "íntimos" de Emilio Ballagas que nunca salieron a la luz. De vivir —cosa muy difícil, pero no imposible— aquel muchacho tendría ahora 97 años. Lo último que se supo de él es que, en el Nueva York de los años setenta, se dedicaba a un negocio de textiles.
Consumidor de cultura y marino por dos días
Cuando la vida del país volvió un poco al cauce normal, luego del desbarajuste que fue el gobierno provisional de Ramón Grau San Martín, la Universidad no era un sitio donde regresar. Bustamante no se imaginaba nuevamente de alumno, le había tomado el gusto a su independencia económica que había conseguido de auxiliar en una oficina de contadores. No tenía empacho en decir que no había sido un tipo de grandes aspiraciones, que se había conformado en disfrutar la vida con sus medios. Seguía siendo, eso sí, un lector voraz, de historias, de biografías, de ensayos y, en un distante segundo plano, de poesía y de obras de ficción, amén de que nunca abandonó su amor por el teatro. En esa Habana de mediados de los años 30, disponía de algunos "reales" para sus gustos, aunque no le alcanzaba para derrochar. Asistía a conferencias, recitales y conciertos que menudeaban en la ciudad y que, en ocasiones, protagonizaban grandes personajes.
Fue así que estuvo cerca de Gabriela Mistral en una lectura que esta dio en octubre de 1938. De aquella mujer viril de rostro aindiado, le había fascinado el lenguaje, un discurso que no le había escuchado antes a nadie, en que las palabras brotaban relucientes, como acabadas de troquelar o como surgidas de las entrañas de la tierra. Al final se había acercado a pedirle el autógrafo en una libreta donde solía coleccionar firmas ilustres cuando era un jovencito y que hacía tiempo que se avergonzaba de sacar a la calle. En ella estaban también, entre escritores, artistas y políticos del patio, algunos nombres estelares que había recogido años atrás: Lorca, Lindbergh, Einstein… Se acordaba muy bien de la conferencia que este último había leído en la Universidad de La Habana en 1930 y de las preguntas impertinentes que le habían hecho algunos del público que andaban mal enterados de las teorías del sabio. De todo lo que el célebre físico-matemático había dicho ese día, él había registrado una cosa trivial. Alguien, algún profesor, había celebrado el don de la buena memoria, a lo que Einstein había respondido que no valía la pena recordar nada que pudiera apuntarse. La frase le martilleaba desde entonces, precisamente por ser él un memorioso que nunca le confió demasiadas cosas a un papel.
La crispación política que había traído al país la caída de Machado y las agitaciones posteriores parecieron sosegarse con la llegada de una nueva década en la que Cuba estrenaría una constitución. La derrota de la República Española trajo a La Habana multitud de exiliados, algunos de los cuales se asentaron en el país. La vida intelectual, en cuya periferia Bustamente se movía como consumidor, parecía estar en constante ebullición. El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la entrada en ella de Estados Unidos (y de Cuba al día siguiente) sirvió para mejorar la economía, aunque escasearan algunos artículos. El gobierno había decretado una ley de servicio militar obligatorio y él había tenido que inscribirse, pero nunca lo llamaron, tal vez porque ya pasaba de los 30 años. Sin embargo, alguna impremeditada acción de guerra llegó a tener.
A Ernest Hemingway lo conocía de vista como cualquier otro habanero que frecuentara ciertos bares y restaurantes: el Floridita, el Sloppy's Joe, La Bodeguita del Medio… Más de una vez había visto al americano tomando solo o con amigos y con un gesto huraño que parecía acentuárselo el alcohol. En toda su vida no había leído completa ninguna obra de Hemingway, acaso por tener un estilo que rechazaba a priori, del que le bastaban unas cuantas líneas para justificar su desinterés; acaso por un lenguaje que encontraba demasiado cercano al de los diarios. El tipo, además, tenía mal genio. Una tarde había presenciado como levantaba por el cuello a un hombre que al parecer lo importunaba. A Bustamante no se lo hubiera ocurrido interpelarlo.
Sin embargo, un amigo suyo, que tenía una pequeña granja de caballos, en la que también se dedicaba a la crianza de perros, se había amistado con el escritor y era visita frecuente de la finca Vigía cuando Hemingway estaba en la ciudad. Este amigo —que ahora no sé muy bien si se llamaba Ernesto Arango o Aranguren— le pidió que lo acompañara un día en que iba a visitar a Hemingway y él había accedido sin mayor entusiasmo.
