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Entrevista

«En el fondo, en el centro, estaba Lezama»

Una conversación con Octavio Armand es una fiesta de la inteligencia y de la lengua donde caben la charada china, la Constitución del 40, Whitman, Corín Tellado y la madre de Lezama Lima.

Caracas

                                                                              A Luis Miguel Isava

 

Para sortear unos años que parecían espectrales y como detenidos ante el umbral de una isla, Octavio Armand y Lorenzo García Vega escribieron cada cual a su modo la historia de una conversación. "Juntos, Octavio y yo", dice García Vega al referir el exilio de  aquellos años, "estuvimos de espaldas a New York, o sea, estuvimos casi sin salir de la calle fea del barrio feo donde, tarde tras tarde (…) fuimos a tomar café a la fonda, la Casa Wong, del chino que había estado en Guantánamo".[1]

Los pormenores de aquella conversación aparecerían, primero, en Los años de Orígenes (García Vega, Monte Ávila Editores, Caracas, 1979) y luego en Superficies (Armand, Monte Ávila Editores, Caracas, 1980). Antes de su publicación, el primero fue un libro muy conversado, y Armand no solo sería el testigo interior de aquel diálogo incesante —que se convertiría más adelante en el libro que arrojaría una luz distinta sobre el origenismo–, sino que además llegó a sugerir la inclusión de algunos de sus capítulos ("La opereta cubana en Julián del Casal", por ejemplo, o aquel en el que el más joven de los origenistas emprendiera su reverso autocrítico).

"He aprendido mucho de Cuba con Lorenzo", decía por su parte el joven Octavio, "en conversaciones que comienzan aquí y terminan allá", "porque aquí, en Queens, en ciertos momentos, estoy en Cuba". [2]

Eran los años 70 y ambos poetas del exilio cubano practicaban la compleja labor de aferrarse a una efímera nacionalidad, sostenida precariamente en la indagación del espíritu común y los laberintos del idioma. Reconozcamos en esa labor un esfuerzo ético que es al mismo tiempo un acto de desesperación: patología y fe de anclarse a una isla abolida en la que se permanece sin estar.

A instancia de García Vega, Armand lee Paradiso. "Leí aquello como cordialidad, como algo de cierta intimidad", "como documento". Antes habían hablado del reverso de Paradiso, "su infierno humano, tan laberíntico y a la vez desolado como su esplendor verbal". Pero Armand, ahora, estaba a punto de descubrir por sí mismo que "en el fondo, en el centro, estaba Lezama". [3]

Cuarenta años más tarde de aquella inacabable conversación, volvemos a encontrar a Octavio Armand para seguir hablando sobre el más importante novelista cubano. A pocos pasos de su residencia en Caracas, en el café que el poeta visita todas las tardes, lo interrogo nuevamente y sostenemos otra charla regulada por Lezama.

Lezama Lima detiene abruptamente el curso de su "Preludio a las eras imaginarias" para anotar una sorpresiva observación: "Estoy en un café, de la mesa donde están aposentados los jugadores, sale una voz: 'Todo el que tiene una novia china, tiene buena suerte'". ¿Podemos interpretar la deslumbrante frase como un dato simultáneamente histórico, racial, sexual y poético? ¿Qué podría haber intuido Lezama en esa enigmática aseveración? (Lezama dice que escuchó esa voz"en el azar de un café y que no pudo identificar de dónde provenía".)

Voy a hacer, yo también, un preludio. Creo que Lezama utiliza la palabra preludio específicamente en una de sus acepciones: composición instrumental de gran libertad formal ejecutada antes de una obra. Aquí está la clave de sol para alumbrar el episodio que tanto te ha gustado. Una voz al azar, anónima. Una frase desnuda sin el disfraz determinante, fijo de un rostro. Algo sucede, en aquel café habanero, que tiene el encanto del ruiseñor invisible que inspiró la oda de Keats. La frase, en su azar sin rostro, tiene una raíz humana a la vez inmediata y remota, como el trino del pájaro que según Keats ha sido uno solo, único e inmortal, desde siempre. Lezama escucha, en esa frase y su dejo cubano, un trino insular. Un jardín invisible pero cadencioso que lo imanta como si fuera eco de la sangre, acorde de la estirpe. Azar de una frase que el poeta, embelesado, recibe como expresión atávica. Jugando con las palabras, en metátesis, diría que ahí lo incondicionado se trueca en causalidad genética: azar es raza.

Espesemos el caldo con una vieja canción, que me conmovía de niño y que —por favor, no decírselo a nadie– todavía me hace recordar pañuelos. Esa canción, que seguramente también había conmovido a Lezama, como a todos los cubanos, dice así: "Hace falta, señores, una voz,/ ay una voz,/ la de aquel sinsonte cubano,/ la de aquel mártir hermano,/ que Martí se llamó,/ ay se llamó."

