Como era de suponer, no es un libro de Guillermo Cabrera Infante. Por eso mismo Guillermo Cabrera Infante nunca lo publicó.
Nada de mapas. De espías, nada. Mucho menos, escrito por. Una huella lo delata desde el título mismo: estamos ante un libro que no ha sido escrito, sino dibujado. Divertimientos de diario. Apuntes de preliteratura secuestrados de su gaveta original.
Da gusto ver cómo la tradición cubana poco a poco se va haciendo de un archivo de "testamentos traicionados", género del que Milan Kundera ha escrito uno de sus mejores libros. De nada vale el esfuerzo estético de dejar afuera la mayor parte de lo que un autor escribe. Quod scripsi, is crisis. Y apenas quedemos imposibilitados de poner nosotros mismos un límite, todo cuanto dejemos atrás será leído con luctuosa —y lucrativa— fruición.
Mitad por morbo y mitad por aburrimiento, el mundo se resiste a acatar el punto final de nuestra bibliografía. La "voracidad de los biógrafos" de que hablara Virgilio Piñera no espera nada para convertirnos en arqueología. Basta con haber tenido familia, por ejemplo, con habernos distraído solo un instante de nuestra máquina célibe en tanto autor, y Galaxia Gutenberg lanza el boomerang de Mapa dibujado por un espía (2013) sin contar con quien lo cartografió.
Continúa cronométricamente así el complot bienal de La ninfa inconstante (2009) y Cuerpo divinos (2011). Por supuesto, le asiste todo el democratiquísimo derecho de autor, aunque ya no haya autor autentificable en este libro o dibujo, que pudo ser la obra de cualquiera de sus personajes non-fiction. Al respecto, no me extrañaría una reclamación de plagio por parte de los herederos de Carlos Franqui o Rine Leal.
Hay que buscar entonces la novela fuera de la novela. Es decir, en su historia, que es siempre la parte no específica de toda literatura. Vivimos vidas excepcionalmente comunes. Cómo contarlas excepcionalmente conforma una cuestión de estilo, que cada novelista llega a intuir pero solo en pasajes discretos de su novelística.
Mapa dibujado por un espía podría ser entonces una imitación de Guillermo Cabrera Infante. Como un remake de otro Vedado del amanecer en el trópico, esta vez no desde las circunvalaciones de un Ford convertible, sino a ras de las mil y una caminatas a pie. Bitácora de bustrofebodrios, silencios serpenteantes, diálogos de TVC, aquí todos se citan con todos para darse el saludo y decirse enseguida adiós. Quiay, chau. Acumulación de acción desdramatizada que, a falta de sexo —"él" se acuesta con algunas mujeres, pero de manera asexuada, con esa pacatería cubana que el castrismo heredó de los cincuenta—, debió tener otro tipo de clímax: acaso en el gaznatón que este diplomático le sopla sin mediar palabra a su hijita.
Pero la crueldad aborta enseguida en el costumbrismo y en ese llanto llano de los protagonistas perdedores de Leonardo Padura. De manera que nuestro extranjero en La Habana, que como el de Camus también gravita sobre su madre muerta, detecta a lo sumo cierta negligencia médica y jamás sospecha de un asesinato de Estado contra su progenitora, para forzarlo a quedarse en Cuba junto a su hermano, antes que los dos fueran a desertar de la dictadura (aunque en este mapa aún se infiere que es una Revolución).
Incluso la autopsia la ejecuta un enemigo suyo que tiene atravesado desde Europa. Pero con carácter de Camus, "él" continúa como si nada, con una indolencia imaginativa que desemboca en la esterilidad de un espía que no mata ni se hace matar. O, en todo caso, las muertes se verificarán en otro tiempo. Como unos pichones de totí y de urraca, así en Gibara como en Bruselas (en Milan Kundera es una corneja la torturada también por infantes). Y como el comandante Alberto Mora, suicida asistido en la decadente década de los setenta, de quien Cabrera Infante transcribe un premonitorio guión tipo Hemingway, que vendría a ser el otro intenso instante de estos 400 golpes de páginas.
Libro o dibujo que deja el sabor de ser una traducción descafeinada al español, más allá de las cláusulas explicativas importadas de cara al consumidor ibérico, aquí de aquel argot hablanero, tan único de Cabrera Infante, se conserva apenas un triste habemos. Y tenía que venirlo a decir Virgilio Piñera precisamente, siervo insubordinable incluso en estas páginas más apócrifas que póstumas. Un habemos que él suelta al vuelo como una pedrada de pájara en la que, por suerte, el editor Antoni Munné no reparó. No la reparó.
Intelectual que huye después de hacer silencio o de hacerse cómplice. Adulto adúltero a punto de convertir su cadalso en un clásico. Soñando el sueño consuetudinario del exilio cubano, que es no poder salir más de la Isla. A punto de desvanecimiento, humo puro. Solo queda esperar al 2015 por la saga insagaz de Gutenberg Cabrera Infante.
P.D.: La edición consta de un Prólogo escrito, esta vez sí, por la hybris inimitable (intraicionable) de Guillermo Cabrera Infante.