El escritor, que andaba descalzo cuando los recibió, se mostró en extremo cordial y hospitalario e insistió incluso en que se quedaran a almorzar. Recordaba que era un fin de semana del verano del 42. Él estaba de vacaciones y no disponía de dinero para salir de viaje, así que la invitación de su amigo le pareció oportuna. En la sobremesa menudearon los tragos. Bustamante apenas bebía y ese día no faltó a sus reglas; pero ya para entonces fumaba puros y Hemingway le suministró algunos inolvidables H. Upmann.
Atardecía cuando Hemingway les hizo a sus visitantes una proposición insólita: acompañarlo en uno de los recorridos que estaba haciendo en ese tiempo por la costa norte de Cuba en su yate "Pilar" en busca de submarinos nazis. La reacción instintiva de Bustamante, que no tenía experiencia alguna de embarcaciones más allá de la lancha de Regla, fue negarse; pero su amigo, envalentonado por los muchos whiskies, le dijo que no se portara como un pendejo, además de que tendría que regresar a La Habana por sus medios. A él le tentaba la aventura, aunque sus miedos eran mayores.
Cuando llegaron a Cojímar, los esperaba un oficial de la Marina de Guerra que traía consigo la provisión de bombas de profundidad que solían usarse en estas expediciones y que unos marineros subieron con mucho cuidado a la cubierta del "Pilar". Salieron cuando ya era noche cerrada con mar bastante calmo. Hemingway se sentía en su elemento y mostraba hacia sus huéspedes una calidez casi femenina. Hablaba bastante bien el español, si bien con fuerte acento. Era tan solo diez u once años mayor que Bustamante, pero este, acaso por su aplomo, lo miraba como una figura paterna. El ayudante del piloto frió unas rabirrubias recién pescadas y las acompañaron con cerveza.
Al tiempo que la conversación empezaba a languidecer, comenzó a agitarse el agua y en menos de una hora ya estaban en medio de un mal tiempo que zarandeaba el yate. Poco después Bustamante vomitaba por la borda el pescado y la cervezas; pero el vaivén se acrecentó y así también sus vómitos mientras todo parecía que daba vueltas a su alrededor. Alguien que no recordaba le había puesto un chaleco salvavidas por temor que fuera a caerse al agua. Pocas veces se había sentido más vulnerable e infeliz. Horas después, cuando hacía un esfuerzo por dormitar en un rincón del barco, oyó que su amigo le preguntaba al patrón si creía que él se fuera a morir, a lo que este había contestado
—No, chico. Eso se le quita cuando arroje las bilis.
Y así fue, pero no hasta la media mañana del día siguiente en que echó por la boca un buche amargo y verdinegro. Un rato después, desapareció el mareo. Le parecía que había nacido en aquel barquito que seguía sacudido por el mar, aunque con mucha menos intensidad que la noche anterior. Hemingway se le acercó más afable que nunca con un vaso en el que había preparado un trago repugnante que insistió en que se lo bebiera y que sirvió para reponerlo del todo. Se encontraban en mar abierto, sin atisbo de costa alguna y sin que él tuviera la menor idea de la distancia a que estaban de La Habana. Cuando pensaba que la travesía no tendría más novedades, un mensaje de radio alertaba al escritor de la presencia de un submarino alemán.
Entonces empezó otra aventura. Por ese tiempo él había leído mucho acerca de los torpedos alemanes que habían hundido centenares de embarcaciones en el Atlántico. Hemingway le explicó, para su tranquilidad, que un barco tan pequeño como el "Pilar" tenía casi infinitas posibilidades de esquivar un torpedo, razón por la cual los usaban para cazar submarinos. Nadie durmió esa noche en que no faltaron varias comunicaciones por radio y en que lanzaron varias cargas de profundidad; pero al parecer sin ningún éxito. Al otro día estaban de regreso en Cojímar. Al desembarcar, el novelista le había dicho:
—Ya puedes decir que eres un veterano de la guerra.
Para sus adentros, juró entonces que no volvería a subir en una embarcación pequeña y, según su testimonio, lo cumplió. Después, siempre que se encontraba con Hemingway este se mostraba muy simpático y, en un par de ocasiones, lo invitó a compartir un trago; pero él nunca más lo visitó. En el fondo subsistían las cautelas y los prejuicios. Una de las últimas veces que lo vio fue durante la filmación de El viejo y el mar, comiendo con Spencer Tracy y otros en La Bodeguita del Medio. En esa ocasión él no se le acercó, le parecía que hubiera incurrido en un atrevimiento.