Penitenciales, aquel coro de frases y voces recogido en Superficies, parte de este trino que es un treno y lo sigue de inmediato una cita de Rostros del reverso de Lorenzo García Vega que a su vez desemboca en palabras de Raymond Radiguet: "Más que los rasgos, la voz acredita a la raza".

Nuestro sinsonte es el equivalente criollo del ruiseñor de Keats. Tiene un canto melodioso y rico en tonalidades que enriquece imitando sonidos y en la espesura se embelesa con voces ajenas que de inmediato incorpora. Exactamente lo que hace Lezama en el café habanero donde un jugador —subráyese la palabra— suelta los dados de la frase. En este sentido Tres tristes tigres, compendio de voces cubanas —constelaciones entonadas por la noche habanera—, más que una novela o un libro, es un sinsonte.

Ahora, a la frase: "Todo el que tiene novia china, tiene buena suerte," luego resumida en "Novia china, buena suerte." Lanzo dados, conjeturas. Primero, como pie de página: en el episodio del café se preludia "La biblioteca como dragón", un capítulo de Las eras imaginarias. Dato histórico: los chinos, como también algunos indios yucatecos, llegan a Cuba durante la segunda mitad del siglo XIX para sustituir esclavos negros, cuya trata era perseguida. Llegan como trabajadores sujetos a contratas. Sin eufemismos, llegan como esclavos contratados. Y decisivo para acercarse a la frase en cuestión: llegan hombres exclusivamente. Chinos sin chinas. Tener una novia china, pues, en aquella población de machos amarillos sin hembras del mismo color, es como tropezar con un girasol de Van Gogh en La ronda nocturna de Rembrandt. Por eso subrayo que el autor anónimo de la frase es un jugador. Decir novia china al menear el cuero, si es que acaso jugaba cubilete, era invocar el favor de los dioses.

Datos sociológicos: los chinos son muy dados a los juegos de azar. De hecho, en Cuba una de las causas más frecuentes de suicidio entre ellos era el juego, la apuesta impagable. Poner la novia china en boca de un jugador es colocar la gracia de la frase en el azar, en el juego, que en la Isla contaba con una herramienta muy popular: la charada china. A la resonancia de lo oriental como río de corrientes favorables se suma el médico chino, por ejemplo, instancia superior en la medicina popular. De un caso desahuciado se decía "esto no lo cura ni el médico chino."

La corneta china —según Severo Sarduy, el instrumento aglutinante de la música de nuestros carnavales— es el muecín de la conga santiaguera. Mucho tenía que ver con sus extrañas notas, y poco con las japonerías de Julián del Casal, La comparsa de los kimonos o La kimona china, estrenada en los carnavales de 1950. De aquella década del 50, también, una cancioncilla de poca resonancia pero que sonó mucho: Cuando te digo china, china,/ chinita de mi alma,/ tú me contestas/ chino de amor...

Dato culinario y último: el lechón en caja china, plato criollísimo. Caja por cierto tan criolla como la guayabera. Quizá el nombre deba algo, por la cocción de azotea, al I Ching, donde Li, Fuego, puede aparecer arriba o abajo en los hexagramas.

Los chinos y sus juegos de azar, ¿son un emblema del exilio? ¿Qué papel jugaron los chinos en la historia cubana?

Las primeras páginas de la historia de Cuba parecen soñar ideogramas, pues al llegar a la Isla Colón creyó estar en las tierras del Gran Khan. Así, confundidos sus oros desde 1492, la fábula y la historia riman en el imaginario criollo a lo chino y lo cubano. Esas rimas, siglos después, serán confirmadas por la sangre en el arte y la novela. La jungla de Wifredo Lam parece deletrear al óleo el bambú de la acuarela china desde una manigua tan nuestra como amazónica; y ya desde Gestos, su primera novela, la escritura de Severo Sarduy tiene la decidida espontaneidad del trazo caligráfico oriental.

Hay una Cuba china antes de que hubiera chinos en Cuba. ¿Curioso, verdad? No menos sorprendente es la participación de los chinos en la causa de la independencia. Recién llegados a mediados del siglo XIX se incorporaron al ejército mambí, donde participaron con entereza. Motivo de orgullo, esta entrega, para quienes con absoluta razón podían decir: "Ningún chino fue traidor." Lanzo un recuerdo de mis lecturas de juventud, con las cuales trataba de conservar raíces cubanas en tierra ajena: la masacre de Olayita. Vengando una derrota, tropas del ejército español masacraron a unos culís, seguramente por considerarlos simpatizantes del enemigo. Los cuerpos aparecieron como momificados bajo el techo de zinc de un depósito. El sol los desecó. El amarillo los conservó. Una lealtad del color.

