Mucho se ha escrito y hablado sobre los desaciertos de la serie televisiva Celia, producida por Fox Telecolombia y el canal RCN, y recién trasmitida en Miami a través de Telemundo. Todavía más podría decirse, ya que se trata de un producto realmente anodino, a pesar de los altos índices de expectación que acaparó.
Que cientos de miles de televidentes la hayan seguido con interés, no le agrega por sí solo valor a la serie. De la misma forma que su paupérrima calidad no se debió únicamente a los disparates históricos en que incurre a la hora de presentar sucesos y biografías reales.
Pero es un hecho que cuando se trata de recrear la vida de un ícono tan querido y respetado en el mundo hispano, como es Celia Cruz, resulta un mal paso a priori abrir un abismo entre lo que esperan ver las personas que le conocieron y admiraron, y la versión libérrima de su vida que apareció en la pantalla, mediando la coartada facilista y mediocre de productores y guionistas en el sentido de que se trataba de una obra de ficción, inspirada en La Reina, pero sin pretensiones de fidelidad histórica.
Es un detalle sobre el que han rodado ríos de tinta. Y curiosamente ocurre que por más que sean los que opinan sobre el asunto, siempre hay uno que lo ilustra citando nuevos ejemplos de barrabasadas históricas. El mío (no es el único, pero es el que más me ha divertido) apunta hacia la aureola de gesta patriótica con que adornaron la biografía de Celia. Como si a su luminoso paso por la existencia le hiciera falta en lo más mínimo la impronta de una Celia heroína enfrentada a las huestes de la dictadura castrista.
De víctima sufrida de Fidel Castro y de gran voz reivindicadora de la cultura cubana en el exilio, Celia devino émula política de la otra Celia, la guerrillera de la Sierra, por obra de la frivolidad televisiva. Yo por lo menos no podía aguantar la risa ante el particular, pues me recordaba demasiado la vuelta que le dan a las cosas en la televisión cubana, que es la peor del mundo, quizás solo comparable con la de Corea del Norte.
Pero así como me provocaba risa la inane fantasía política en torno a Celia, me ocasionó tristeza ver el modo en que la serie ha recreado a La Lupe, mediante el personaje de Lola Calvo, interpretado por la magnífica actriz Carolina Gaitán. Creo que la mayor afectada por la serie, aún más que Celia Cruz, ha sido La Lupe.
Sin ir más lejos, lo demuestran las múltiples críticas y quejas que se airaron, casi desde el mismo estreno, sobre desaciertos relacionados con Celia y otros personajes. Pero menos, muchísimo menos se habla sobre el perfil superficial, desvirtuador y lastimero a partir del cual se diseñó el personaje de Lola Calvo, en el que los productores no confiesan abiertamente que está representada La Lupe, pero ni falta que hace, porque es de notar al primer tiro de ojo.
La historia de La Lupe, que no sería necesario repetir aquí, es ya en sí misma bien dramática y triste. También ha servido siempre como zócalo para tergiversaciones de mentes alebrestadas, que creen todo lo que escuchan y que además lo amplifican agregándole limón y pimienta. Gran perdedora, aunque no siempre; con altas y bajas en su carrera, pero original y única hasta el fin; con una vida personal marcada por los ardores de su mala cabeza, aunque no en menor proporción tal vez que las de casi todas las otras milagrosas mulatas de nuestra música popular, La Lupe tuvo bien poco que ver con ese ser envidioso, amargado, aburrido, aniquilado moralmente que exhibe la serie.
Celia Cruz, para orgullo de los cubanos, es mucho más conocida en Latinoamérica y en los ámbitos hispanos de Estados Unidos y Europa. Así que las pifias de carácter histórico que abundan en la serie sobre su vida, más que perjudicarla a ella, perjudican a la serie misma. No es el caso de La Lupe, que no obstante ser otra de las más encumbradas divas de la música popular cubana, resulta hoy menos conocida que Celia, tal vez porque murió antes, aún joven, cuando su fama estaba en impasse, o porque sus mayores éxitos los labró en Nueva York.
Presentar a La Lupe a través de un personaje disminuido y cargante, que no supo brillar por sí mismo, no solo constituye una simpleza más dentro de un espectáculo en el que sobran simplezas. Es también un agravio a la cultura cubana, más dañino cuanto más difícil sea neutralizar sus efectos.