Dentro de Cuba, contrario a lo que pudiera pensarse desde afuera, uno llega a extrañar la presencia de la censura. Y no es ironía, sino estrategia de liberación. En más de un sentido, la censura no existe de manera tangible en Cuba. Es ubicua, pero inubicable. No deja espacios a nadie ni a nada, pero a la vez no cesa de desplazarse. La censura en el post-totalitarismo cubano del siglo XXI ha aprendido a metamorfosearse, muta y se resiste a reconocerse como tal. Acaso por eso mismo hay que saber nombrarla y darle forma primero que todo. De ser posible, institucionalizarla, sacarla de ese closet donde la ha ido escondiendo el castrismo sin Castros que hoy ya se anuncia como capitalismo de Estado.
En un país secuestrado por el despotismo de un partido único —el comunista—, donde desde el inicio de la Revolución la prensa es propiedad privada de una élite militar, en un contexto así ya no queda mucho que hacer desde la lógica, y un primer paso de absurdo bien podría sorprender a las autoridades. Se trata de exigir, en este caso, una censura pública en Cuba, preferiblemente de rango constitucional. Intentar hacer visible al menos a la censura, en medio del secretismo asesino de nuestra sociedad: devolver a la censura su candor colonial, su rigor republicano, su frescura franquista, su stamina estalinista, su macartismo casi más por maña que por malicia, reinstaurando así de paso el prestigio perdido del funcionario de la patria que cobra un sueldo para ejercer profesionalmente a tiempo completo como censor.
Tal vez sea la falta de censores lo que actualmente mantiene a nuestra sociedad civil en su estado estéril de indigencia intelectual.
Mi experiencia de escritor censurado en Cuba, por ejemplo, ya es fantasmagórica. No dejó huellas ni será creíble para la próxima generación. Mis hijos tendrán más evidencias para llamarme "cobarde" o "castrista" que para creer en mis tres arrestos ilegales o en la censura de Boring Home, mi libro de cuentos sacado de la imprenta por la editorial Letras Cubanas en 2009.
Y nuestros descendientes tendrán razón en ese futuro inminente, pues jamás se me identificó ninguno de mis verdugos. Como tampoco ningún editor me enfrentó para censurarme una línea, ni me dio explicación ni constancia escrita de por qué se me expulsaba del campo literario cubano. Nadie firmó las órdenes de retirar mis libros de todo catálogo editorial y de ni siquiera permitirme presentar los libros de mis colegas en cualquier institución cultural. Lo más probable, de hecho, es que nadie diera tales órdenes. En el orden absoluto ya no hay órdenes ni intenciones, apenas inercia y disciplina.
En la práctica, mis denuncias al respecto son ya las de un autista más que las de un artista. La carencia de censura cortó de cuajo mi carrera de escritor cubano de Cuba y, sin embargo, en el exilio —ese preview del futuro—, no hay una beca de escritor perseguido que encaje con lo ridículo de mi currículo civil. De ahí la urgencia moral de restaurar el rol de la censura concreta en el castrismo, al menos mientras no nos atrevamos a derrocar mediante otras violencias no verbales todo su aparato represor.
En la Isla no existe un solo Departamento de Censura. La prensa oficial —la única legal— aún no publica críticas sistémicas a la Revolución, pero tampoco hay a quién reclamarle semejante silencio intelectual. Es posible que a sus redacciones no lleguen tales críticas y que se viva en esas oficinas un ambiente más bien adánico.
Ni siquiera hay normas burocráticas que definan qué se puede o no publicar sobre cada tema —de la política a la pornografía—, para poder dar entonces en tanto autores la batalla interpretativa legal. Si bien es cierto que en el comunismo no es seguro que exista el autor, mucho antes de Barthes y Foucault. Pero es precisamente esta condición amorfa la que permite la máxima impunidad, pues ahora todo autor es en principio el censor del resto —fidelismo fractal—, incluida la auto-censura con que cada cual se humilla a sí mismo para evitar verse humillado por el colectivo.
No hay salida racional de estos laberintos sin límite, donde la represión se mimetiza a ratos con un crimen político de repercusión mundial y a ratos con un premio literario local. La esperanza se reduce entonces al absurdo, a la sinrazón pura. Así, para atraer poco a poco a la libertad de expresión al territorio del totalitarismo, tal vez haya que empezar por introducir los mecanismos censores propios de la democracia. Crear listas negras en Cuba como medida de contención contra el poder despótico. Publicar nuestro primer Index Liborium Prohibitorum, en cuya selección de nombres y tópicos las jerarquías católicas y castristas podrían encontrar otra trinchera común.
Después, la lucha sería mucho más sencilla para los cubanos libres: reducir cívicamente al mínimo esos espacios concedidos a la censura —de la pornografía a la política— y enriquecer poco a poco la atmósfera que hoy hace que en la Isla hasta respirar constituya un chantaje.