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Música

La música del enemigo

¿Qué llegó del más famoso disco de The Beatles a Cuba, donde los que lo censuraron entonces son ahora gerentes de su conmemoración?

Málaga

En un parque de La Habana se celebró el pasado 1 de junio un concierto al aire libre para conmemorar el cincuentenario del lanzamiento del álbum Seargent Pepper's Lonely Hearts Club Band de The Beatles. No recuerdo quién acuñó la idea de que si Kafka hubiera nacido en Cuba, hoy sería considerado un escritor costumbrista. Creo que se la oí por primera vez a un condiscípulo mío del Preuniversitario de Marianao, José Ramón Solsona, al que todos apodábamos El Gordo, por razones que no vienen a cuento. Con su peculiar sentido del humor, El Gordo Solsona coleccionaba frases políticamente incorrectas y anécdotas absurdas. Fue el primero de nuestro grupo que aplicó al sistema castrista la definición de un mundo donde todo lo que no estaba prohibido era obligatorio.

Cuando leí esta noticia del homenaje extemporáneo a The Beatles pensé inmediatamente en mi amigo, que falleció en EEUU hace dos años. Al Gordo Solsona le hubiera encantado esta noticia. Porque nada resume mejor el disparate cotidiano de esa isla, donde la vida parece discurrir en una dimensión ajena al tiempo y paralela a la realidad del mundo exterior.

Una de las causas de ese anacronismo constitutivo de la sociedad cubana, es el afán del Gobierno por controlar los gustos y las expresiones culturales de la población. Tras los fracasos sucesivos de la ingeniería social en todos los experimentos marxistas del planeta, los gendarmes cubanos deberían de conocer ya la diferencia que hay entre el perrito de Pávlov, que salivaba cuando sonaba el timbre aunque no hubiera piltrafa a la vista, y cualquier rockero —adolescente o no— del millón que fue a aplaudir a The Rolling Stones el año pasado.

Sin embargo, el principio del reflejo condicionado con espoleta retardada sigue inspirando las decisiones de los comisarios culturales del régimen. Y como el otro principio inspirador parece ser el de la necesidad histórica (dicho de otro modo, todo lo que no es obligatorio está prohibido), la vida espontánea y la cultura real se retuercen entre las dos pinzas de ese alicate, en busca de un poco de verdad, que es el oxígeno del que ambas se alimentan.

¿Cuántos cubanos se enteraron en 1967 de la existencia del Seargent Pepper's Lonely Hearts Club Band? Muy pocos y menos aún escucharon el disco. Algunos jóvenes de entonces que no teníamos miedo al sambenito de "diversionismo ideológico" que las autoridades les colgaban a los amantes del rock conseguimos el álbum y lo copiamos en placas de vinilo o cintas magnetofónicas para compartirlo con los amigos. (El sambenito era peligroso, porque solía tener consecuencias desagradables sobre la carrera universitaria, el puesto de trabajo y la atención adicional que el Comité de Defensa de la Revolución del barrio les prestaba a los sospechosos habituales).

Otros alcanzaron a oír canciones sueltas, en los espacios musicales de emisoras del sur de EEUU que se escuchaban en La Habana, ya fueran de Nueva Orleans, Miami, Atlanta o la celebérrima KAAY de Little Rock ("Fifthy thousand watts of music power: K-Double-A-Y, from Little Rock, Arkansas") que por las noches nos regalaba tres horas de música underground, en el inolvidable programa "Beaker Street" que presentaba Clyde Clifford.

Esos escasos aficionados al rock, el rhythm and blues, y más tarde al underground y la sicodelia musical, éramos los que el régimen denostaba con calificativos como "muchachitos del filin", "enfermitos", "pepillos de Miramar y El Vedado", "desviados", "antisociales" y otros piropos. Los demás —la inmensa y aplastante mayoría, supongo— eran buenos compañeritos revolucionarios, que bailaban casino con la orquesta Aragón en La Tropical, vestían correctamente, no llevaban melena y estaban, más o menos, en una categoría social que ellos mismos denominaban "la guapería". Nosotros, en revancha, les llamábamos "los cheos".

