No conocí a Lezama, por lo tanto no puedo sumarme a los homenajes de su centenario con reminiscencias y evocaciones personales, como tantos otros. Tengo que confesar que no lo siento demasiado; mi distancia del mundillo de la literatura cubana me ha dado una libertad que defiendo a toda costa. No tengo compromisos personales con nadie. Con los escritores que sí he conocido, y han sido muchos para sorpresa mía porque me formé estudiando autores del Siglo de Oro, he logrado mantener esa independencia, como puede verificarse en mi Cartas de Carpentier.
Hay cierta ñoñería en las remembranzas de Lezama que reflejan esa mala costumbre cubana de rebajar la importancia de alguien apelando a la confianza excesiva —es parte del choteo. Nunca me ha gustado esa confiancita cubana un poco chusma por cierto, en que se pasa sin transición del usted al tú sin motivo aparente o concesión explícita. Muerto, Lezama no se puede defender de quienes lo rememoran como si hubieran sido sus amigos íntimos, copartícipes en sus profundas visiones de lo humano.
Reproduzco aquí dos textos como homenaje a la grandeza de la obra lezamiana. El primero es del prólogo de mi libro Isla a su vuelo fugitiva: ensayos críticos sobre literatura hispanoamericana (Porrúa, Madrid,1983) y relata mi visita a casa de Lezama en noviembre de 1978, acompañado de mi querido y lamentado amigo Carlos Díaz Alejandro, gran economista y colega de la Universidad de Yale.
El segundo es una de las respuestas que di en una entrevista que tuvieron la gentileza de difundir este año que termina unos casi pilongos míos de Manicaragua, pueblo no muy lejano de mi Sagua la Grande natal, en una publicación en la red llamada Hacerse el cuerdo. Me habían pedido que comparara a Lezama y Carpentier.
Una visita póstuma
La casa de Lezama estaba en una calle ordinaria de La Habana Vieja, ni lo suficientemente antigua como para ostentar una prosapia que compensara por su descuido actual, ni lo bastante nueva para resistir el salitre, la humedad y la escasez de materiales de construcción. Llegué a ella poco más de un año después de la muerte del escritor, a quien nunca logré ver en vida. La viuda, que había de morir al poco tiempo, recibió con cortesía y entusiasmo nuestra inesperada visita.
La foto de Lezama en el sofá de la sala con su madre, la otra en que aparece sentado en el sillón en que solía escribir nos habían engañado en cuanto a las proporciones del espacio que habitaba. La casa, de pared por medio con las dos contiguas, era minúscula, fuera de proporción con el tamaño del escritor, espigado en su juventud, corpulento, casi monumental en su madurez. En la sala se apiñaban los muebles típicos cubanos, de madera y rejilla de mimbre, austeros, incómodos. En un saloncito que daba al ínfimo patio interior había estantes abarrotados de libros y papeles.
Inmediatamente después de la sala, hacia el fondo de la casa, estaba la habitación matrimonial, y en línea directa, el "estudio" del escritor; más allá, la cocina, tal vez un pequeño comedor. Nos habían dicho que la viuda había cambiado el orden de la casa después de la muerte de Lezama; que el llamado estudio era su habitación de dormir; que él siempre escribía sentado en el sillón de la sala, con el papel apoyado en el brazo del mueble, porque la gordura no le permitía acercarse con comodidad a una mesa. La viuda había hecho poner una tarja de bronce en la fachada de la modesta casa, anunciando que allí había vivido "el gran escritor cubano José Lezama Lima". La casa se había convertido en un pequeño museo privado. En el estudio había un buró, casi un pupitre escolar, donde no cabe un adulto de medianas proporciones; libros amontonados sin aparente orden en libreros contra la pared; una repisa con figurines de piedra, y un frasco vacío de Yardley Old Spice ("Eso lo puse yo ahí para llenar espacio"). En el centro de la minúscula habitación, en una vitrina que obstruye el paso, preside inerte la mascarilla del escritor. El bronce oscuro y la hinchazón del cadáver cuando hicieron el molde le da al objeto un aire grotesco, casi siniestro.
