He visto dos veces Santa y Andrés, la película censurada de Carlos Lechuga: una vez tumbado en la cama del director, y otra hace apenas una semana, instalado en una luneta de la Cinemateca de Hollywood, en el Egyptian, durante el festival Outfest 2017.
La cama de los Lechuga perteneció en otra época a Elena Burke: el dato me lo ofreció el director, junto con una cerveza, a las puertas de su dormitorio. Ese detalle es relevante: Santa y Andrés es la obra de un treintañero sobre unos hechos acaecidos en los lejanos 70. Debe tomarse en cuenta el efecto de lente generacional, pues los hechos que narra el filme quedan distorsionados por él.
Vista desde la cama de Elena Burke, en una habitación de La Habana post-Castro, la película de Lechuga cobra perfecto sentido, quizás porque la censura la relegó al ambiente casero donde se escenificaron ciertas obras del repertorio teatral de los años 80. De esa manera Santa y Andrés se reconcilia con su condición underground y alcanza, casi de necesidad, continuidad política. La prohibición y el ocultamiento (de manuscritos o películas) no fue una cuestión peculiar de los 70, sino que continúa vigente 40 años más tarde. El hecho de mostrarse en una casa y no en el Yara, donde debió ser estrenada, provee el subtexto de Santa y Andrés.
Desde la perspectiva habanera, Santa y Andrés me pareció una de las películas más efectivas de los últimos años. Luego me enteré de que en las reuniones de Carlos Lechuga con los funcionarios del Ministerio de Cultura, los argumentos en contra de incluirla en el Festival de Cine de La Habana no afectaron el reconocimiento de su calidad artística. Entre los asistentes a las proyecciones se encontraban, entre otros, Abel Prieto, Fernándo Pérez y Ernesto Daranas. La mayoría de los convocados coincidió en que el filme impresentable era, después de todo, "una obra de arte".
Así me lo pareció a mí también. El guion es simple y directo; las actuaciones, equilibradas; la cinematografía, de un virtuosismo poco común en el cine cubano. Creo que sentí un excesivo entusiasmo por Santa y Andrés, y que, debido a esa afinidad, coincidí por primera vez con Abel Prieto.
En la Cinemateca de Los Ángeles la película de Lechuga se mostró en el marco del festival Outfest de cine gay. En esa circunstancia adquirió un significado nuevo: era la obra que salía del armario, exhibida en el mundo libre, a salvo del ambiente represivo. Delfín Prats, el poeta maldito que sirve de modelo al personaje protagónico, se paseaba —como Reinaldo Arenas 15 años atrás— por las pantallas de Hollywood. Ahora su desgracia también era cuestión de festivales, el último tropo del oficialismo LGBT.
Vista con los ojos del americano promedio que asiste al Egyptian, Santa y Andrés pierde, inevitablemente, parte de su encanto. ¿Quién podrá entender, sin haber leído antes un tratado sobre las UMAP, la razón por la que el protagonista vive en una espantosa cabaña en el medio de la nada? Andrés, en Los Ángeles, podía ser tomado por un ecologista, un socialista o un ermitaño, nunca por un miembro de la resistencia. El Foro por la Paz, que es el motivo por el que el escritor se encuentra bajo la escolta de Santa, tiene poca resonancia en un público de locas divinas que regresaban de una marcha multitudinaria en contra de Donald Trump. ¿Cómo podía irrumpir en un Foro por la Paz este descamisado que cocinaba mermelada en un anafe de leña?
Si en Cuba, el grito de "¡Viva Martí!" que lanza Andrés en respuesta al "¡Viva Fidel!" de los esbirros, durante el acto de repudio frente a su choza, fue malinterpretado por el viceministro de Cultura Fernando Rojas como una afrenta a la memoria de Fidel Castro —que a partir de su deceso quedó oficialmente consustanciado con el Apóstol—, en Los Ángeles carecía de la más mínima significación. Me pareció que la película de Carlos Lechuga era un galimatías escrito en un lenguaje que solo entienden los naturales de un territorio afectado por la autorreferencialidad enfermiza.
Entonces, el actor cubano Raúl Ávila, que estaba sentado al lado mío, me sopló en la oreja este comentario: ¿Un acto de repudio con cuatro gatos? ¿No pudieron encontrar entre los asistentes al Foro un puñado de chivatos que engrosaran las filas de los tiradores de huevos? ¿Está tan ajeno Carlos Lechuga al espectáculo de las turbas que toman a diario las calles de su ciudad? La escena del acto de repudio, que me conmovió en La Habana, me dejó frío en Los Ángeles. La película falla en recrear la magnitud de la violencia para un público global, no familiarizado con el acontecer cubano e incapaz de suplir extras y rellenar elipsis.
El malentendido de Santa y Andrés se trasluce incluso a otro nivel: el director de un filme francamente contrarrevolucionario no acaba de admitir que ha cortado los lazos con la cultura oficial. Hablar de la represión de homosexuales y de la persecusión de artistas, y pretender insertarse en el circuito de festivales es, cuando menos, incongruente. Si los funcionarios del Ministerio de Cultura sostienen que Delfín Prats —o Reinaldo, o Virgilio— nunca fue castigado o vigilado, entonces Carlos Lechuga propone, en Santa y Andrés, nada menos que una versión anticastrista de la Historia.
"El equipo de nuestra obra ha sido comprensivo y abierto al diálogo con los censores… Si así tratan a los que se portan bien no sé cuál es el objetivo detrás de todo. Yo, Carlos Díaz Lechuga, amo Cuba, fumo tabaco, me gusta la playa…". Pero la transvaloración efectuada en el cine no deja ileso al cineasta. Si los 70 fueron la época de Santa y Andrés y del "caso Padilla", Carlos Lechuga debe entender que también él se ha metido en las patas de los caballos, que también él se coloca, cinco décadas más tarde, "fuera del juego".
Hablar de playas y tabacos es adoptar la jerga de los censores, que demandan del artista la renuncia al discurso político para permitirle dedicarse, sin ser molestado, a las "obras de arte". En Santa y Andrés, Lechuga reconoce que el acoso culmina en el exilio, pero en sus declaraciones públicas parece seguir empeñado en marcar la diferencia entre irse y quedarse; o lo que es aún más problemático: en borrar la distinción entre romper y colaborar.