En el lugar preciso
El triunfo de Grau San Martín en 1944, que llegó al poder con amplio respaldo popular, acrecentaría la inestabilidad y la violencia. Bustamante creía que Grau era de las cosas peores que le habían pasado a Cuba. Un demagogo natural que, desde su breve paso por el poder en 1933, había agredido a las instituciones de la república. Su primer gobierno legítimo, que se caracterizó por una amplia propagación del pandillerismo, resultaría funesto. Él detestaba a los auténticos, pero cuando surgió el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) como una de sus sectas, se dio cuenta de que todavía podía haber cosas peores. Las estridencias de Chibás y su innegable popularidad le producían una invencible irritación. Para alguien como él, que se ganaba la vida al margen de la política, esta se le presentaba —al menos en Cuba— como un oficio vergonzoso que transitaba entre la demagogia y el atraco.
Para 1950, la preeminencia de Chibás en la vida cubana era abrumadora y rebasaba todos los límites del buen gusto. Los domingos por la noche —en el programa radial que mayor audiencia había tenido en Cuba después de El derecho de nacer— su gritería era omnipresente. Apenas se podía visitar a nadie a esa hora que no tuviera sintonizado al ampuloso vociferador que, a mediados del verano de 1951, en su habitual tribuna de denuncias, la emprendió contra Aureliano Sánchez Arango, ministro de Educación, a quien acusaba, como a tantos otros, de "peculado" y "malversación", incluido el robo de los fondos del desayuno escolar para comprarse no sé qué propiedades en Guatemala. Bustamante no conocía a Aureliano más allá de lo que aparecía en las noticias, pero el ataque de Chibás lo llevó a simpatizar con él. Todos los que trataron a Sánchez Arango, incluso sus enemigos políticos, coinciden en que era un hombre honrado, que vivía casi en la pobreza, y hasta se especula que el propio gobierno puede haberse valido de terceros para inducir a Chibás a esta denuncia con el fin de desacreditarlo.
La noche del domingo 5 de agosto, Chibás —quien días antes se había puesto en ridículo al no poder presentar las pruebas que incriminaran al ministro— hablaba una vez más en su espacio habitual. Bustamante había ido a cenar a casa de los Campillo, una familia de exiliados venezolanos que vivía en la calle Infanta, casi donde comienza el Vedado. Solían comer temprano y, en la sobremesa, sintonizaron el programa de Chibás, que él no se sentía en ánimo de escuchar. Iba a pretextar un compromiso ineludible, pero, en un arranque de sinceridad, les dijo:
—Perdónenme, pero no resisto a este hombre —y sin mayores explicaciones se marchó.
Cuando bajó a la calle, la voz del agitador seguía oyéndose en los radios de las casas vecinas. Se acordaba de que, movido por una furia inusitada, había dicho por lo bajo:
—Si se callara de una vez.
Anduvo un par de cuadras y se detuvo a tomarse un café. No podía calcular luego el tiempo que se había demorado en esa escala, tal vez cosa de diez minutos. Con el propósito de aligerarse la digestión y aliviarse la furia, dobló por la calle 23 y emprendió la subida por la acera derecha de La Rampa. Al llegar a la esquina de M, varios hombres sacaban en brazos de los estudios de CMQ a otro que traía la ropa visiblemente ensangrentada. De momento él no lo reconoció, pero uno de los curiosos que ya empezaban a reunirse, le dijo que se trataba de Chibás, que un momento antes se había dado un tiro al final de su transmisión radial. Él se quedó de piedra, pensando con pavor en lo rápido que se había materializado su deseo. Al herido lo montaron en el auto de un joven alto, de mentón huidizo y traje algo desaliñado que él no había visto nunca antes, y de cuya identidad no vino a enterarse hasta dos años más tarde cuando vio su foto en todos los periódicos en ocasión del asalto al cuartel Moncada. Esa era la imagen más antigua que tenía Bustamante de Fidel Castro.
