¿Qué hace un joven director de teatro en un país que subvenciona una actividad artística y a la misma vez no tiene presupuesto para sostenerla? ¿Qué hacer cuando por más de diez años vives estudiando, superando los obstáculos materiales y burocráticos para lograr el reconocimiento como profesional, si un día, al despertar, han cerrado el proyecto de tu vida?
¿Qué hacer cuando no te quedan opciones en un país, donde emigrar, parece la vía de solución a tus problemas? Cuando enfrentar la verdad, la realidad asfixiante, ya sea desde la creación artística o la vida civil puede ser un problema, puede romper el supuesto consenso social. ¿Qué hace un artista formado en determinados principios, determinada práctica revolucionaria cuando no puede cambiar nada, cuando su voz se diluye entre tantas actas y de nada valen los resultados y títulos para poder ejercer su profesión como otros colegas y maestros?
El exilio siempre fue una de las penas más duras desde los tiempos coloniales en nuestra Isla. Hoy muchos jóvenes hemos tomado el camino del exilio, algunos con inquietudes políticas opuestas al sistema, otros como yo, movidos por resortes personalísimos y contextuales que no dejan de ser políticos, asumimos el precio de la incomprensión y el silencio de los medios oficiales sobre esta situación. Rompemos el pacto ficcional de seguir aportando a una sociedad en la que no nos reconocemos, ya sea por motivos económicos o profesionales; pues al parecer nuestra opinión y nuestro arte no son valorados por determinadas instituciones que, sin embargo, protegen otras prácticas artísticas que poco aportan a su desarrollo o que en el peor de los casos solo llenan plantillas, en vez de las butacas en los teatros.
Sobrevivir en la Isla se hace cada vez más complicado para un director de teatro, pues el discurso cultural va por una línea y la práctica, los hombres y sus miserias, van por otra que nada tiene que ver con esos principios que el proyecto del país defiende. Esta no es sólo mi historia, es la de muchos, en una u otra tierra tenemos que enterrar los sueños. Cuando salimos de Cuba solo nos queda nuestra verdad para seguir luchando, nuestra pequeña historia dentro del juego de los grandes acontecimientos, nuestro punto de vista sobre la porción de lo real que nos afecta.
Vengo de una familia de teatristas y mis antepasados, en otros tiempos más fructíferos políticamente hablando, vivieron ciclos parecidos. Ellos decidieron permanecer en Cuba aún en los momentos más oscuros, yo decidí romper con la mitología familiar. No sé cuál sea la opción correcta para usted que me lee, cada una trae consigo sacrificios, sombras y su buena dosis de hamartía, con alguna que otra luz.
Por ejemplo, mi abuelo Miguel Ángel Miqueli fue un intelectual de izquierdas que militó en todo cuanto estuvo a su alcance antes de la Revolución. Solo por mencionar sus prácticas cívicas, estéticas y políticas, era compañero de Sergio Corrieri y Tito Junco en el Teatro Universitario. En nuestro pueblo natal, San Antonio de los Baños, fundó un grupo de teatro que fustigaba, por medio de adaptaciones clásicas, las políticas de la década del 40. Al triunfo de la Revolución integró la primera generación de instructores de arte. La mayor parte de su familia cortó relaciones con él, por sus ideas. Cerraron sus negocios y, además del dinero, se fueron llevando la historia de una familia muy importante en la vida social, económica y cultural del pueblo.
Todos o casi todos los Miqueli emigraron a EEUU. Mi abuelo decidió entregarse al nuevo proyecto de país. Reabrió el grupo que había cerrado durante la lucha contra Batista, creando un proyecto donde toda mi familia participó de una manera u otra. A mi abuelo aún lo recuerdan en el Ariguanabo por su activismo cultural, por fundar tantas cosas allá: el Museo del Humor, el Museo de Historia, la Bienal Internacional del Humor, la primera Casa de Cultura, incluso antes de la Revolución. Sin embargo, lo jubilaron en plenas capacidades intelectuales y físicas, a finales de los 80, pues no tenía un título universitario.
Lo incitaron a la jubilación los mismos dirigentes que él había preparado política y culturalmente en los 70, cuando solo eran unos jóvenes inquietos sin poder. No era una cuestión monetaria, a mi abuelo no le importaba, incluso si no le pagaban por lo que hacía. En ese momento, administrativamente, valía más el título para un determinado puesto que la persona, que los conocimientos, que la cultura, que la capacidad. Le ofrecieron plazas como custodio o velador si no quería jubilarse; pero en los puestos de dirección de esas instituciones que él había fundado, ya no podía estar.
