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Opinión

José Quiroga: un ensayista en su Cuba diferida

'Su generosidad y exigencia es algo de lo que también pueden dar fe sus amistades y sus alumnos. Le gustaba establecer conexiones entre personas a las que quería y admiraba.'

Ciudad de México
José Quiroga.
José Quiroga. Facebook/Munia Bhaumik

En alguno de sus ensayos, José Quiroga apelaba a la imagen de un sueño diferido para describir una imagen de Cuba, su país natal, donde vio la luz en 1959 y del cual se alejaría en la temprana niñez junto a sus padres, para consolidar una importante carrera como profesor y ensayista entre Puerto Rico y Norteamérica. Acaba de fallecer, en Atlanta, donde era profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Emory, y la noticia de su muerte ha estremecido, en esos cardinales, a quienes le admiramos y quisimos. Graduado de Boston y de Yale, se destacó siempre por su mente brillante, su capacidad provocativa, sus impulsos hacia una idea que reconstruía a Cuba desde algunas de las esquinas más incómodas de su historia, cultural y política, que sus alumnos y sus lectores reconocían de inmediato.

Tras un primer libro en el que aborda la obra del mexicano Octavio Paz (Understanding Octavio Paz, University of South Carolina Press, 1999), sus siguientes libros mantuvieron a Cuba como un punto en discusión, añadiendo a ella una lectura desde los gay y queer studies que lo convirtieron en una de las principales referencias acerca de estos debates.

Las figuras de Piñera, Lydia Cabrera, Arenas, aparecieron una y otra vez en sus escritos, y en Tropics of Desire (New York University Press, 2000) y Cuban Palimpsests (University of Minnesota Press, 2005) se retorna una y otra vez a esa obsesión que parece incapaz de cumplirse totalmente: la reconstrucción del amor entre Lydia Cabrera y Teresa de la Parra, la búsqueda de las esculturas y trazos perdidos de Ana Mendieta, el romance no consumado jamás entre los protagonistas de Fresa y chocolate, las Escuelas de Arte de Cubanacán como un sitio inlocalizable en la memoria de una historia oficial de La Habana, el fantasma de Piñera que opera como una figura protectora de Arenas, etcétera.

En sus libros, Quiroga recompone un archivo de figuras, cuerpos, deseos y políticas que se sobrepone al perfil de su patria natal, y esa misma ansiedad la expande cuando aborda a otras personalidades no cubanas (Lemebel, Villaurrutia…), o cuando analiza, en uno de sus textos que prefiero, a La ley del deseo, de Pedro Almodóvar, como un auténtico clásico queer. Vinculado a asociaciones y grupos de estudios acerca de la identidad gay latina, ahondó en esas cuestiones, colaborando para que esos abordajes ganaran una voz autónoma más allá de los límites y las posibilidades de cualquier lectura estrecha de sus propósitos.

Mediante esos ensayos José Quiroga, ya fuera como autor en solitario o trabajando en complicidad con otro colega, el profesor e investigador Daniel Balderston, se convirtió en un nombre reconocible en la academia norteamericana, donde se insertó y a la cual aportó perspectivas de gran utilidad. Junto a Balderston publicó, por ejemplo Sexualidades en disputa: homosexualidades, literatura y medios de comunicación en América Latina (Libros del Rojas, Buenos Aires, 2005).

Quiero pensar en ese volumen como una extensión de lo que, durante una de sus visitas a La Habana, ambos ofrecieron como una charla de introducción a la teoría queer y a los estudios sobre la cultura y literatura gay, en una de las aulas de la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana. La ocasión fue excepcional y memorable por varios motivos: dos de los investigadores más renombrados en la materia brindaban sus aproximaciones al tema en un sitio que para aquel entonces (inicios de la década del 2000) oía esos términos como una novedad, y ellos lo hicieron gratuitamente, para un puñado de interesados que se enteraron boca a boca. El decano de la Facultad estuvo presente en la charla, y una vez concluida, se le pudo oír desbarrar en contra de lo expuesto por Balderston y Quiroga, afirmando que tales estudios no tenían sentido dentro del campo académico cubano. Una descortesía que por suerte Daniel y José ignoraron, pero que les sirvió para confirmar cuánto recelo operaba aún (y todavía hoy) en ese territorio cuando se habla de nuevas estrategias de lectura de lo que aún se entiende bajo la presión de un canon oficializado y fosilizado.

