Acaba de fallecer en Madrid el dramaturgo cubano Raúl Alfonso, uno de los nombres que atravesó la década del 90 aportando a la escena de su país textos inquietantes, siempre controvertidos, que él mismo dirigió en no pocas ocasiones.
Nacido en Santa Clara, en 1966, se graduó en el Instituto Superior de Arte en 1988, y desplegó una trayectoria que lo señaló no solo como autor teatral, sino además, director, actor, crítico y profesor. Su carrera despunta cuando se estrena El grito, la pieza con la cual se da a conocer, y que fuera estrenada por Dimas Rolando, en 1989. Se trata de una de las obras que aborda el éxodo del Mariel, y sus traumáticas consecuencias, mediante el fuego cruzado que es el diálogo entre dos amigos que se reencuentran a varios años de aquel acontecimiento. La obra, escrita en 1987, según anotó el autor, demostró su capacidad para el diálogo rápido, con aliento teatral y sugerente, algo que sus creaciones posteriores irían mostrando en rango cada vez más potente.
Tuve la suerte de ser su amigo, y testigo de no pocos de sus avatares. Su llegada en aquel momento a la escena cubana parecía propicio, y sus ansias de búsqueda formal y temática se emparentaban con los de otros dramaturgos, salidos del Instituto Superior de Arte (ISA) en su mayoría, que procuraban eso que fue una obsesión en casi todos ellos: la búsqueda de la verdad. Tras la irrupción de Salvador Lemis, Joel Cano, Carmen Duarte, las obras de Raúl Alfonso dilataban ese anhelo de otras texturas en nuestro panorama teatral, persistiendo en reclamar exorcismos y libertades que no pocas veces le costaban caro a los personajes que las exigían.
Atormentados, como no pocas veces nos parecía el propio autor, los seres de Bela de noche, Isla solitaria, El silencio, El pie de Nijinski o La seducción se entregaban a peripecias de tintes sombríos, con la esperanza, no siempre cumplimentada, de encontrarse a sí mismos del otro lado de esa penumbra. Una penumbra que era también la del "Periodo Especial", durante el cual Raúl Alfonso concibió algunas de sus obras más relevantes, y en las que esa realidad, más allá del valor poético de sus parlamentos, dejaba huellas como síntomas de recelos y sospechas no del todo exorcizados.
En Isla solitaria, un paciente de VIH sida se enfrenta a un médico que deviene poco menos que su torturador. En El pie de Nijinski, el tormentoso idilio entre el bailarín y su descubridor es la excusa para proponer un texto que reclama un trabajo espectacular de alto vuelo. En El dudoso cuento de la princesa Sonia ocurre algo semejante, matizado por su sentido del humor a ratos ácido y lacerante, para desmontar el mito de las dinastías, del poder, de la leyenda misma de imperios que devoran a los otros, imaginando a una descendiente de los zares extraviada en la Cuba posterior al 59. En Bela de noche, que estrenó el actor Waldo Franco, un travesti obligado a emigrar y enfermo repasa sus éxitos nocturnos, rememorando la homofobia y las traiciones que le hicieron abandonarlo todo.
No resulta extraño que varios de sus textos sigan inéditos, o que llegaran a la escena solo como empeño tenaz de su creador. La extrañeza de sus personajes, la atmósfera agónica de varias de sus creaciones, no era grata a todo el mundo, aunque revelaran cuestiones impostergables. En 1996, a petición de Teatro en las Nubes, escribió Mamá, una obra que acaba de regresar a la cartelera de La Habana, esta vez de la mano de Teatro de la Luna, con montaje dirigido por Bárbara Domínguez. No deja de ser una feliz y al mismo tiempo dolorosa coincidencia el que se le vuelva a representar en su país natal cuando le quedaba tan poco tiempo de vida, y eso, como quien habla de un destino, es cosa que nunca faltó entre las muchas paradojas de su existencia.
Por motivos familiares contra los que luchó por mucho tiempo, Raúl Alfonso se fue a dirigir teatro a Santa Clara (estrenó allí Clitemnestra o el crimen, sobre el texto de Marguerite Yourcenar), y a Cienfuegos, donde montó con el Conjunto Dramático una versión de Recuerdos de Tulipa, de Manuel Reguera Saumell. Dio clases en la Escuela Nacional de Arte, llevó a las tablas otras adaptaciones, varias de ellas con el grupo Eclipse. Colaboró con el fotógrafo Eduardo Hernández, uno de los nombres más interesantes de las artes visuales de aquel momento, y no dejó nunca de ratificar su entrega al oficio de la escena.
Apasionado, complicado, provocador, era sin dudas una persona extraordinaria. Dirigió también cortometrajes, incluido uno acerca de Virgilio Piñera (no pocas veces nos encontramos con Juan Piñera, sobrino del autor de Electra Garrigó), que ahora mismo no sé si pudo finalmente concluir antes de morir en España. Había llegado a ese país tras un paso por México, y para decirlo en pocas palabras, ni en un sitio ni en otro la tuvo fácil. Persistir era uno de sus gestos, y quiero creer que ese impulso lo haya acompañado mientras haya tenido fuerzas.
Ojalá su teatro se recoja, porque sus textos son siempre interesantes. Su obra queda al cuidado de la profesora Bárbara Domínguez, y espero que pueda aparecer en un tomo antes de que su nombre palidezca. El lector tendrá que rastrear sus piezas, a través de ediciones dispersas (El grito se publicó en la primera edición de la colección Pinos Nuevos, en 1994), o en antologías (Dramaturgia cubana contemporánea, de Paso de Gato; y Cuba Queer, de Hypermedia, ambas preparadas por Ernesto Fundora.) En la revista Tablas apareció un único texto suyo, justamente el que me hace entenderlo desde su ambiciosa visión escénica: El dudoso cuento de la princesa Sonia, que presentó en esas páginas su amigo, el crítico e investigador Roberto Gacio, en 1999. Pero eso es solo parte de un esfuerzo mayor, coherente como una poética dolida e incisiva, negada a seguir ciertas normas de pureza, consciente de que en ese contraluz desde el que trabajaba se localizaba otra clase de iluminación.
Nos vimos por última vez en Madrid, cuando yo volvía a Cuba tras el estreno de una pieza mía en Colonia, y perdí el vuelo, cosa que jamás me había pasado. La única manera de devolverme a la Isla era subiendo a un avión hasta esa ciudad y esperar varias horas en ella. Generoso y con el afecto de siempre, Raúl se encargó de acogerme durante ese rato que pudo ser incómodo, y que él, y nuestro amigo Julián Martínez Gómez convirtieron en algo mucho más memorable. Agradezco ahora ese impedimento que me permitió abrazarlo en una ocasión que nunca supuse sería la despedida. Los dramaturgos de su generación, sus contemporáneos, los que le conocimos, lo vamos a extrañar sin dudas.
Aprendimos de él, y compartimos con él, el anhelo de ir a contracorriente, recordando que el teatro es otra forma de agitación, de relación inmediata con otros seres humanos, para exponer una verdad que necesita ser expresada. Sus amigos tenemos el deber de ampliar eso que él nos legó para bien de nuevos lectores y espectadores. Y confirmar así que en el teatro cubano no han faltado los que, como él, por encima de tantos silencios, y sin acudir a tanta retórica triunfalista, imaginaron una escena inquietante y a contracorriente, en la que podremos reconocer en el futuro quiénes fuimos, qué tuvimos, y sobre todo, qué perdimos.