Todos conocemos a Orlando Jiménez Leal, el prestigioso cineasta y guionista cubano. Pocos conocen a Jiménez Leal el amante y connaisseur de la música. Hemos compartido veladas musicales y me ha sorprendido la intuición de Jiménez Leal de enriquecer lo que escucha. Orlando es una especie de etnólogo de la música, capaz de asociar el estribillo en una canción a una culinaria, el mambo de los metales de una orquesta a una playa de Marianao, el melisma de una diva habanera con el salitre del puerto en la madrugada. Con la música, Orlando choca con la tradición o explora un dato antropológico furtivo pero necesario, o trae la música a la literatura o —como todo cubano— a la política.
La entrevista que sigue tiene el propósito de presentar ese lado musical poco conocido de Orlando Jiménez Leal.
Cuéntanos un poco de ese interés antropológico e historiográfico que tienes con la música.
Fue el encuentro fortuito de una biografía de Guido de Arezzo que, obsesionado por evitar que los cantantes olvidaran la letra de los cantos gregorianos, inventó el tetragrama. Con ello no solo evitó que los cantantes no olvidaran la letra sino que logró que, en el tiempo, nosotros también la recordáramos.
Por supuesto, mi interés por la música no es sólo antropológico, sino también gnoseológico. Me obsesionaba la idea que en unas líneas horizontales y con unos signos musicales se pudiera "atrapar" la música. Es el mismo interés que siento por la pintura. Como se ve en las cuevas de Altamira, el hombre primitivo se dedicaba a "cazar imágenes" que, para conservarlas en el tiempo, pintaba. La música, decía Borges, es también, una misteriosa forma del tiempo.
Cuando hemos escuchado música juntos, por ejemplo, de los años 50, has construido una especie de psicogeografía. Hablas de una "música de playa" o "música de cabaret" o "música de victrola". ¿Cuál es la diferencia?
La psicogeografía pretende entender el efecto que tiene el ambiente geográfico sobre las emociones de la gente. Sin embargo, en este caso, es la gente la que impone un estado de ánimo sobre la música. Lo que llamo "música de playa" es una música de espacios abiertos que rehúye en sus letras a la noche y el reproche, y donde casi nunca hay ni saxos ni violines, pero sí mucho piano, maracas y trompetas.
La música de playa era música de domingo y mediodía, y olía a mar, a salitre y a cerveza derramada sobre un mostrador de madera, Se oía, y esto para mí siempre fue un misterio, casi exclusivamente, en los bares de las playas. Y en sus letras se había superado el despecho. Describían, casi siempre, el paisaje después de una batalla amorosa o el alegre comienzo de una nueva relación: "Cantando quiero decirte lo que me gusta de ti..", "Total, si me hubieras querido, ya me hubiera olvidado de tu querer…". O "Yo tendré una como tú… tan linda…"
Esta música optimista y playera está en completa oposición a esos encantadores boleros, obscuros y tenebrosos, de encuentros y desencuentros, suicidios y amores imposibles , que, con ciertos ecos jazzísticos, se oían en los prostíbulos, en los cabarets de segunda categoría y en las victrolas de las bodegas de las esquinas de los barrios.
¿Cuál es la década de la música cubana que más te llega?
Es difícil determinar una década preferida porque muchas canciones importantes saltaban de una década a otra. Yo siempre he sentido nostalgia por un pasado no vivido, y la única manera que tenía de vivir ese pasado era a través de la música.
Hay grupos claves en la música cubana de todos los tiempos. Sobre todo, en las primeras cinco décadas del siglo XX: el Sexteto Habanero, el de Ignacio Piñeiro, Los Muñequitos de Matanzas, el Trío Matamoros, Chapotín, la Orquesta Sensación, la Orquesta Casino de la Playa, y el epítome de los años 40: Chano Pozo, que tanta influencia tuvo en el jazz. Él fue capaz de componer una obra maestra con una sola palabra: "Blen, blen, blen/ blen, blen/ blen, blen, blen".
Los años 50 pertenecen a las big bands: la Aragón, la Riverside, el Conjunto Casino, Benny Moré y su Orquesta; aunque mi preferida es la más urbana, cosmopolita y habanera de todas: La Sonora Matancera.
Hubo orquestas, sin embargo, que trascendieron todas las fronteras. Me refiero a un genio olvidado: Pérez Prado, y la encantadora Lecuona Cubans Boys, la orquesta que puso a bailar a paso de conga a toda la aristocracia europea de mediados del siglo pasado.
¿Por qué la música resulta un norte cultural tan fuerte para ti?
Desde el son de La Ma' Teodora a Ñico Saquito y Ernesto Lecuona. Desde las danzas de Cervantes y Saumell a Julián Orbón y Aurelio de la Vega, creo firmemente que es en la música donde el cubano alcanza su máxima excelencia. Sobre todo por su riqueza, y la influencia que ha ejercido en el mundo su música popular.
El cubano también ha demostrado gran talento para la pintura y la literatura. Por el contrario, ha sido poco agraciado para el cine. Hoy en día, hasta Bolivia hace mejores películas que Cuba.
¿Cómo ves la música como cineasta?
La historia de la música es la historia de los ruidos como formas musicales. ¿Cómo un ruido se convierte más tarde en armonía, en ritmo, en melodía...? Es un enigma.
La música, en su estructura y por su complejidad, es de todas las artes la que más se parece al cine. Cuando un director escoge una melodía es porque sabe que es esa, y no otra, la que va a crear una atmósfera determinada. Esa música puede ser un acorde de Schoenberg o un vals de Straus. Y, en ese sentido, para mí, la música en el cine, es un ruido más. Dejarse llevar por la tentación de usar la música para manipular emociones es un mal truco que te lleva, en el mejor de los casos y nunca mejor dicho, al melodrama.
¿Qué te parece la música incidental para películas? ¿Tienes algún compositor favorito?
Más que una música incidental, yo hablaría de una música accidental. Es decir, la música que parece estar allí por accidente. Pienso en Erik Satie y su Musique d' ameublement, que prefiguró el hilo musical (elevator music), y en las películas de Hal Roach, donde la música comenzaba en el primer fotograma de la película y terminaba con la palabra "Fin". Y todo esto sin ninguna conexión aparente entre la imagen y el sonido. Por el contrario, me encanta la música descriptiva, como el uso que hacen Hanna y Barbera de la Rapsodia húngara de Liszt, en The Cat Concert, ese legendario cartoon de Tom and Jerry.
Sin embargo, toda mi teoría sobre la música en el cine se viene abajo cuando me doy cuenta de que mi compositor predilecto es Bernard Herrmann, el que hizo la música de casi todas las películas de Hitchcock. Y last but not least, Miklós Rózsa, que compuso la banda sonora de El ladrón de Bagdad, la película que tal vez he visto más veces en mi vida.