Oí alguna vez, atribuida a William Blake, una afirmación tajante: "Todo poeta pertenece, aunque lo ignore, al partido del Diablo".
Debo habérsela escuchado a Heberto Padilla, pero a veces me complazco en atribuírsela al católico Eliseo Diego, acaso por sospechar que gozó y sufrió con pareja intensidad esta condición.
Mi apreciación de su poesía fue ascendiendo paulatinamente, desde mi encuentro con su Inventario del mundo o Libro de las maravillas de Boloña, hasta el permanente hechizo, a la vez fabuloso y familiar, de "la más bien enorme Calzada de Jesús del Monte", porque desde muy niño también recorría yo esta calzada y recordaba con la intensidad de la infancia algunos de sus parajes. También tengo presente la evocación de la República que pone en boca de su padre.
No se me presentó nunca la ocasión de conocerlo. Aunque comencé a frecuentar la Biblioteca Nacional por la sección juvenil, tampoco contaba yo con el maravilloso don narrativo del holguinero Reinaldo Arenas, así que no hubiese sido detectado por su inefable olfato. Ya más crecido, coincidí una tarde con él dentro de una pequeña librería de la calle Obispo. Estábamos nosotros solos, pero no me atreví a abordarlo.
En 1966 estuvimos al borde de encontrarnos, pero la enemiga burocracia se interpuso. Solicité entonces, con 20 años, matricular en la Escuela de Bibliotecarios, donde Eliseo impartía clases. Estaba yo recién licenciado por razones psiquiátricas de las Tropas Coheteriles Antiaéreas,mi único certificado de estudios presentable, el de Secundaria Básica, era el que pedían y, como me gustaba ya escribir, fui.
Aprobé la prueba de aptitud, pero no convencí del todo al Profesor Salvador Bueno en la entrevista, y así me perdí dos experiencias que hoy, casi 50 años después, lamento con creces: no conocer a un poeta como Eliseo y, última pero no menor, perderme para siempre la única oportunidad de conocer a la bellísima Lourdes González Herrero, a sus 18 años, loca como los pájaros, una alternativa que el magister Diego no desaprovechó. Según algunos amigos, enloqueció literalmente por la muchacha holguinera.
Eliseo fue el único de los poetas del grupo Orígenes que se desempeñó muchos años como alto funcionario de la UNEAC, si bien no le conocí ninguna conducta dañina para nadie. Desempeñaba una de las vicepresidencias, al parecer para nimbar con su categoría y su catolicidad, a la institución. Felizmente, no fue su caso el de otros versificadores de tercera línea que se desempeñaron gustosamente como peritos del DSE (Seguridad del Estado) para establecer acusaciones de "diversionismo ideológico" contra jóvenes escritores desconocidos.
Víctimas conocidas de este procedimiento fueron el dramaturgo y poeta René Ariza, el guionista y escritor Rafael Saumell, el escritor Manuel Ballagas, el poeta y ensayista Néstor Díaz de Villegas, en cuyo juicio se desempeñó como asesor del fiscal el deplorable reglano José Martínez Matos. Muchos otros, entonces jóvenes, fueron acosados en toda la Isla, bajo el cargo de "seguidores de Padilla".
Lo cierto es que a lo largo de esos años terribles, Eliseo estuvo allí, prestando su prestigio personal para usufructo de una institución que cada vez era más una fachada de la DSE, para controlar y amedrentar a los escritores y artistas cubanos.
El desconsiderado tratamiento judicial dado a su hija Josefina Diego García-Marruz, cuando se vio involucrada en un accidente de tránsito en los primeros años de la década del 90, determinó el cambio de actitud del poeta, que lo llevó a radicarse en México.
Ahora que el Gobierno cubano ha comenzado a intentar lavarse las manos, mediante libros como El 71. Anatomía de una crisis (Letras Cubanas, La Habana, 2013) de Jorge Fornet que minimizan y escamotean la verdad de aquel genocidio cultural, sería magnífico que las víctimas y los testigos con capacidad para denunciar, lo hagan sin dilación.