Cabe también dividir a los escritores que nos hicieron y hacen ser hoy lo que somos en dos estantes que se miren de espaldas. Esos libros tremendos lomo frente a lomo. Y situarnos en medio. Concederle a la "angustia de las influencias" una dimensión espacial, geométrica. Feng shui y también competencia y vibración de la memoria. Arquitectura basada en afectos y en la corta distancia.
¡Ese placer que es rascarle el lomo a algunos libros! Sus lomos gastados y castigados por uñas y el astro.
Ahora los libros de José Lezama Lima están perfectamente ordenados aquí a mi derecha. Antes, en otras casas donde viví, me dieron la espalda desde otros extremos. Desde hace unos años son soldaditos presos en una celda diseñada por IKEA de la que entran y salen de tanto en tanto. No pasean mucho, ni falta que nos hace. Son libros caseros. De la suya dentro de la mía.
Tienen enfrente, yo en medio, una balda en la que guardo libros itinerantes: aquellos que utilizo en los trabajos en curso, casi todos ellos recién llegados a casa o prestados por bibliotecas y que viven aquí desordenados por el capricho de su arribo o el manoseo. Casi los toco ahora con la frente si los miro y cabeceo. Y leer, como escribir y también traducir, se parece mucho a cabecear en la acepción que los hombres de mar dan a esa palabra.
Los libros de José Lezama Lima, en cambio, permanecen ordenados, salvo escasos sustos.
El ejemplar de Paradiso en su edición cubana de 1966, su lomo rozado y rosado por el tiempo, lo debo a mi madrina —una mujer extraordinaria que murió joven creo que precisamente por extraordinaria— y ocupa, más o menos, el medio del pelotón que me da la espalda. Lo he manoseado en las pocas ciudades donde he tenido cama, mesa y libreros: La Habana, Moscú y Barcelona. Y aún recuerdo con precisión el día en que lo saqué de un estante en el barrio de La Laguna, Bauta, y Adis Estévez me dijo: "Es tuyo".
He leído muchos libros una vez y unos pocos libros unas cuantas veces. Hay unos poquísimos libros que agarro siempre para leer un par de páginas o cuatro; un capítulo o dos. Y hay libros con los que me levanto algunas mañanas. Algunas tardes, más bien. Paradiso y Oppiano Licario han demostrado ser herramientas óptimas para esas lecturas sin más propósito que el de ingerir palabras que predispongan el día desde almohadas tacadas de café con leche.
A Lezama, pues, le debo ciertos días bien encaminados. Y, encima, tengo la suerte de haberle pagado un cuarto de alguno. Y ya se sabe que uno le paga un cuarto a quien desea de veras y a nadie más.
José Lezama Lima nos enseñó que podíamos ser cubanos, muy cubanos y siéndolo hasta la caricatura, sin serlo apenas y, sobre todo, sin parecerlo. La figura del "peregrino inmóvil" es el oxímoron que viste a esa habanera y por lo mismo díscola mujer del César. Todas las poses talladas o ensayadas después, desde a la A hasta la Z del último medio siglo de literatura cubana, se cosieron el traje en la casa del sastre de ese guajirango capitalino que chapurreaba el francés y decía Schopenhauer con la lengua enredada en manteca'e'puerco transmutada en foie gras gracias, ¿quién lo diría?, a las tardes de Bauta o Trocadero, 162 —peculiares crisoles.
Lezama iluminaba así —Martí en un bolsillo, Casal en el otro y sacándose país imaginario del sombrero de Zequeira—, el más allá de lo que cualquier escritor de esa provincia de la literatura que es Cuba habría imaginado jamás. Lo que Lezama enseña, en definitiva, es que tradición y lecturas se alzan sobre pilares que responden a una arquitectura abofada y juguetona; firmísima, aunque escurridiza…
Ahí su peso y ahí su liviandad: el Lezama que inspira desde el enigma y el Lezama cuyo rostro se ha ido desdibujando en la arena de la lectura. A cien años de su nacimiento apenas lo honran unos pocos. Y quien con más ruido, el régimen que lo redujo a calculado silencio. Hoyo Colorao se llamó la Bauta que el padre Ángel Gaztelu convirtió en sofisticado merendero del origenismo. ¡Sorpresas del corrimiento del rojo!
Tan pronto como en junio de 1945 leemos en el diario que Lezama llevaba entonces: "Soy un fantasma de conjeturas e insignificancias. J. L. L.". A cien años de su nacimiento, ni las conjeturas han sido desentrañadas, ni debidamente vindicado el poder de sus "insignificancias".
Coda:
Le puse "un cuarto", dije ahí arriba. Y ahora me explico.
En un ensayo fundamental, "Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX)", José Lezama Lima anotó un catálogo de lo que los cubanos perdimos sin remedio.
Allí recogía, entre otras ausencias, la que sigue: "no conocemos ni siquiera un sermón de Tristán de Jesús Medina, brillante y sombrío como un faisán de Indias".
Un día de hace unos pocos años tuve la suerte de dar con uno de esos sermones, "María-Esperanza", que incluí en la selección de textos de Medina que preparé para la Editorial Colibrí: Tristán de Jesús Medina, Retrato de apóstata con fondo canónico. Artículos, ensayos, un sermón (Colibrí, Madrid, 2004).
José Lezama Lima no vivió para leerlo. Yo sí para imaginarlo manoseando esas páginas, tijereteando un tabaco y dando a Tristán de Jesús Medina las gracias que le di yo a los dos cuando me permitieron imaginarlos reunidos en un brevísimo instante en que nos vimos, no los lomos, sino las caras los tres.