Nadie duda, después de haber asistido al estreno del filme Inocencia (ICAIC, 2018) del realizador Alejandro Gil (La pared, La emboscada), que esta película obtenga algún Premio Coral en la próxima edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Al menos el de la Popularidad o el Especial del Jurado, pues es tal el desborde de emoción que provoca este filme, que ni bien finalizado —e incluso durante la exhibición del mismo— el público presente le dedicó una cerrada ovación de aplausos.
Alejandro Gil ha tenido un estreno de lujo, pues no solo contó con la presencia de invitados del gremio, sino también de las principales autoridades políticas de la ciudad, ministros, el presidente del ICAIC, una entusiasta tropa de estudiantes de Medicina y hasta del canciller cubano.
Desde hace mucho tiempo no se había visto tamaña aglomeración de espectadores en el cine Chaplin, incluso de pie.
Es esta una de las cintas que revisita una de las páginas más dolorosas del período colonial. El crimen contra los ocho estudiantes de Medicina el 27 de noviembre de 1871 es el epicentro del drama, que cuenta, no solo el viacrucis de los jóvenes condenados, la execrable actitud de los voluntarios españoles contra la juventud criolla de la etapa, la digna actuación del militar español Federico Capdevila, el sufrimiento y la impotencia de familiares que nada pudieron hacer para evitar la masacre, la corrupción política y el amañado juicio contra estos jóvenes, sino también el calvario de Fermín Valdés Domínguez, uno de los estudiantes de Medicina presos en ese entonces, que 16 años después rescata del olvido los restos mortales de sus compañeros asesinados.
Sin embargo, el problema de las películas cubanas sigue siendo el guion. Da la impresión de que el texto escrito por Amílcar Salatti intenta visitar el bosque de la Historia por las ramas, sin adentrarse en su espesura. Parece como si se contentara en ilustrar cada momento del hecho tal como se cuenta en los manuales de Historia de la educación primaria, mientras olvida que en el desespero de ochos condenados a muerte hubo mucho más que un patriotismo que no tenían, y era justo un pavor terrible, ante la muerte.
En eso falla el guion, así como la puesta, las cuales se contentan en explorar las connotaciones políticas e históricas de un suceso, descuidando el peso de las verdaderas reacciones humanas. Resulta un recurso muy lícito, bastante poético, que los estudiantes condenados entonaran "La Bayamesa", pero huelga el excesivo patriotismo que evidentemente solo busca sacudirnos.
No era necesario el desborde por ese camino. El drama en sí, profundamente centrado en las emociones internas de los personajes, ya era suficiente para que esta película hubiera alcanzado altura.
Es debido a eso que, como en un efecto dominó, las actuaciones resultan otro aspecto fallido en la película. Yasmany Guerrero (Fermín Valdés) no consigue apuntalarse en el personaje. Héctor Noas, el capitán de voluntarios españoles, hace gala de una ferocidad maniquea, y con él muchos personajes en los cuales no asuma una pizca de hondura psicológica.
Lo peor es ese discurso de Capdevila (Caleb Casas), quien olvida toda la pasión que necesita una arenga ante la injusticia. Caleb, que es un actor talentosísimo, recita de mal gusto un parlamento de manual de Historia. El colmo era ese bocadillo anacrónico del militar cuando nos habla de "jóvenes en su etapa de pubertad". Tal como iba, esperábamos que incorporase, de un momento a otro, la palabra "adolescente".
Sobra también la escena de confesión de uno de los estudiantes ante un cura. Con ella se pretendía incorporar un discurso existencialista, de cuestionamiento a las injusticias de un Dios católico que se cruza de brazos ante el crimen. Sin embargo, todo eso suena como un discurso impostado, mucho más de un pensamiento autoral que coloca en boca de un personaje su juicio sobre el hecho histórico que de la propia psicología del personaje.
No está bien en el filme la recreación del ambiente habanero de 1871. No basta con que la película nos introduzca en la trama con un letrero diciéndonos que era el año del terror y por qué, sino que había que mostrarlo en pantalla y no con un par de voluntarios al inicio (Edwin Fernández y Carlos Solar) disparando tiros al aire en plena calle habanera.
No obstante, esta es una película memorable, como pocas en nuestro cine a pesar de su factura televisiva. La historia del filme consigue estremecer y atrapar al espectador. Las escenas del encarcelamiento, del juicio amañado y, finalmente, el momento clímax con los ocho condenados en dúos, de espaldas, de rodillas y los ojos vendados ante el pelotón de fusilamiento, nos paralizan de terror.
Alejandro Gil coloca un rostro a ese pasaje de la Historia, y con él nos sacude; consigue en el espectador el extraño efecto de estar todo el tiempo involucrado en el drama, y el deseo de evitar con algún gesto desesperado y de justicia la consumación del crimen.