Afortunadamente, la relación verdadera de Quiroga con Cuba pasaba a través del filtro de la cultura, de la emoción, de un cuestionamiento que aunaba visión crítica y apego a una identidad de la que no renegó nunca. La música cubana (desde Olga Guillot y Celia Cruz al Buena Vista Social Club y al hip hop), la admiración hacia Lezama y Piñera, el cine de la Isla, sus mitos y sus secretos, formaban parte de una curiosidad que nunca se apagó mientras tuvo vida, y sus amigos y discípulos nos vimos siempre empujados a alimentar esa necesidad de saber más que tanto durante sus estancias habaneras como desde su casa en Atlanta nunca dejó de llegarnos como un eco persistente.

Lo conocí en La Habana a fines de los 90, ya en esa ocasión estaba más interesado en conocer a escritores y artistas que obraban desde una cierta periferia, más que a los consagrados y santificados nombres de las recepciones oficiales: de ahí que se le viera en la Azotea de Reina María Rodríguez y otros sitios de una Habana que recorrió con avidez.  En una visita siguiente nos reencontramos, y también conocí a su madre. Ella, la profesora e investigadora Rita Molinero, organizó el volumen Virgilio Piñera: la memoria del cuerpo, que fue publicado por la Editorial Plaza Mayor, dirigida en ese momento por Patricia Gutiérrez Menoyo, y que luego yo debí presentar en circunstancias sin duda curiosas, en la capilla de la Fortaleza de la Cabaña. Se anudó ahí de modo más nítido una simpatía que venía del primer diálogo, y que me hizo volver a abrazarle, en Pittsburg, Atlanta, Puerto Rico, San Francisco, Miami o La Habana, en muchas otras ocasiones.

Su generosidad y exigencia es algo de lo que también pueden dar fe sus amistades y sus alumnos. Le gustaba establecer conexiones entre personas a las que quería y admiraba. De ahí viene una extensa red de afectos boricuas que sigo agradeciéndole y que se renueva cada vez que vuelvo a San Juan, o el contacto con profesores o investigadores de otras naciones que ahora puedo contar entre mis amistades.

Tuve delante de mí a José Esteban Muñoz unos pocos minutos porque él me lo puso delante, durante una de las sesiones del Congreso de LASA (Latin American Studies Association) en el 2012. José insistía en que el autor de Disidentifications quería ir a Cuba, y que era yo quien debía ayudarle a hacer ese viaje que finalmente nunca sucedió, y el cual José Esteban, pese a haber nacido también en la Isla, no se mostraba demasiado a hacer. En cierto modo, ese fue un gesto recurrente de José Quiroga, invitar a hacer siempre el recorrido de vuelta a la Isla, para entenderla en una dimensión que acaso se revele mejor ahí, bajo el calor, en la belleza y la agonía de un país que no es solo su historia, sino también su mito.

La muerte repentina de José Esteban Muñoz en 2013 fue, precisamente, un golpe que lo sorprendió y le causó una impresión muy profunda. No menor que esta que, ahora mismo, sentimos quienes reaccionamos ante su fallecimiento, y la pérdida de un hombre que tuvo unos últimos años difíciles, en lucha con su salud, pero no dejó jamás de ser el espíritu provocador y el educador, en el sentido más generoso de la palabra, que conocimos en la amistad o en su trabajo como profesor. Recomendaba lo mismo lecturas que discos recientes, indagaba acerca de nombres semiolvidados o destacaba talentos recién dados a conocer, pugnó por organizar un Havana Reader que lo llevó a sitios de Cuba en los que nunca había estado, y recogió crónicas de autores y voces diversas (un género que le apasionaba) en el volumen Mapa callejero. Crónicas sobre lo gay desde América Latina (Editorial Cadencia, Buenos Aires, 2010). Para ese volumen me pidió un texto acerca de Martha Strada, la baladista cubana a la que le hice escuchar durante uno de sus viajes habaneros, acaso como para devolver el agradecimiento que sintió al descubrir esa voz que se hizo parte de la leyenda de una ciudad en la que no alcanzó a vivir su esplendor y su efímera gloria.

