Terminó el Festival de Cine de La Habana, aparecieron en él nuevos nombres y, aun cuando quedaron fuera del podio de premiaciones, su talento no deja margen a dudas.
El filme Un traductor (2018), por ejemplo, ópera prima de los hermanos Rodrigo y Sebastián Barriuso, cubanos residentes en Canadá, marcó la diferencia respecto a los largometrajes cubanos de ficción exhibidos.
Es esta una película que se distingue por la sobriedad de su registro narrativo, el modo en que sus realizadores consiguen establecer un equilibrio estético en los distintos niveles de enunciación del discurso, mientras apuesta por la intimidad de un drama familiar —si se prefiere biográfico, pues envuelve un momento trascendental en la historia de vida de sus realizadores—, que seduce y conmueve al espectador.
No por gusto fue la segunda película en obtener más votos del público en su carrera por el Premio de la Popularidad.
La trama gira alrededor de la vida de Mani (Rodrigo Santoro), un profesor de Literatura Rusa en la Universidad de La Habana. El desastre de Chernóbil y la llegada a Cuba de los primeros niños soviéticos afectados por el accidente nuclear, interrumpirán su dinámica familiar y la estabilidad de su matrimonio pues, como muchos profesores de su claustro, Mani recibe la misión de trabajar como intérprete entre los médicos cubanos, los niños soviéticos accidentados y sus familiares acompañantes que permanecen ingresados en un hospital de La Habana.
Y en medio de esto sobreviene la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y por supuesto, el inicio de un periodo de escaseces y dificultades económicas para Cuba.
Las convulsiones del contexto sociopolítico revelarán poco a poco las disconformidades de un personaje obligado a posponer sus intereses personales y familiares en favor del bien común y la solidaridad. Su resistencia al cambio de labor, sutilmente marcado en la película por cuestiones ideológicas, cederá paulatinamente al involucramiento sincero que intenta mitigar las secuelas del dolor, el sufrimiento y la pérdida.
Mani es padre de un niño pequeño y en breve esperará la llegada de un segundo, pero no es consciente del sacrificio y los riesgos que le impone a su familia cuando su irresponsabilidad para con ella es consecuencia de su altruismo y su sentido del deber humano.
Por ese camino la película despliega su ductilidad narrativa, sin transitar lugares comunes en su crítica sociopolítica, sin caer en el facilismo del melodrama que manipula la emoción debido a la intensidad de su carga dramática. Antes bien Un traductor prefiere la serenidad del cuestionamiento, muy sutil, a la ideología; la hondura del trazado psicológico y no el estereotipo en la caracterización de personajes.
Mani es un tipo abrumado por la ideología, aun cuando lo veamos junto a su hijo en el recibimiento de los cubanos a Gorbachov en plena calzada habanera. Pero su cansancio político queda de lado ante la muerte de los niños soviéticos aquejados de cáncer y el sufrimiento de madres rusas alcoholizadas. Su humanismo se moviliza en función de mitigar el dolor, en hacer más llevadera la estancia de los pequeños y sus familiares.
En esto el filme consigue su mejor carta de presentación, así como en el talento de su elenco multinacional donde los actores cubanos quedan relegados a un segundo plano por las actuaciones convincentes de los infantes rusos.
El brasileño Rodrigo Santoro sigue demostrando su versatilidad interpretando personajes de nuestro mundo insular y su compañera de reparto, la cubana Yoandra Suárez, en su rol de esposa, supera el tinte maniqueo que antes le vimos en La hoja de la caleta (Mirta González Perera y Jorge Campanería, 2017).
Un traductor no es la gran película del cine cubano, pero sí es un ejemplo feliz de cuánto puede hacerse grande nuestro cine. Sus jóvenes realizadores, los hermanos Barriuso, tendrán mucho que mostrar en lo adelante y ojalá que su buen tino, con el cual decidieron contarnos esta historia intimista, no acabe malográndose por el camino.