En insospechados puntos del planeta, cada noche, cada madrugada, vuelve a incendiarse la habitación de la durmiente Tula. Sucede en el barrio La Cachimba, pero también en Madrid, Barcelona, Roma, París, Nueva York, Ginebra, México, Pekín, Tokio, Copenhagen... y por supuesto, en Cuba.
De modo muy curioso se ha inmortalizado una pequeña anécdota acaecida quién sabe cuándo en un paraje suburbial al cual acude, infinitamente, una partida de bomberos "con sus campanas y sus sirenas" para apagar el fuego que ha provocado una vela que, siempre he sospechado, estaba dedicada a velar a un santo.
Dicho sea de paso: el barrio La Cachimba pertenece a la geografía universal de la guaracha, no a un sitio determinado de este mundo, creo yo, y falta, por cierto, no le hace.
No podría imaginar Sergio González Siaba —nacido en La Coruña, Galicia, en 1915 y aplatanado en Cuba desde los seis años hasta que falleció en La Habana en 1989— que aquel numerito suyo iba a convertirse con el paso del tiempo en uno de los aires cubanos más conocidos e interpretados en el mundo entero. Y no por excelencias que encierren letra o música, dicho sea con perdón, sino por un misterio que tiene que ver con la buena suerte, y con la gracia fácil.
Para El cuarto de Tula fue determinante el espaldarazo que recibió, pasada la mitad de los años 1990, con Buena Vista Social Club —primero disco, luego película de Wim Wenders—, fenómeno que hizo volver ojos y oídos sobre añejos cantantes e instrumentistas y reactivó un repertorio que, hacía mucho tiempo, había pasado de moda. Desde entonces es difícil hallar a músicos cubanos, dentro o fuera de la Isla, de los que tocan y cantan en bares, restaurantes, cafés y cantinas, que no tengan El cuarto de Tula entre sus "platos fuertes", que se reserva muchas veces para terminar una tanda o para concluir el show.
Buena Vista también reavivó la memoria de Dos gardenias, de Isolina Carrillo, que en España cantaba Antonio Machín desde los años cuarenta del pasado siglo. Tanto los identificaba el público peninsular que fue la música que acompañó su sepelio, en Sevilla, en 1977. Veinte años más tarde, las mismas gardenias renacerían para insuflar un segundo aire en la carrera de Ibrahím Ferrer, quien regresó a los escenarios no solo como intérprete de números movidos, sino también como cantante de boleros.
El son montuno Ay candela, de Faustino Oramas "El Guayabero", que Ferrer había dado a conocer a conocer en sus tiempos con Los Bocucos, alcanzó con Buena Vista Social Club algo muy cercano a la gloria máxima que puede apetecer una pieza compuesta básicamente por una constante alternancia de coros y estribillo. Con solos de "Guajiro" Mirabal en la trompeta, Barbarito Torres en el laúd, y un conjunto todos estrellas, mereció atronadores aplausos en Amsterdam y poco después en el Carnegie Hall, en 1998. Como Ibrahím, a partir de entonces, Ay candela conoció nueva vida.
Chan Chán, de Francisco Repilado "Compay Segundo", fue el gran hallazgo de Buena Vista Social Club y su más brillante estrella de la fortuna, desde el mismo instante en que arrancó Ry Cooder en la slide guitar una oscura, profunda, conversación con el tres de Compay. Por algo ocupa el primer track del disco.
Se trata de una composición relativamente reciente. Las primeras versiones grabadas fueron de Compay Segundo y Pablo Milanés en La Habana, y de Eliades Ochoa con el Cuarteto Patria en Washington, y ambas datan de 1989. Chan Chán es de los números que aparecen cuando y donde menos uno imagina en versiones inesperadas, en formatos disímiles, incluso con letra en otros idiomas.
El "descubrimiento" en Europa de Compay Segundo hacia 1995 hizo que se escucharan y grabaran grabarse viejos sones y guarachas que se encontraban casi al filo del olvido en Cuba donde al parecer "habían dado lo que iban a dar": La juma de ayer, El camisón de Pepa, María en la playa, El calderito, Huellas del pasado y en especial, en España, Sarandonga, que tiene la rara virtud de levantar de su asiento a personas, súbitamente danzarinas, hayan recibido o no el don de Terpsícore.
Más tarde, el veterano Compay Segundo desempolvó en sus discos muchas canciones-comodines para un público internacional: Guajira guantanamera (Joseíto Fernández), Lágrimas negras y Son de la loma (Miguel Matamoros), El manisero (Moisés Simons), Ay, Mamá Inés (Eliseo Grenet), Para Vigo me voy (Ernesto Lecuona), Hasta siempre (Carlos Puebla), Veinte años (María Teresa Vera-Guillermina Aramburu), Y tú qué has hecho (Eusebio Delfín), Bilongo —aka. La negra Tomasa— (Guillermo Rodríguez Fiffe) y, ¡faltaba más!, también Dos gardenias y El cuarto de Tula.
En una conversación reciente acerca de hallar el modo de esquivar, al menos en la forma, los casi obligados lugares comunes del llamado (y lamentablemente limitado) repertorio cubano conocido, la compositora, cantante y pianista radicada en Canarias, Alina Torres, me habló de su propósito de componer una especie de cantata destinada a un nutrido conjunto de voces con el cual trabaja.
Los distintos movimientos de la cantata irían del hip hop a la rumba, de la guaracha al son. Incluso manejaba la posibilidad de incrustar, en determinado momento de clímax, un solo de cante jondo. La obra —ignoro si ahora mismo trabaja en ella o si desistió del ambicioso empeño—, poseería un hilo argumental, una progresión dramática, in crescendo, en torno a un incidente relacionado con el incendio intencional (o no) de una habitación de solar:
—Va a ser una cosa fina —me advirtió muy seria— y pienso nombrarla The Tula’s Room, ¿qué te parece, mi hermano?