En cuanto a sus juegos de azar como posible emblema del exilio, te invito a visitar el Club Social Chino de Caracas, que está en El Bosque, muy cerca de La jungla de Lam. Hace muchos años pedí permiso para pasar a la sala donde los viejos se turnaban el mah-jong, un juego de mesa que consta de 144 fichas como de dominó que parecen hablar mandarín cuando entrechocan con algarabía al ser mezcladas, o cuando, colocadas con brío sobre la mesa, recuerdan al Emperador Qin Shi Huang. Al jugar mah-jong, a miles de kilómetros de China, en Caracas o en París o en Guantánamo, ficha a ficha los chinos construyen y reconstruyen la Gran Muralla.

¿No crees que esa evocación equivale a una conmovedora destrucción de la distancia? Es como si cada jugador quisiera encerrarse tras la muralla. Estar adentro por fuera. Ser centro desde la circunferencia. Un Escher chino y también, ¿no?, una definición del exilio.

Lezama y Fidel… ¿qué ocurriría en el enfrentamiento de esos dos proyectos cubanos? Usted ha dicho que Lezama representa, con relación al lenguaje, una especie de asalto al cuartel Moncada.

Ya se enfrentaron; y el líder se impuso a los lieder, la oratoria a la poesía.

En 1961 Lezama coloca a la revolución en las eras imaginarias. La esperanza que representa, no solo en Cuba sino en todo el continente, quizá en el mundo entero, despierta en lo cubano promisorias coincidencias con lo egipcio, lo chino, lo etrusco como elemento germinativo. Lezama, que concibe a la cultura como incorporación, incorpora a la revolución como alimento de hechizo y de luz. Nada faraónica, aún no momificada, brilla la posibilidad infinita. Por eso, sin mencionar a Castro, nombra a Martí. Lo pone en el umbral como una seña y una señal para orientar el retorno de lo que llamó la pobreza irradiante.

Castro nada entiende, por supuesto, de eras imaginarias. Inmediatamente saca a la revolución de ese horizonte voluptuoso y germinativo y la pone en el suyo, uno a la medida, exclusivo. En ese mismo año, 1961 asfixia a la cultura cubana con sus Palabras a los intelectuales. Suya es una nada imaginaria Era del Caballo, como a él le dicen o decían, por ser el número 1, que es Caballo en la charada china; aunque desde hace unos años habría que hablar más bien de la Era de la Recua, o del Centauro, puesto que ahora el poder se extiende dinásticamente a través del hermano, y ya no se sabe ni entre qué patas ni en qué manos estamos. La revolución ha degenerado en monarquía y la monarquía en dinastía. Francia ya no tiene Luises pero Cuba y Corea del Norte sí.

El asalto al Moncada de Lezama vislumbra una Cuba imaginaria pero posible y ciertamente deseable. Lamentablemente el otro asalto al Moncada, el del 26 de julio del 53, al cabo de casi seis décadas y más de medio siglo de uso y abuso de poder, no permite soñar a Cuba como era imaginaria. El comandante, general, primer ministro, presidente, orador, decorador, criador de vacas lecheras y experto en todo, se ha metido a Cuba en el puño. Y en el bolsillo.

Usted ha leído a Lezama Lima como un documento cubano, ¿se puede leer la ficción como documento y el documento como ficción?

No solo en el caso de Lezama y de Cuba. El criterio rige para toda Nuestra América. Hay que aplicar un principio de simetría inversa: nuestros archivos documentales, desde las partidas de nacimiento personales a las partidas de nacimiento colectivas, o sea las constituciones, son obras de ficción; y por contraposición en nuestros archivos literarios abundan los documentos.

Así hay que leer la tradición para no traicionarla ni ser traicionados por ella. De lo contrario viviremos siempre la tradición como traición, reflejándonos en un azogue que nos empaña, que nos engaña. Para comprender a la Cuba de los años 40 y 50, hay que interpretar la Constitución de 1940 como folletín de Corín Tellado y a Paradiso como boletín del tuétano insular, su intimidad. Por una parte, la historia jamás verificable en los hechos, la historia como histeria; y por otra parte, y muy aparte, la otra historia, una cotidianidad rimada con los zaguanes y traspatios de nuestra infancia, los traspiés de la juventud, la madurez negada por el culto al mármol. Las consignas, de un lado; del otro, los signos.

