Durante un almuerzo, escuché de una rusa que el escritor M.E. Saltykov-Shchedri (del cual me recomendó insistentemente su novela Historia de un pueblo) había sentenciado que su país cambiaba cada cierto tiempo, pero que irremediablemente, cada doscientos años, volvía a ser el mismo, regresaba a su esencia.
A Gentle Creature (cuyo título original es Krotkaya), del director ex soviético nacido en Bielorrusia Sergei Loznitsa, es una suerte de roadtrip orbital hacia las profundidades del sistema penitenciario ruso y también a esa esencia a la que se refirió el novelista M.E. Saltykov-Shchedri. Loznitsa consigue toparse en el final de su viaje con el rostro de esa oscuridad a la que otros le atribuyen el calificativo de "alma rusa".
El relato está tenuemente relacionado con la historia de Dostoievski que lleva el mismo nombre, y gira en torno a una mujer sin nombre (Vasilina Makovtseva), una mujer dulce —de las escasas criaturas con esta cualidad humana en el relato— que un día recibe de vuelta un paquete enviado a su esposo encarcelado. Sorprendida y confundida, esta mujer de cuarenta años y semblante rígido, no tiene más remedio que viajar a una prisión en Siberia en busca de una explicación.
Así comienza la historia de una batalla contra esta fortaleza impenetrable, una prisión, en donde las fuerzas del mal operan amparadas por un sistema que decide quiénes tienen el derecho a tener derechos. Desafiando la violencia y la humillación, frente a toda oposición, nuestra protagonista se embarca en una ciega búsqueda de justicia. Resulta interesante como Loznitsa mantiene a lo largo de la película una distancia entre su protagonista y el resto de sus personajes. Esa separación se acentúa por su rasgo más marcado, el mutis que la caracteriza. Este ardid termina siendo un recurso narrativo que vuelca hacia el espectador todo el sufrimiento que recae sobre ella.
Ambientada en una Rusia que saltó del feudalismo al comunismo y de este último al capitalismo, Loznitsa visibiliza las secuelas de la URSS sobre esta región en la que el marido de nuestra protagonista está preso sin cargos claros. Salvando los 10.770 km de distancia que separan a Rusia de nuestro país, la historia de esta mujer también podría ser la de la esposa de un preso político encarcelado en Cuba.
Viendo la película recordé una experiencia de cuando era estudiante de cine. En Guanajay, Artemisa, también hay una prisión. Fue allí donde nos encomendaron filmar un ejercicio documental. Yo era guionista de uno de los equipos y durante nuestra estancia, las autoridades provinciales prohibieron que nos acercáramos a dicha prisión, que la refiriéramos en nuestras historias e incluso, que apuntáramos nuestras cámaras en un ángulo en el que se dejara ver algún fragmento del recinto. Para las autoridades cubanas, ese lugar de Guanajay era prohibido incluso fuera de foco. La prisión debía permanecer en el anonimato y en él se perderían las historias de sus reclusos y familiares. ¿Por qué ese empeño en borrar lo que también forma parte de nuestro paisaje nacional?
No sé si a Loznitsa le sucedió —según me han comentado, filmar en Rusia también se las trae—. Sin embargo, algo que podríamos aprender de él es que, sin necesidad de entrar físicamente a una celda, se puede sugerir lo que allí sucede. Loznitsa tiene la perspicacia de prescindir de esos interiores y construye una pesadilla mucho más densa en los entornos de la institución penitenciaria. Me viene a la mente una escena en donde un visitante le trae unas sandalias de regalo a un recluso, las cuales son descuartizadas violentamente durante su inspección por la oficial de turno. Si los punzones perforan la suela de esas sandalias como si nada, ¿cómo será sobrevivir allí dentro?
En esta película la prisión es una mina de oro. Todas las ilegalidades giran en torno a ella y se muestran a través de la interacción que la protagonista establece con los habitantes. Oficiales, mafiosos, taxistas, prostitutas, borrachos, cantantes, defensoras de los derechos humanos, quienes por su naturaleza —o tal vez por el entorno en el que les ha tocado vivir—, en su mayoría se comportan como aves de rapiña. Ese escenario es el hábitat natural del cine de Loznitsa, quien nos muestra sin filtros la decadencia de un país que se creyó el pueblo elegido para salvar a la humanidad y que ahora brinda por el sufrimiento infringido tras la utopía.
A pesar de ser una experiencia cinematográfica terriblemente inteligente y de contar con un ingenio narrativo que logra justificarse a sí mismo hasta en los excesos —ya sea por lo exagerado de alguno de sus personajes o porque su inequívoca visión no puede abarcar las dimensiones de una nación como Rusia—, Loznitsa, ingeniero cibernético, matemático, traductor de japonés, documentalista y director de ficción, vuelve a enmudecernos con éste, su tercer largometraje, producido en 2017 y estrenado en el Festival de Cannes.
Cuando veo esta película no puedo dejar de pensar en el alma cubana. Mirar el cine de Loznitsa es ver en una bola de cristal lo que podría ser la Cuba del futuro. Acercarnos a esa parte oscura del alma rusa es mirar hacia el fondo de un abismo en el que Cuba cayó. Si el novelista ruso M.E. Saltykov-Shchedri expresó que su país volvía a ser el mismo cada doscientos años, ¿cada cuánto tiempo regresa nuestro país a su esencia, a su alma?