A la viuda le preocupa qué va a ser de todo aquello, si las autoridades se lo van a llevar en cajas, como, según dice ella, hicieron con los papeles de Juan Marinello. Yo tomo nota de los libros que voy viendo en los anaqueles; no estoy muy seguro tampoco de qué va a ser de aquello y, sobre todo, quién va a estar a cargo de dar acceso a la biblioteca de Lezama, una vez que este curador dulce e ingenuo que nos acompaña desaparezca. [¿Y qué pude ver en aquel fugaz recorrido por la biblioteca de Lezama? Apenas alcancé a tomar nota de lo siguiente: Jacques Maritain, La poesía y el arte; André Malraux, Las voces del silencio; José Ortega y Gasset, Obras completas (hasta el vol. VI); el Tesoro de la lengua castellana, de Sebastián de Covarrubias; la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; La condena, de Kafka; Herbert Gorman, James Joyce. El hombre que escribió Ulises; Luis M. Cádiz, Historia de la literatura patrística; Carl Jung, Transformaciones y símbolos de la libido. Vi también muchos volúmenes de la colección Pléiade, entre ellos Obras completas de Mallarmé. Vi además obras de Góngora, de Goethe, de Rabelais (en francés); El Pre-barroco, de F. Prat; números sueltos de la revista Sur, y tomos de la Biblioteca de Autores Cristianos. Recuerdo también haber visto un ejemplar dedicado de Así en la paz como en la guerra, de Guillermo Cabrera Infante.]
Lezama y Carpentier
Quienquiera que haya abierto El reino de este mundo en 1949 tiene que haberse dado cuenta de que la novelística latinoamericana había dado un tremendo salto adelante; El señor presidente, que es del 46, no puede compararse. Carpentier descubrió el tema de la historia de América como el gran tema épico para la prosa narrativa latinoamericana. Los cronistas supieron que el descubrimiento de América había sido el acontecimiento más trascendental desde el nacimiento de Cristo, y Carpentier supo construir sobre el vacío creado por esa ruptura un mundo ficticio hecho de datos fidedignos organizados en estructuras narrativas minuciosamente elaboradas. Y logró desarrollar un estilo para expresarlas en que quedaba algo del tufo arcaizante de los documentos históricos de los que provenían esos datos. En Carpentier se combinan la frescura de lo nuevo con la pátina histórica de un pasado fabuloso que ya viene dotado de una magia propia. En las novelas de tema contemporáneo, como Los pasos perdidos y El acoso logra comprimir el tiempo actual para extraerle un dramatismo extraordinario vinculado a temas trascendentales (no así en la fallida Consagración de la primavera). Carpentier tenía una cultura inmensa. Conocía la patrología latina, por ejemplo, la obra de San Agustín, y de arte y música ni se diga. En sus mejores obras esa cultura se sintetiza de una manera genial al concentrarse en un individuo, un incidente, o hasta un objeto. Estudiar la obra de Carpentier fue para mí como hacer otro doctorado.
La obra de Lezama es infinita, inasible para la mente del crítico, porque no tiene asideros históricos donde apoyarse. Carpentier, Paz, hasta Borges, pueden verse contra el trasfondo de los movimientos artísticos del siglo XX, aunque sea cuando los rechazan. Lezama no; inútil pensar en creacionismo, surrealismo, o cualquier otro ismo. También es una obra hecha al margen de sistemas modernos de pensamiento como el psicoanálisis y el existencialismo; o mejor, es tan abarcadora que los contiene a ellos, y no viceversa. En alguna parte, Lezama o uno de sus personajes dice que el psicoanálisis confunde una etapa con un sistema. Apaga y vámonos. La prosa de Lezama es "preadámica", anterior a la caída y a la culpa, anterior a la ley en el sentido más amplio y en el más específico de las leyes de la gramática y de la retórica. Su lengua crea o recrea mitos, no depende o arrima a ellos buscando forma y sentido. Muerte de Narciso, Rapsodia para el mulo, por ejemplo, son como columnas de palabras que surgen y se elevan sobre sí mismas. En El coche musical Lezama hace de Raimundo Valenzuela un Orfeo cubano que conoce, a través de la música de sus danzones, la numerología secreta necesaria para bajar indemne al Valle de Proserpina. Son distintos Carpentier y Lezama. Hoy pienso que Lezama fue más grande, pero Carpentier no se queda muy atrás.
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Roberto González Echevarría es Sterling Professor de Literaturas Hispánicas y Comparadas en la Universidad de Yale. A lo largo de su carrera académica, ha publicado estudios sobre Cervantes, Carpentier, Sarduy, García Márquez y el béisbol: La Gloria de Cuba: Historia del béisbol en la Isla (Editorial Colibrí, Madrid, 2004). Su libro publicado más reciente es Cuban Fiestas (Yale University Press, New Haven and London, 2010).