Back to top
Libros

La claraboya del Morro

Cuba posee una eminente y sombría tradición de literatura carcelaria. Rafael E. Saumell la recorre en un libro que junta los ejemplos de Manzano, Martí, De la Torriente Brau, Montenegro, Valls, Matos, Arenas...

Ciudad de México

La primera escena de la literatura carcelaria cubana que viene a la mente es la de Reinaldo Arenas, en el castillo del Morro, aferrado a su ejemplar de La Ilíada, por miedo a que algún preso se la robe para torcer cigarrillos, y escribiendo cartas de amor a los criminales que lo rodean. Arenas narró su experiencia en la cárcel, en 1974, en un puñado de páginas estremecedoras de su autobiografía Antes que anochezca (1992), llevada al cine por Julian Schnabel. Por escalofriante que pueda resultar ese testimonio, no es excepcional en la literatura cubana.

Cuba posee una eminente y sombría tradición de literatura carcelaria. El presidio, lo mismo que el exilio y el suicidio, ha sido una constante en la historia insular. La sucesión de regímenes no democráticos, en los dos últimos siglos, puso tras las rejas a numerosos escritores. Poetas del siglo XIX, como Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) y Juan Clemente Zenea, o del XX, como Rubén Martínez Villena, Juan Marinello, Heberto Padilla y Raúl Rivero, además de narradores de ambas centurias, como Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Alejo Carpentier o Carlos Montenegro, pisaron en algún momento las cárceles de la Isla.

Cárceles que fueron, hasta fines del siglo XX, fortalezas coloniales como El Morro, El Príncipe y La Cabaña. La modernización del sistema penitenciario cubano ha sido lenta e inconclusa. Se inició durante el periodo republicano —el célebre panóptico del Presidio Modelo, en la Isla de Pinos, fue inaugurado en 1926— y se reformó en los años 70 y 80, bajo la hegemonía soviética. Todavía en los últimos años del siglo XX, algún que otro castillo, construido en la época de la dominación española para proteger las ciudades de piratas y corsarios, servía para confinar criminales cubanos.

El escritor Rafael Saumell, preso en la Isla y luego exiliado en Estados Unidos, ha reconstruido la historia de esa literatura cautiva en su reciente libro La cárcel letrada. Saumell inicia esta historia con el caso del poeta esclavo del siglo XIX, Juan Francisco Manzano, quien aunque fue siervo doméstico soportó encierros de castigo y torturas terribles, como el cepo, que narró en su Autobiografía. Luego se detiene en dos de las grandes memorias sobre la vida en cárceles cubanas, El presidio político en Cuba (1871) de José Martí y Presidio Modelo (1935) de Pablo de la Torriente Brau.

Con frecuencia se identifican estos dos textos, en una genealogía inverosímil, dada la diferencia sustancial entre ambos. Martí grita desde el dolor y la invocación de Dios y Dante, su denuncia contra la España autoritaria y colonial, que encarcela niños de 12 años como Lino Figueredo. De la Torriente, en cambio, dejó escrito en 1935, antes de su viaje de Nueva York a la España republicana, donde moriría al año siguiente, una de las narraciones más estremecedoras de la literatura cubana. Martí y De la Torriente, como observa Ana Cairo, hablan de sistemas penitenciarios distintos —el colonial y el republicano—, con prosas también distintas: la romántica y la vanguardista.

Mezcla de ficción real, reportaje periodístico e investigación histórica, Presidio Modelo es un moderno ejercicio de prosa, que trastoca los géneros literarios. Todas las modalidades del infortunio de la vida en la cárcel, sus arquetipos y estrategias, sus terrores y sociabilidades están descritos ahí, con la frialdad de la estadística. De la Torriente produjo el inventario exhaustivo de personajes y técnicas de reclusión en aquella penitenciaría de la Isla de Pinos: los carceleros ("El Comandola", "El Capitán Castells"…), los presos ("El Ruso", "El Jorobado", "El Madrileño", "Cristalito"…), el castigo dentro del castigo (la incomunicación, el aislamiento, las torturas, el trabajo forzado).