Al leer mi partida de nacimiento me di cuenta de que en realidad yo no había nacido, que jamás podría nacer, que el copulativo lenguaje de la municipalidad me convertía en ficción. Si he nacido, fue en un poema o en una carta, acaso en una conversación; y si aún estoy por nacer, confío mis nueve meses a la lengua madrépora y rezo al cielo de la boca.

¿Qué distancia hay entre Lezama y Whitman, es decir, qué diferencia establece la herencia latina y la anglosajona?

Cuando leo a Whitman prefiero a Lezama. Cuando leo a Lezama prefiero a Whitman. Con evidente torpeza trato de decir que son tan incompatibles como necesarios. "Simplicity is the glory of expression," según el americano. Decía el cubano, y precisamente en La expresión americana: "Solo lo difícil es estimulante." Ya ahí, y con sus propias palabras, señalo diferencias, distancias acaso insalvables.

Whitman no quería cortinas —ni una siquiera— entre él y sus lectores. La prosa y la poesía de Lezama son cortinas. Las negras y moradas cortinas de la casa de D'Annunzio, las pesadas cortinas del cuarto de Proust, o aquel colmo del cortinaje que señalara Plinio en un cuadro de Parrasios, donde sobre la tela se representaba nada menos que un trozo de tela. Una tela sobre la tela, una tela que cubre todo el lienzo, todo el espacio de la representación, como si se tratara de ocultar la verdadera imagen ahí supuestamente representada pero también ausente. La tela como telón. Con su potencial imagen dentro de la imagen pero también fuera, especie de ultrabarroco teatro fuera del teatro, Parrasios vacía la obra de su espectacular telón. La obra sobra. Con Lezama el espectáculo comienza en el fantástico telón de palabras pero no termina ahí.

Para llegar de Whitman a Lezama, o de Lezama a Whitman, como si fueran las orillas de un mismo río, habría que empalmar el macizo Puente de Brooklyn que el norteamericano vio desde Manhattan o desde el ferry mientras cruzaba el East River, con un gran puente que debemos a la imaginación de Lezama. Como los jardines invisibles de su noche insular, se trata de "un puente, un gran puente que no se le ve."

Empalmar lo visible y lo invisible, hacer visible lo invisible y fundir el hierro del puente en la transparencia del viento que lo atraviesa, es un imposible que bien vale la pena intentar. Quien acepte ese reto, debe recordar que detrás de Lezama está Santo Tomás, el altar católico, la confesión auricular, Góngora, Felipe II y la Gran Armada, el barroco, la Contrarreforma, Martí y Casal, la Constitución del 40, la frustrada república de Cuba; mientras que detrás de Whitman hay Lutero, Drake, Woolman, Lincoln, federalistas, la Constitución de 1787 con sus enmiendas, Emerson y su self-reliance, la Declaración de Independencia, el Wild West y la Colt .45. En fin, uno cuenta con el Puente de Brooklyn y el otro con un puente, un gran puente que no se le ve. Por supuesto no jerarquizo; defino, distingo.

¿Qué sentido gana la vida frente a la muerte de los padres? 

Pregunto en paradoja: ¿gana en orfandad? Lezama decía que uno no dejaba de ser niño hasta la muerte de los padres. Tenía razón. Su propio caso resulta conmovedor. La madre, que cada noche le colocaba la almohada al asmático a la altura conveniente, se angustiaba en el lecho de muerte por el desamparo en que iba a dejar al hijo. "¿Y ahora", preguntaba, "ahora quién va a saber la altura de la almohada de Joseíto?" Formulada a una amiga de la familia, María Luisa, esa pregunta le proporcionaría a Lezama una perdurable y fiel compañera. Un matrimonio sin afán copulativo ni propósito genético, pero sí de esmero piramidal en cuanto a las almohadas.

En el caso de Lezama la muerte de la madre significó también una mayor libertad. Viva la madre, Paradiso permanecía inédita. Y seguramente así hubiera permanecido, entre otras cosas por ese Capítulo VIII que celebraba carambolas eróticas lejos de la atalaya materna y lectora. A cambio de esa lectora única, insustituible, la orfandad le proporcionó un creciente puñado de lectores. Al margen de la sangre se consagró. Pasó del anonimato al canon/imato.

¿Cómo vive un cubano del exilio el acto de fumar puros? 

Lejos en su aquí de espirales. Celebrando el poema del fuego, el poema del humo, la escultura de ceniza. Silencioso, callado, mudo.

 

[1] Lorenzo García Vega, El oficio de perder (Espuela de Plata, España, 2005, pp. 485-489).

[2] Octavio Armand, Superficies (Monte Ávila Editores, Caracas, 1980, p. 172 y 173).

[3] Idem.

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