Mi abuelo se fue a su casa, pero nunca dejó de estudiar, de tutorar trabajos de diplomas de todo tipo de carreras de Artes y Humanidades. La máquina de escribir de mi abuelo nunca descansó para salvar fragmentos perdidos de la historia del pueblo. Miguel Ángel Miqueli nunca dejó de aportar a su San Antonio lo mejor de él, pero día a día se fue enterrando en vida, perdido en su biblioteca, en sus investigaciones que nadie tomaba en cuenta, como su medalla por la Cultura Nacional que ponía en mi pecho para jugar a los héroes.
Una tarde de 2001 lo cubrieron con la bandera cubana, sus medallas y lo enterramos bajo un discurso enardecido del historiador. Ese día se convirtió en una efemérides local y dejó de ser un problema para muchos, pues en todos los espacios decía cuánto daño ocasionaba la administración local al futuro de los ariguanabenses, promoviendo pipas de cervezas, bailables y ferias gastronómicas, siguiendo determinadas orientaciones sin discusión, o al nuevo funcionario venido de otra provincia que ocupa un cargo determinado sin tener idea de la idiosincrasia y tradiciones locales.
Mi abuelo combatió hasta el último día estas situaciones sin poder cambiar nada. Lo vi apagarse lentamente como una de esas "chismosas" en un apagón muy largo, lo vi sufrir cuando hablaba de su teatro perdido en la historia local. Me trasmitió su legado teatral como pudo, sin grupo, sin actores, sin teatro, sin areté, pero con mucha fe en que toda esa manera de entender la realidad me serviría de algo en el futuro, en tiempos menos duros.
Mi madre fue la próxima en asumir la dirección del grupo de teatro y de la casa. También tuvo su dosis de insatisfacciones profesionales por elegir cumplir el pacto social de dedicarse en obra, cuerpo y espíritu al proyecto de país. En 1990 llegó el clímax de su peripecia dramática. Llegó la crisis económica, la crisis de los valores y los años donde el proyecto social, principios y prácticas se separan diametralmente.
A mi madre le propusieron que su grupo, con logros a "nivel nacional", formara parte del catálogo de las artes escénicas de la provincia. Esto significaba que el Estado podía pagarle un modesto salario para que integraran la nómina profesional de los actores. No había como producir nada, los teatros estaban sin luces, sin actores, sin directores. Fuera de la capital todo era peor. Mi madre había mantenido vivo el proyecto de mi abuelo con actores aficionados formados por ellos durante muchos años, estaban al nivel de cualquier egresado de las Escuelas de Arte. Supuestamente había llegado una buena oportunidad ante la crisis económica: proteger a todo el grupo con un salario por lo que hacían por amor al arte.
A cambio de este nuevo estatus, a mi madre le dijeron que tenía que hacer trabajo comunitario en los asentimientos rurales, en la calle, en las tribunas, en los centros de trabajo, sin vestuarios, sin luces, ni textos universales. Tendría que seguir una línea estética que nada tenía que ver con los clásicos que adaptaba y montaba en la década anterior. En el Sectorial de Cultura le hacían una oferta digna de tiempos de crisis: renunciar a su poética, asumir el teatro como propaganda y bajar el nivel estético. Mi madre, una intelectual que no usaba el oportunismo como vía para crear y que detestaba el teatro solo como propaganda, vaciado de contenido, dijo que no. En esos años muy duros no aceptó la bicicleta china que era valorada casi como un auto hoy en día; no aceptó renunciar a su poética; aceptó su destino trágico como una de las heroínas que interpretó.
A los 35 años, en 1991, mi madre enterró al grupo Imagineros y a mi padre sin muchos rituales. Mi padre, actor también del proyecto, murió producto de una negligencia laboral en el trabajo por el que sí le pagaban, en ese donde era jefe, donde debía llevar un casco protector. A nadie le importó en realidad su muerte y nadie fue sancionado con todo el rigor de la ley por ella. Mi madre guardó silencio y luto por tener que enterrar tantas cosas en tan poco tiempo. Después de esos sucesos se dedicó a formar niños y jóvenes en la Casa de Cultura local; muchos de ellos, actores y actrices profesionales en la actualidad. Formando a ese "futuro mejor", llegó a ser vanguardia nacional y recibió la distinción Raúl Gómez García.