Presidio Modelo explora la conjunción siniestra del dato y la fantasía dentro de la cárcel. De la Torriente contó los muertos en el reclusorio, durante la dictadura de Gerardo Machado: si en 1925 habían muerto unos 12, entre 1930 y 1933 morían más de 100 al año. Pero además, el escritor le puso nombre e imaginación a cada muerto y a cada preso: reprodujo las décimas que dedicaban a sus carceleros, las maneras de sentir el tiempo, el aprendizaje de la filosofía penal del régimen. Aquella radiografía del mundo carcelario cubano, hecha por Pablo de la Torriente Brau en 1935, se reeditó tres años después en la gran novela del escritor gallego-cubano, Carlos Montenegro, Hombres sin mujer (1938).

En este relato, basado en la prisión de Montenegro en El Príncipe, reaparecían, bajo otros nombres, todos los personajes y suplicios descritos en Presidio Modelo. El "reclusorio nacional" de El Príncipe era un microcosmos de la sociedad cubana, despojado de naturaleza o paisaje. Los hombres y sus almas, desnudos, sin las mediaciones de la vida urbana, se colocaban frente a frente. Candela, La Morita, Pascacio, Cayohueso eran las personificaciones de sujetos populares, cuyos usos y costumbres se afianzaban en cautiverio.

El universo carcelario, descrito por De la Torriente y Montenegro, es radicalmente popular: no admite distinción de clases entre presos o entre guardias. Nada tiene que ver ese universo, como observa Saumell, con el presidio de élite que vivieron el joven abogado Fidel Castro y los asaltantes al cuartel Moncada, en el año y medio, entre 1953 y 1955, que fueron recluidos en el mismo Presidio Modelo, bajo la dictadura de Fulgencio Batista. Castro fue el preso político o letrado por antonomasia, tratado desde el proceso judicial, en el que se le respetó el derecho a autodefenderse, con todas las distinciones de su rango social y profesional.

La pérdida de fronteras entre el preso común y el preso político es distintiva de la literatura carcelaria cubana. Desde El presidio político en Cuba de Martí, los opositores cubanos encarcelados pierden, junto con su libertad, su lugar en la esfera pública. A excepción de Castro y otros presos políticos del periodo republicano, que llegaron a dar conferencias de prensa desde la cárcel, los intelectuales y políticos recluidos se confundieron dentro de la masa carcelaria. Esta es una de las señas de identidad de la copiosa literatura de presidio producida en el último medio siglo, bajo el sistema socialista cubano.

Perromundo (1972), la novela autobiográfica de Carlos Alberto Montaner, Donde estoy no hay luz y está enrejado(1970) y Veinte años y cuarenta días (1984) de Jorge Valls, Diary of a Survivor. Nineteen Years in a Cuban Women’s Prison (1995) de Ana Lázara Rodríguez o Cómo llegó la noche (2002) de Huber Matos son solo algunos de las decenas de testimonios de la reclusión de opositores en Cuba. Una escena recurrente, en estos relatos, es la resistencia del preso político a ser tratado como preso común, manifestada en el gesto de "los plantados", aquellos reclusos que prefieren vivir desnudos antes que vestir el uniforme que le imponen sus carceleros.

En la última de las grandes redadas de opositores cubanos, todos pacíficos, de la primavera de 2003, fueron arrestados y condenados varios escritores y periodistas independientes como Manuel Vázquez Portal, Regis Iglesias, Ricardo González Alfonso y Raúl Rivero. Hoy, los cuatro están libres, en el exilio, pero ahora mismo, en La Habana, está siendo condenado a cinco años de privación de libertad, por un delito "común", el narrador Ángel Santiesteban, autor del blog Los hijos que nadie quiso. El caso de Santiesteban viene a reeditar, en pleno siglo XXI, la pesadilla cubana de la crítica pública como acto vandálico.

La imagen de Reinaldo Arenas acurrucado contra la claraboya de El Morro, el castillo donde también estuvo preso su admirado Fray Servando Teresa de Mier, protagonista de la novela El mundo alucinante, resume la maldición de Cuba como país de escritores presos, de poetas en cautiverio. La claraboya es esa hendija de luz por la que ellos han podido, alguna vez, mirar al cielo. Pero es también, y ante todo, la grieta en las paredes del castillo por la que los libres nos asomamos a ese mundo de "bóvedas oscuras", a ese "cementerio de sombras vivas", de que hablaba José Martí.


Rafael E. Saumell, La cárcel letrada. Narrativa cubana carcelaria (Betania, Madrid, 2013)

Este texto apareció en la edición mexicana de Letras Libres. Se reproduce con autorización del autor.

 

Archivado en

Sin comentarios

Necesita crear una cuenta de usuario o iniciar sesión para comentar.