El estreno de El último balsero (2019), ópera prima de los realizadores Carlos Rafael Betancourt Martín y Oscar Ernesto Ortega en la 42 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine de La Habana acrecienta las expectativas del público nacional, toda vez que se trata de un filme cubano producido por realizadores de la diáspora. Ante la ausencia de largometrajes de ficción de factura local en los títulos que se presentarán a concurso cuando la cita festivalera entre en su segunda fase en el mes de marzo del próximo año, al menos es un aliciente que esta película, junto a Mambo man (Edesio Alejandro y Mo Fini) sean los únicos largometrajes de ficción realizados por directores cubanos exhibidos durante todo el mes de diciembre en la sección "Latinoamérica en perspectiva". Creemos que es, por parte de la junta directiva del Festival, un gesto de reconocimiento a quienes hoy intentan hacer cine más allá de las fronteras insulares.
El último balsero relata la odisea de Ernesto (Héctor Medina), un profesor universitario de Filosofía, que escapa de Cuba junto a dos amigos en una balsa. Su llegada a Miami coincide justamente con la derogación de la política de "pies secos/pies mojados" por la Administración Obama como parte del restablecimiento de las relaciones diplomáticas con La Habana.
La imposibilidad de acogerse a la Ley de Ajuste Cubano obliga a Ernesto a vivir como indocumentado en Miami, en tanto se empeña en encontrar pistas de su padre, del que nada sabe luego de su salida del país como exiliado durante los hechos del Mariel. Con Ale (Néstor Jiménez Jr.), un antiguo amigo de infancia, y Lenin (Chaz Mena), también un profesor universitario emigrado, el protagonista tendrá la ayuda necesaria para una supervivencia inicial y despejar el camino para descubrir los secretos respecto a su pasado, sobre todo las causas que motivaron la partida de su padre y encontrar el amor en la joven Lucy (Cristina García), con quien estará dispuesto a compartir su destino en la lejana Nueva York.
El filme aborda temas polémicos como las inconformidades del exilio cubano respecto a la derogación de la política pies secos/pies mojados y los perjuicios que le ocasionan a un sector de la comunidad cubana en ese país, con dificultades para legalizar su estatus migratorio. Aborda también la explotación laboral de los indocumentados que sobreviven al margen de la ley; el debate sobre la libertad de expresión y sus consecuencias nefastas en la vida social cubana; las desavenencias ideológicas entre el exilio y los insulares respecto a su visión de la realidad nacional y, en particular, las castraciones en materia de derechos humanos que impone el política social de la revolución cubana; la penalización de las prácticas sexuales disidentes durante las primeras décadas del periodo revolucionario y sus consecuencias en la vida y en la psicología insular; el éxodo de los disidentes y su repudio por parte del Gobierno cubano, entre otros aspectos que mezclan con humor y escasa complejidad narrativa una historia que tiene, entre sus principales deficiencias, el guion.
La historia de El último balsero se llena de lugares comunes en su empeño de abordar una problemática sociopolítica con un toque de humorada a veces que recuerda el estilo de muchas comedias del cine cubano de los 80. Y personajes estereotipados, ausentes de calado psicológico y lastrados por su exceso de barniz. El profesor gay ilustrado que nos recuerda al Diego de Fresa y chocolate, y el protagonista mismo, a veces agobiado por sus interrogantes existenciales; el pícaro cubano que "hace el pan" en negocios turbios, desprovisto de todo escrúpulos en su propósito de explotar a migrantes indocumentados; la hermosa joven batalladora que apela a recetas de santeras muy vulgares para "amarrar" a su amor; encuentros descabellados y rupturas bruscas de la causalidad narrativa para solucionar conflictos…: todo esto impide que esta película crezca en subtramas carentes, en muchos casos, de algún destello de inventiva.
Las actuaciones están, por lo regular, medianamente correctas. Héctor Medina sigue siendo un joven actor al que todavía le falta su película, pero lo hace bien, con la notabilidad de quien le pone alma, corazón y vida a un personaje que, sin embargo, muy poco puede para lograr su lugarcito en el recuerdo del espectador. Néstor Jiménez Jr., continúa encasillado en personajes polarizados, sin pizca de hondura, mientras que Chaz Mena se esfuerza en el edulcoramiento gestual para aportarle credibilidad a un personaje manchado por la pobreza de los diálogos. Cristina García es lo mejorcito de las actuaciones y su química con Héctor Medina, al menos, salvan la empatía del espectador por sus personajes.
En los restantes rubros (fotografía, edición, montaje, dirección de arte, fundamentalmente), la película sortea sus escollos sin grandes dificultades. Sin embargo, su mayor deficiencia radica la edición y el montaje, cuando los cortes bruscos de acción atropellan la narrativa de la película. En determinados momentos, sobre todo cuando el filme llega al desenlace, pareciera que los realizadores se empeñan en apresurar las soluciones porque, caramba, ya va quedando muy poco de metraje.
Eso sí, no puede negarse que, como ejercicio de aprendizaje, el filme entretiene y nos convence de que también, allá, a 90 millas, es posible hacer cine.