Al llegar, la jauría —literal, una pila de perros— salía al encuentro. Ningún letrero que dijera: "Se compran y se venden libros viejos". Los montones de volúmenes eran de por sí cartel suficiente.
La casa era una casa venida a menos. Lo que la expresión "venida a menos" no refleja todo lo venida a menos que estaba esa casa. Nunca entré, pero el almacén que se auguraba por entre la puerta y el faldón, o por el enrejado de la enorme ventana, aproximaba el desastre de allá adentro. Clasificaba además como centro de protección canina, ingrato a la vista, auténtico mucho antes de que se popularizaran la sociedad civil, los entrepreneurs y todo eso. Afuera podía asistirse al espectáculo de un veterinario palpando, vacunando —menos operando, cualquier cosa— a los animales.
Con "afuera" me refiero al espacio entre la acera y el portal, o sea, entre la acera y la librería.
Los tomos se exhibían en estructuras de madera vieja, sostenidos en sus distintos anaqueles por cuerdas atadas a los extremos. Artefactos de madera sin pretensiones. "Sin pretensiones" de quién. Eliezer Jiménez —en lo sucesivo: el librero— los denominaba "tinglados".
Siempre anunciaba una próxima sustitución por otros más presentables. Y pronosticaba una limpieza, según él, tremenda. Hasta una reparación general de la casa. No obstante, el lugar permanecía invariable, excepto por la circulación de libros en sus estantes. Todo tipo de autores: clásicos, contemporáneos, cubanos de cualquier parte (de donde son los cubanos: de cualquier parte).
A cada rato, a poco de entablar conversación, preguntaba:
—¿No han visto mi documental? —cómo verlo, no estaba terminado—. Cuando salga será una bomba.
"Esto es una perroformance", había dicho en medio de la grabación, y a partir de entonces Perroformance era el título de trabajo del audiovisual y el nombre de la librería. Cualquier incrédulo puede buscar la revista World Literature Today (sección "Outpost", septiembre, 2013, página 80), y en ella el artículo de Aurelio Francos Lauredo, en la traducción de George Henson.
Muchos de los que se detenían allí terminábamos reunidos en improvisados grupos de desconocidos, la gente con la eterna carrera por hacer: aspirantes a escritores, malos escritores, diletantes, informantes de la Seguridad del Estado… Todos en la momentánea camaradería de la conversación. De extraños que dejaban de serlo. Cada uno con su recurrencia.
Y visitantes, visitantes provenientes de Nueva York, Miami, Madrid, París, que llegaban, se marchaban, volvían, se marchaban, constantes narradores de un relato por entregas que contaba de Allá Afuera. Algunos, la única distancia que conocíamos, suplementaria a la de todos los días, eran los kilómetros de palabras dispuestas unas detrás de otras en ciertos libros. Como en aquella parábola de Los hermanos Karamazov, las cebollas que pueden sacarnos del Infierno suelen quebrarse muy fácilmente.
De mis librerías favoritas de La Habana, otras (la particular de Calzada del Cerro y Prensa, la mesa de la ferretería Ollantay, Cuba Científica…) determinaron más en mis lecturas. Lo importante de esta era la librería en sí. Podría decirse que esa casa de L entre 21 y 19, en El Vedado, constituía una alternativa frente a lo Inevitable, la Historia, o como se llame aquello que termina superándonos.
El librero hablaba de su escena favorita del documental: él tendiendo una desvencijada cama —"desvencijada" nunca sería una palabra de su uso— con un afiche de Quien Ustedes Saben. Ipso facto, dos de sus perros se subían y acomodaban sus cuerpos sobre el Rostro.
—¿Tendrá consecuencias la escena súper fuerte esa? —preguntaba.
"Consecuencias" quería decir "problemas". Yo prefería hacer la broma (manida) de que podrían aumentarle los clientes, o algo por el estilo.
Dejé de verlo alrededor de la época en que se anunciaba que las cosas mejoraban en Cuba (2015), pero puedo testimoniar que difundía más a los escritores cubanos por el mundo que el Instituto Cubano del Libro (donde trabajé tres meses de 2011). Todo ello, el librero, sin sueldo, cobrando solo el precio del ejemplar que lograba vender. Y siempre se le podía regatear.
Por él, indirectamente, los noruegos leyeron en noruego a Virgilio Piñera. Ello confesó en junio de 2012 la traductora Tove Bakke durante el coloquio por el centenario del escritor. En una de sus visitas a la librería, el librero le había encasquetado algún tomo de Virgilio (diciéndole: "esto es importante", "tú verás", o algo así), el cual ella leyó en el vuelo de regreso. Así arribó Piñera a Noruega.
Ante una hipotética moción para colocarlo junto a José Rodríguez Feo y Víctor Batista Falla, ricos de un mundo que no conocí, mi voto particular para el librero. Desde fines de los 90, no mecenas: no había con qué, pero un cabal promotor literario del subdesarrollo, con aquello que se tiene mano. ¿No nos insisten en que somos Calibán?
—Sí —ahora venía su contra-argumento—, dejen que se diga el nombre de los perros que se acuestan tranquilitos-tranquilitos sobre el afiche.
Ese dato también lo conocía. Anagramas. Y aunque era imposible señalar entre la jauría a Lúar y a Nachi, una vez Nachi desapareció.
Con los días, el librero olvidó hasta guardar su mercancía, y la librería permanecía abierta las 24 horas. Anunció una recompensa de 500 dólares. Por ese monto —aseguraba—, los que habían secuestrado a Nachi para afectarlo a él (avariciosos, Dios y Kafka mediante), lo entregarían.
Por suerte, Nachi regresó solito. ¿Lo soltaron? ¿Un malentendido? ¿De dónde hubiese sacado el librero 500 dólares?
La casa, sus varias estancias con libros amontonados o en cajas —unas sobre otras, sin orden, con desconcierto—, el portal, lo que antaño fue un jardín, la acera misma, se reducen al nombre de librería. Pero lo que hace a una librería librería son esos muebles verticales desbordados de libros. Levantado del suelo y depositado en otro contexto, ese espacio y sus personajes seríamos igual otra anomalía. Son estas cosas que pensé, sentí, o que recuerdo o creo haber pensado o sentido.
"Las de Niza sí son librerías", le escucharía después a un cubano exilado profesional, fruto de ese sentido común heredado que nos enseña a considerar más especial un sitio que otro, con lo mismo, una librería que otra. ¿Quién dijo que somos un "clan disperso"?
Una vez, el librero me tendió varias hojas impresas: las entradas en Google que anunciaban Perroformance, documental de 20 minutos en posproducción. ¿Así que era verdad?
—¿Me creen ahora? —insistió—. Esto va a hacer ¡BOOOFFF!
¿Krakatoa? De hecho, estábamos en otro archipiélago. Pero la explosión de su voz perdió impulso:
—¿Me llamarán para que empiece a tenderle la cama? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—¿Que si me citarán para que le tienda la cama?
Aún no puedo comprender esa frase. ¿Tanta rebeldía para eso? Hay situaciones que no tienen explicación. Años han pasado. ¿Habrán ido a buscarlo para que tienda esa cama?