Chibás falleció luego de once días de hospitalización a causa de una peritonitis que —según algunos— se había conseguido cuando, sintiéndose mejor, había encargado una paella al Centro Vasco (pero tal vez esto es una infamia de sus enemigos). El día del entierro, el más populoso que se hubiera dado jamás en Cuba, Bustamante decidió irse de la ciudad, a la casa que un amigo le prestaba algunas veces en la playa de Guanabo. Ese día nadó hasta fatigarse y se tumbó en la arena, en la que apenas si había algunos bañistas. Rehusó escuchar la radio. No quería enterarse de nada. Tal vez en ese momento La Habana era el escenario de una pavorosa subversión, pero él no quería saberlo. Cuando regresó a la ciudad, la encontró idéntica, todo el mundo dedicado a sus negocios habituales, como si nada hubiera sucedido; desde luego, soterradamente se gestaban cambios y se temían.
Pocos meses después, en los primeros días de marzo, se había detenido a almorzar en la Cafetería Miami, en la esquina de Prado y Neptuno, que entonces era un sitio de moda. En la mesa contigua almorzaba la congresista Ramona Pérez Molina, señora obesa y expansiva que era de las fervorosos partidarias de Fulgencio Batista y a quien él conocía de haberla visto en la Cámara desde las tribunas del público. En un momento, oyó cuando esta le decía a su compañero de mesa:
—No te preocupes. En unos días el general dormirá de nuevo en palacio.
No se percató de la importancia de aquel aviso hasta dos o tres días después cuando Batista dio un golpe de Estado que el país pareció tomar con tranquilidad. Se daba cuenta de que, por puro accidente, había estado en poder de una información por la que muchos —en el gobierno y en la prensa— no habrían dudado en dar dinero. Después no se atrevió a contárselo a nadie por temor a que lo acusaran de mitómano.
El largo adiós
Los años cincuenta estaban tan cerca de su memoria que casi no hablaba de ellos en pasado. En Cuba fue una época de pujanza en que la fisonomía de La Habana se transformó notablemente, no siempre para bien. Muchas casonas del Vedado fueron derribadas para, en su lugar, levantar hoteles, edificios de apartamentos u oficinas. Los tranvías, que desde hacía mucho formaban parte del paisaje habanero, desaparecieron al igual que las hermosas farolas del Malecón, sustituidas estas últimas por unas feísimas lámparas de neón que se ofrecían como máxima expresión de modernidad. En la llamada Ermita de los Catalanes y sus aledaños empezó a desbrozarse el terreno para el Palacio de Justicia y los nuevos ministerios. Las piquetas y las grúas estaban en todas partes. El número de turistas aumentó y así también el de los cubanos que salían al extranjero. Se puso de moda ir de compras a Miami y regresar por la tarde…
Aunque a su espíritu conservador no lo hacían muy feliz aquellos cambios, se contagiaba del dinamismo que bullía a su alrededor y que solo enturbiaba la creciente crispación política que él traducía como contradicción: la violencia, que desde el machadato le resultaba repulsiva, de nuevo parecía acentuarse ahora en el momento de la mayor prosperidad. En lo personal, seguía llevando una vida modesta y feliz, sin envidiar a sus antiguos compañeros de La Salle que se habían enriquecido con el auge de las obras públicas, los negocios inmobiliarios y la publicidad.
Tenía para costearse sus aficiones: los cinco, siete y hasta nueve tabacos que se fumaba al día y los libros que no cesaba de comprar; los conciertos y las obras de teatro e incluso algún que otro traje hecho a medida. A sus cuarenta y tantos años respiraba con fruición el aire de su ciudad sintiéndose bastante dichoso. Si no fuera porque su propia memoria lo desmentía, a los ojos de todos podría pasar por un hombre de quince años menos. En su familia corrían esos genes de la perpetua lozanía.
Una tarde, mientras manoseaba algunos libros en La Moderna Poesía, tropezó con unos ojos que vendrían a cambiarle la vida. La llegada del amor suele ser inesperada aunque responda a una predisposición anímica. Cuando hablaba de los cinco años que siguieron a aquel encuentro solía iluminársele la mirada y uno se daba cuenta de que tocaba una zona jubilosa y vedada de su alma. Los detalles de esa felicidad no se avenía a compartirlos con nadie, ni los que le conocimos al final de su vida nos atrevimos nunca a hacerle preguntas indiscretas. Era el sitio de su incontaminada intimidad que aún lo reconfortaba medio siglo después. Nunca mencionó el nombre de la persona, ni siquiera su género —aunque algunos amigos se permitían sospechas—, pero al parecer fue un regalo extraordinario que había servido para justificarle la existencia.