La familia de mi novia de entonces tenía una casa muy amplia no lejos del cine Metropolitan. Allí nos reuníamos de vez en cuando a escuchar "la música del enemigo", como la definían los comisarios de la época. El Gordo, otros amigos y yo, que hablábamos inglés y nos interesábamos seriamente por la música contemporánea, tratábamos incluso de descifrar y reproducir las letras y las sonoridades de las canciones que más nos gustaban.  

El Sgt. Pepper’s..., que llegó a nuestras manos en 1967, no fue para nosotros una sorpresa. Fue simplemente la culminación de una espléndida trayectoria que había comenzado con dos discos también memorables: Rubber Soul (1965) y Revolver (1966). Una mezcla de innovaciones armónicas y efectos sonoros de una extraordinaria capacidad expresiva, que superaban y empequeñecían a los demás conjuntos de la época. Era una música cada vez menos bailable y más experimental (que por eso no gustó a algunos que añoraban los ritmos de carrusel característicos de los años iniciales de la beatlemanía), donde reverberaban letras surrealistas, instrumentos orientales, disonancias y efectos acústicos hasta entonces inéditos en la esfera del rock y el pop.

Aquello no era diversionismo, era creatividad, imaginación, talento, pirotecnia sonora, diversión pura. Pero en algo tenían razón los comisarios: era una música transgresora, libertaria, profundamente amenazadora para la anquilosada y aburrida ideología de "la revolución", que para entonces ya era un dogal de acero soviético que asfixiaba nuestra juventud.

Toda esa experimentación desembocó meses después en la maravilla del Sgt. Pepper's..., el álbum de todos los récords, la materia de los sueños hecha realidad musical. Era lo nunca oído en el ámbito de la música juvenil y popular: la sicodelia y la imaginación elevadas a la enésima potencia de experimentación sonora. Hoy está considerado por los críticos como el álbum más acabado e influyente de todos los tiempos (Rubber Soul y Revolver también figuran entre los diez mejores en casi todas las listas). Entre 1965 y 1967 The Beatles alcanzaron el cenit de calidad artística que les garantizaría la inmortalidad farandulera y quizá algo más. Fueron los años de mi adolescencia y la de miles de mis coetáneos, cuando descubrimos los límites de la jaula y unos pocos empezamos a rompernos la cabeza contra los barrotes.

Los carceleros de antaño son ahora comisarios-gerentes de conmemoraciones kafkianas, en las que ensalzan lo que entonces ignoraban y trataban de aplastar. Son los mismos —o casi— que en los años 60 y 70 impusieron una especie de nacionalismo musical arbitrario y reduccionista. Como si la música cubana no hubiera importado ritmos de África, melodías de España y armonías de Francia hasta constituirse en lo que llegó a ser y no hubiese luego influido a su vez en el jazz, el rock y tantas otras corrientes "extranjeras".

La burda manipulación actual no cambia en nada la memoria de quienes en esos años vivimos y disfrutamos realmente de "la música del enemigo", a pesar de la censura y las represalias que el régimen aplicó durante largo tiempo. Toda la innovación musical angloamericana de la época —de Lou Reed and The Velvet Underground a los Iron Butterfly— forma parte de nuestra memoria como vivencias auténticas, no como la falsa evocación interesada y anacrónica que ahora perpetran en La Habana, hecha de consignas rancias, estatuas kitsch en los parques y conciertos patrocinados por el gobierno.

Los comisarios de entonces nunca comprendieron por qué el caballo Henry bailaba el vals y Lucy aparecía en el cielo ataviada con diamantes. Los de ahora tampoco lo entienden, pero aplauden obedientes cuando el jefe chasquea los dedos —como solía decir el Gordo Solsona— y hasta tratan de pronunciar correctamente ese galimatías de Seargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band, talismán musical de nuestra adolescencia.


A José R. Solsona, in memoriam

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