En septiembre del pasado año quise visitarlo, tras recibir noticias no demasiado halagüeñas acerca de su salud. Una intervención quirúrgica le dejó una secuela de dolores y problemas de desplazamiento contra los que luchó para irse, en julio de 2023, a un congreso en Atenas. El viaje le permitió reencontrarse con amigos queridos, pero también le confirmó quejas y discapacidades.

Desde Miami, lo llamé y organizamos el encuentro. Así regresé a Inman Park, a una casa que ya le resultaba incómoda, pero a la que se había aferrado y de la cual era casi imposible separarlo. Fueron unos pocos días junto a él y sus amigos más fieles, ante ese patio verdeante que ahora añoro tanto, y en la compañía de su voz, de sus libros y sus discos. No quise pensar nunca que nos despediríamos del todo, de alguna manera soy yo el que ahora se aferra a la idea, imposible acaso ya, de regresar a ese patio, a oírlo respirar con dificultad, mientras se negaba a dejar el hábito de sus cigarros. Quisiera enviar desde este párrafo mis más sentidas condolencias a su madre y a su hermana, quienes le sobreviven, entre los parientes que en Puerto Rico o en Miami conformaban su familia.

La idea de una Cuba diferida proviene de unos versos de Langston Hughes, que él citó a la entrada de uno de los ensayos de Tropics of Desire. "Montaje de un sueño diferido", se titula ese poema, y ahora mismo, esos versos vuelven a mí junto a la imagen de José Quiroga. Leerlo, admirarlo, quererlo, respetarlo, significa, desde el afecto mismo, una voluntad de seguirlo teniendo presente, y ahora mismo, desde varios sitios de EEUU, Puerto Rico, Argentina o Cuba, su nombre vuelve a enlazarnos en esa red de lecturas mutuas, de cariños, polémicas, que su sabiduría imaginó para nosotros. Exactamente como eso, como una idea diferida de una comunidad en la que se interconectan curiosidades, apetencias, urgencias y necesidades.

La Cuba que creo conocer está tamizada por lo que él nos re-descubrió, ayudándonos a ver cosas y nombres que acaso, por tenerlas tan cerca, no distinguíamos del mejor modo. Y lo hizo además con esa rara cualidad: encanto, gracia, ya no tan frecuente. Con un sentido del humor que extrañamos desde su partida. Con la calidez y la cercanía de una querencia que ahora mismo, en sus libros, parece reescribir todas y cada una de sus palabras.

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1 comentario

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Es una lástima que el autor, quien evidencia no solo su admiración por Quiroga, sino parece haber sido cercano, no haya puesto en un contexto político todos esos encuentros de José Quiroga con intelectuales, artistas e instituciones cubanas como la UH. En Cuba todo está regido por la política, gracias al Estado totalitario que existe desde el 59, y con el que sus padres parece que rompieron al salir de Cuba. Quizás el autor debió explicar por qué Cuba era un sueño diferido en Quiroga. Cómo fue invitado a dar una charla en la Escuela de Letras de la UH. En sus visitas tiene que haber entrado en contacto con la realidad de ese país, que no tiene nada que ver con ensoñaciones, ni con nostalgias heredadas en el caso de este cubano que salió a EEUU casi al nacer. Esa realidad marcada por la política le está impuesta a toda la sociedad, se quiera o no, es terrible y muy palpable, más aún para homos, trans y queers.