En medio de aquellos años de felicidad personal —pese a que la atmósfera política de Cuba se entenebrecía— recordaba un hecho, que en su momento le pareció banal, pero que iría cobrando importancia con el tiempo: esperaba a un amigo sentado en unos de los bancos del Prado, mientras fumaba morosamente un delicioso habano y se entretenía en observar a paseantes, vendedores, buscavidas y mendigos que hormigueaban a la sombra del paseo. De repente se le acercó una mujer muy delgada de tez olivácea y ojos desmesurados que se le ofreció a leerle la mano por una bagatela. Él nunca había sido supersticioso y su primera reacción fue la de rehusar; pero la pobre parecía hambrienta y él se aburría en su espera; fue así que le tendió la mano izquierda a la quiromántica que, tras breve examen, le había dicho:
—El amor es corto, pero la vida es larga. Te toca irte de aquí, de este país, para no volver más, y en esa otra tierra vivirás más años de los que aquí has vivido.
Le sonrió a la palmista, creyendo que esta lo había tomado por un hombre más joven. Acercándose a los cincuenta años, no podía creer que llegase a vivir más tiempo de la edad que tenía; además, ¿a quién podría ocurrírsele que él tuviera que irse de Cuba? Toda la profecía le parecía un absurdo.
Meses más tarde, el triunfo de la revolución —que casi todos celebraron— imponía cambios drásticos. A él nunca le había gustado el tipo cuyo nombre ahora estaba en boca de todos. A las imágenes posteriores se superponía la primera impresión de su desaliño y de su mirada alerta, como a la caza de una oportunidad, la noche en que Chibás se había hecho el disparo que le costó la vida. Cuando pensaba en eso después, le parecía haber percibido la mirada de un buitre.
El día que entró en La Habana al frente de sus barbudos y en medio del fervor popular, él sintió una invencible repugnancia. Luego, varios amigos le comentaron con arrobo el "prodigioso" símbolo de la paloma posándose sobre el hombro del joven líder, lo cual no pasaba de ser un viejo truco que ya lo usaban en las funciones de Esperanza Iris y que hasta un cura rural apelaba a él en las fiestas del Espíritu Santo: en cualquier escenario en penumbra, las palomas no dejarían de ir a posarse allí donde se concentra la luz.
Su falta de simpatía por el régimen se fue acentuando según la revolución se radicalizaba. Con la intervención de los colegios religiosos en 1961 se dio cuenta de que su viejo mundo se acababa y que él no tendría —ni quería tener— cabida en el nuevo. El 14 de julio de ese año se iría del país para un viaje sin regreso, aunque entonces no lo hubiera creído y pese a que no faltaron los que intentaron convencerlo de que en Cuba había llegado el momento para gente como él. Primero se estableció en Tampa, ciudad en que tenía una hermana y, el 5 de septiembre, salió para Nueva York en tren.
Los años vividos en el exilio —siempre a la espera de volver a Cuba y a la ciudad de su nacimiento y de sus sueños— fueron de una inmisericorde rapidez. Para él, el asesinato de Kennedy, el alunizaje, la visita de Paulo VI y la plaga del SIDA eran sucesos casi simultáneos, congelados a igual distancia en el friso de su memoria. Cuando casi todos sus amigos de Nueva York murieron de viejos, se marchó a Miami, como tantos otros cubanos, donde le quedaban parientes y los restos de una comunidad que alimentaba sus recuerdos. Era el tiempo para esperar la muerte, pero la muerte se tardaba en llegar.
Lo conocí, gracias a Juan Cueto, cuando ya era centenario y la Iglesia de la que había sido tan devoto lo había honrado, al cumplir sus cien años, con la medalla "Pro Ecclesia et Pontifice" que el papa Benedicto XVI le concedía a su larga fidelidad institucional. Para entonces, la diabetes había empezado a mellar su espléndida salud y habían tenido que amputarle una pierna; pero su lucidez se conservaba intacta. Aunque se mantenía al día de los sucesos de la comunidad y de lo que pasaba en el mundo, su prodigiosa longevidad y su buena memoria le imponían un perenne acto de rememoración en que el pasado regresaba con una obsesionante recurrencia. Por eso es de creer que, en días de tormenta, sintiera de nuevo el aullido de la sirena que lo llevó hasta el cuarto de la niñez en busca de su capa de agua.