En esos años nació una nueva versión del "hombre nuevo", el "hombre luchador", "el que resuelve". Mi familia no pudo adaptarse a estas reglas no declaradas, al mercado negro, "al sálvese quien pueda". Nunca fueron aptos para las actividades ilegales que ponían comida en la mesa, ni buenos con la doble moral. Se limitaron a ir vendiendo los cuadros, los muebles, las joyas de generaciones y generaciones, a cambiarlas por ventiladores. Soñaban con el momento donde la crisis terminara y volvieran los espectadores a la pequeña salita del pueblo, para ver Antígona o Mariana Pineda, a la salita que mi propio abuelo había diseñado.
Yo soy Raúl M. Bonachea, director y dramaturgo cubano y tuve que emigrar de mi país, aunque nunca había sido un propósito mío, aunque mis ancestros me enseñaron a resistir, a sobrevivir en mi tierra. No quise repetir la peripecia trágica, no quise quedarme a ver como se enterraba también mi proyecto de grupo. No había presupuesto para pagarle a los actores en plena temporada; sin embargo, sí para congresos, reuniones, para los arreglos costosos de algunos autos, entre otras cosas, pero muy poco para la creación.
No quise quedarme a cumplir el pacto de entregarme a un proyecto social donde mi proyecto individual de vida se ve frenado, atascado con cada nuevo funcionario que puede entender mejor o peor al creador. No pude seguir invirtiendo mi tiempo de vida. Como mi madre, con 35 años de edad, dos carreras y una maestría, tuve que renunciar a mi grupo. Aunque a los tres meses me ofrecieran nuevos salarios por otra obra, el daño estaba hecho. En ese punto los actores ya no confiaban en mí. Tenían nuevos planes de sobrevivencia y diez años de mi vida luchando por ese momento se fueron con un plumazo, sin importar contexto, sacrificios, razones o resultados.
A los 35 años de edad decidí que era justo que mi obra, la que estaba en cartelera, por la que había invertido un año, Ifigenia, era más que una función, era más que un espacio ganado a una programación teatral endiabladamente burocrática. Mi obra me había dado una gran lección, el teatro no solo es un texto, un espectáculo, un resultado, es una actitud ante la vida.
Ifigenia, aunque parte de un referente clásico, muestra a unos personajes que han aprendido a sobrevivir a 2.000 años de crisis; habla de la emigración, de los jóvenes y sus creencias políticas y religiosas, de sacrificios, de las familias divididas, de los horrores griegos y cubanos, pero sobre todo de fe. No pude seguir presentándola al público "por falta de presupuesto"; sin embargo, no dejé de creer en su lección, en su espíritu. Entonces, como Orestes, decidí dejar de pensar en los tiempos mejores, en el miedo a salir de mi tierra y enfrentar a mis erinias, sin más bártulos que estos recuerdos.
El teatro no cree en las posturas políticas, ni estéticas, como sacramentos. El teatro solo tiene compromisos con la verdad, con el espíritu humano. Seguiré luchando por llevar a escena mi fragmento de mundo, mis memorias dentro de esos grandes acontecimientos políticos y sociales que no determinan, pero influyen en los que se quedan y en los que se van. En Cuba todo indicaba que después de estos 35 años, no podía ejercer mi profesión de la manera que creo merecer, aquí no sé si llegaré a las tablas otra vez, pero he decido recomenzar de cero. Mi abuelo esperó toda su vida los tiempos mejores, mi madre se resignó a adaptarse a la crisis sin renunciar del todo a sus principios; yo no quiero medallas, no quiero reconocimientos, ni seguir sobreviviendo crisis y políticos; solo quería hacer mi teatro, en mi país. Solo quería poder hacer pública mi creación sin tanta burocracia, sin tanto pedir de favor a los funcionarios para que hicieran su trabajo. Yo solo quería un lugar en mi país, un espacio para ejercer mi juicio estético y crítico y para eso luché, abriéndome paso sin trampas, sin máscara y con pasión. Ahora ya es tarde para renacer en Cuba. El teatro lo llevo adentro y ya germinará en otras tierras. Orestes me enseñó su ruta.
No sé cómo será este muchacho como director de teatro, pero ciertamente "poner las comas donde van" no es su fuerte.